Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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asuntos, Aramis, los de Londres son los míos. Ruego por tanto que se escoja a Planchet, quien además ya ha estado en Londres conmigo y sabe decir muy correctamente: London, sir, if you please y my master lord D’Artagnan; con esto, estad traquilos, hará su camino de ida y vuelta.

      -En ese caso - dijo Athos-, es preciso que Planchet reciba setecientas libras para ir y setecientas libras para volver, y Bazin, trescientas libras para ir y trescientas para volver; esto reducirá la suma a cinco mil libras; nosotros cogeremos mil libras cada uno para emplearlas como bien nos parezca, y dejaremos un fondo de mil libras que guardará el abate para los casos extraordinarios o para las necesidades comunes. ¿Estáis de acuerdo?

      -Mi querido Athos - dijo Aramis-, habláis como Néstor, que era, como todos sabemos, el más sabio de los griegos.

      -Pues bien, todo resuelto - prosiguió Athos : Planchet y Bazin partirán; en última instancia, no me molesta conservar a Grimaud; está acostumbrado a mis modales, y me quedo con él, el día de ayer ha debido baldarle, y ese viaje lo perdería.

      Se hizo venir a Planchet y se le dieron las instrucciones; ya había sido prevenido por D’Artagnan, que de primeras le había anunciado la gloria, luego el dinero, después el peligro.

      -Llevaré la carta en la bocamanga de mi traje - dijo Planchet-, y la tragaré si me prenden.

      -Pero entonces no podrás hacer el encargo - dijo D’Artagnan.

      -Esta noche me daréis una copia, que mañana sabré de memoria.

      -¡Y bien! ¿Qué os había dicho?

      -Ahora - continuó dirigiéndose a Planchet - tienes ocho días para llegar junto a lord de Winter, tienes otros ocho para volver aquí; en total, dieciséis días; si al dieciseisavo día de tu partida, a las ocho de la tarde, no has llegado, nada de dinero, aunque sean las ocho y cinco minutos.

      -Entonces, señor - dijo Planchet-, compradme un reloj.

      -Toma éste - dijo Athos, dándole el suyo con una generosidad despreocupada - y sé un valiente muchacho. Piensa que si hablas, te vas de la lengua y callejeas haces cortar el cuello a tu amo, que tiene tanta confianza en tu fidelidad que nos ha respondido de ti. Pero piensa también que si por tu culpa le ocurre alguna desgracia a D’Artagnan, te encontraré donde sea y será para abrirte el vientre.

      -¡Oh señor! - dijo Planchet, humillado por la sospecha y asustado sobre todo por el aire tranquilo del mosquetero.

      -Y yo - dijo Porthos haciendo girar sus grandes ojos-, piensa que te desuello vivo.

      -¡Ay, señor!

      -Y yo - continuó Aramis con su voz dulce y melodiosa-, piensa que te quemo a fuego lento como un salvaje.

      -¡Ah, señor!

      Y Planchet se puso a llorar; no nos atreveríamos a decir si fue de terror, debido a las amenanzas que le hacían o de ternura al ver a los cuatro amigos tan estrechamente unidos.

      D’Artagnan le cogió la mano y lo abrazó.

      -¿Ves, Planchet? - le dijo-. Estos señores lo dicen todo eso por ternura hacia mí, pero en el fondo lo quieren.

      -¡Ay, señor! - dijo Planchet-. O triunfo o me cortan en cuatro; aunque me descuarticen, estad convencido de que ni un solo trozo hablará.

      Quedó decidido que Planchet partiría al día siguiente a las ocho de la mañana a fin de que, como había dicho, pudiera durante la noche aprenderse la carta de memoria. Justo a las doce se llegó a este acuerdo; debía estar de vuelta al decimosexto día, a las ocho de la tarde.

      Por la mañana, en el momento en que iba a montar a caballo, D’Artagnan, que en el fondo sentía debilidad por el duque, tomó aparte a Planchet.

      -Escucha - le dijo-, cuando hayas entregado la carta a lord de Winter y la haya leido, le dirás: «Velad por Su Gracia lord Buckingham, porque lo quieren asesinar.

      » Pero esto, Planchet, es tan grave y tan importante que ni siquiera he querido confesar a mis amigos que te confiaría este secreto, y ni por un despacho de capitán querría escribírtelo.

      -Estad tranquilo, señor - dijo Planchet-, ya veréis si se puede contar conmigo.

      Y montando sobre un excelente caballo, que debía dejar a veinte leguas de allí para tomar la posta, Planchet partió al galope, el corazón algo encogido por la triple promesa que le habían hecho los mosqueteros, pero por lo demás en las mejores disposiciones del mundo.

      Bazin partió al día siguiente por la mañana para Tours, y tuvo ocho días para hacer su comisión.

      Los cuatro amigos, durante toda la duración de estas dos ausencias, tenían, como fácilmente se comprenderá, el ojo en acecho más que nunca, la nariz al viento y los oídos a la escucha. Sus jornadas se pasaban tratando de sorprender lo que se decía de acechar los pasos del cardenal y de olfatear los correos que llegaban. Más de una vez un estremecimiento insuperable se apoderó de ellos cuando se los llamó para algún servicio inesperado. Por otra parte, tenían que guardarse de su propia seguridad, Milady era un fantasma que cuando se había aparecido una vez a las personas, no las dejaba ya dormir tranquilas.

      La mañana del octavo día, Bazin, fresco como siempre y sonriendo según su costumbre, entró en la taberna de Parpaillot cuando los cuatro amigos estaban a punto de almorzar, diciendo según el acuerdo fijado:

      -Señor Aramis, aquí está la respuesta de vuestra prima.

      Los cuatro amigos intercambiaron una mirada alegre: la mitad de la tarea estaba hecha; cierto que era la más corta y la más fácil.

      Aramis, ruborizándose a pesar suyo, tomó la carta, que era de una escritura grosera y sin ortografía.

      -¡Buen Dios! - exclamó riendo-. Decididamente no lo conseguirá; nunca esa pobre Michon escribirá como el señor de Voiture.

      -¿Qué es lo que quiere tezir esa probe Mijon? - preguntó el suizo, que estaba a punto de hablar con los cuatro amigos cuando la carta había llegado.

      -¡Oh, Dios mío! Nada de nada - dijo Aramis-, una costurerita encantadora a la que amaba mucho y a la que le he pedido algunas líneas de su puño y letra a manera de recuerdo.

      -¡Diozez! - dijo el suizo-. Zi ella ser tan glante como zu ezcritura, tendrez muja fortuna gamarata.

      Aramis leyó la carta y la pasó a Athos.

      -Ved, pues, lo que me escribe, Athos - dijo.

      Athos lanzó una mirada sobre la epístola, y para hacer desvanecerse todas las sospechas que hubieran podido nacer, leyó en alta voz:

      «Prima mía, mi hermana y yo adivinamos muy bien los sueños, y tenemos incluso un miedo horroroso por ellos; pero espero que del vuestro pueda decir que todo sueño es mentira. ¡Adiós! Portaos bien, y haced que de vez en cuando oigamos hablar de voz.

      Aglae Michon

      ¿Y de qué sueño habla ella? - preguntó el dragón que se había a cercado durante la lectura.

      -Zí, ¿de qué zueño? - dijo el suizo.

      -¡Diantre!

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