Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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-¡Y para mí también! - repitió Aramis.
-Pues bien, si queréis que os confiese la verdad, ¡para mí también! - dijo Athos.
Capítulo 49 Fatalidad
Entretanto Milady, ebria de cólera, rugiendo sobre el puente del navío como una leona a la que embarcan, había estado tentada de arrojarse al mar para ganar la costa, porque no podía hacerse a la idea de que había sido insultada por D’Artagnan amenazada por Athos y que abandonaba Francia sin vengarse de ellos. Pronto esta idea se había vuelto tan insoportable para ella que, con riesgo de lo que de terrible podía ocurrir para ella misma, había suplicado al capitán arrojarla junto a la costa; mas el capitán, apremiado para escapar a su falsa posición, colocado entre los cruceros franceses a ingleses como el murciélago entre las ratas y los pájaros, tenía mucha prisa en volver a ganar Inglaterra, y rehusó obstinadamente obedecer a lo que tomaba por un capricho de mujer, prometiendo a su pasajera, que además le había sido recomendada particularmente por el cardenal, dejarla, si el mar y los franceses lo permitían, en uno de los puertos de Bretaña, bien en Lorient, bien en Brest; pero, entretanto el viento era contrario, la mar mala, voltejeaban y daban bordadas. - Nueve días después de la salida de Charente, Milady, completamente pálida por sus penas y su cólera, vela aparecer sólo las costas azules del Finisterre.
Calculó que para atravesar aquel rincón de Francia y volver junto al cardenal necesitaba por lo menos tres días; añadid un día para desembarco, y eran cuatro; añadid esos cuatro días a los otros nueve, y eran trece días perdidos, trece días durante los que tantos acontecimientos importantes podían pasar en Londres. Pen”dudablemente que el cardenal estaría furioso por su regreso y que por consiguiente estaría más dispuesto a escuchar las quejas que se lanzarían contra ella que las acusaciones que ella lanzarfa contra los otros. Dejó, por tanto, pasar Lorient y Brest sin insistirle al capitán que, por su parte, se guardó mucho de dar aviso. Milady continuo, pues, su ruta, y el mismo día en que Planchet se embarcaba de Portsmouth para Francia, la mensajera de su Eminencia entraba triunfante en el puerto.
Toda la ciudad estaba agitada por un movimiento extraordinario: cuatro grandes bajeles recientemente terminados acababan de ser lanzados al mar; de pie sobre la escollera engalanado de oro, deslumbrante, según su costumbre, de diamantes y pedrerías, el sombrero de fieltro adornado con una pluma blanca que volvía a caer sobre su hombro, se veía a Buckingham rodeado de un estado mayor casi tan brillante como él.
Era una de esas bellas y raras jornadas de invierno en que Inglaterra se acuerda de que hay sol. El astro pálido, pero sin embargo aún espléndido, se ponía en el horizonte empurpurando a la vez el cielo y el mar con bandas de fuego y arrojando sobre las torres y las viejas casas de la ciudad un último rayo de oro que hacía centellear los cristales como el reflejo de un incendio. Milady, al respirar aquel aire del océano más vivo y más balsámico a la proximidad de la tierra, al contemplar todo el poder de aquellos preparativos que ella estaba encargada de destruir, todo el poderío de aquel ejército que ella debía combatir sola - ella mujer - con algunas bolsas de oro, se comparó mentalmente a Judith, la terrible judía, cuando penetró en el campamento de los Asirios y cuando vio la masa enorme de carros, de caballos, de hombres y de armas que un gesto de su mano debía disipar como una nube de humo.
Entraron en la rada pero cuando se aprestaban a echar el ancla, un pequeño cúter formidablemente armado se aproximó al navío mercante declarándose guardacostas, a hizo echar al mar su bote, que se dirigió hacia la escala. Aquel bote llevaba un oficial, un contramaestre y ocho remadores; sólo el official subió a bordo, donde fue recibido con toda la deferencia que inspira un uniforme.
El oficial se entretuvo algunos instantes con el patrón, le hizo leer un papel de que era portador y, por orden del capitán mercante, toda la tripulación del navío, marineros y pasajeros, fue llevada al puente.
Cuando concluyó aquella especie de pase de lista, el oficial preguntó en voz alta del punto de partida de la bricbarca, de su ruta, de sus puntos de tierra tocados, y a todas las preguntas el capitán satisfizo sin duda, y sin dificultad. Entonces el oficial comenzó a pasar revista de todas las personas una tras otra y, deteniéndose en Milady, la consideró con gran cuidado, pero sin dirigirle una sola palabra.
Luego volvió al capitán, le dijo aún unas palabras; y como si fuera a él a quien en adelante el navío debiera obedecer, ordenó una maniobra que la tripulación ejecutó al punto. Entonces el navío se puso en marcha, siempre escoltado por el pequeño cúter, que bogaba borda con borda - a su lado, amenazando su flanco con la boca de sus seis cañones; mientras, la barca seguía la estela del navío, débil punto junto a la enorme masa.
Durante el examen que el oficial había hecho de Milady, Milady, como se supondrá, lo había devorado por su parte con la mirada. Mas, sea el que fuere el hábito que esta mujer de ojos de llama tuviera de leer en el corazón de aquellos cuyos secretos necesitaba adivinar, esta vez encontró un rostro de una impasibilidad tal que ningún descubrimiento siguió a su investigación. El oficial, que se había detenido ante ella y que sigilosamente la había estudiado con tanto cuidado, podía tener entre veinticinco y ventiséis años; era blanco de rostro, con ojos ; azul claro algo sumidos; su boca, fina y bien dibujada, permanecía inmóvil en sus líneas correctas; su mentón, vigorosamente acusado, de notaba esa fuerza de voluntad que en el tipo vulgar británico no es ordinariamente más que cabezonería; una frente algo huidiza, como conviene a los poetas, a los entusiastas y a los soldados, estaba apenas sombreada por una cabellera corta y rala que, como la barba que cubría la parte baja de su rostro, era de un hermoso color castaño oscuro.
Cuando entraron en el puerto era ya de noche. La bruma espesaba aún más la oscuridad y formaba en torno de los fanales y de las linternas de las escolleras un círculo semejante al que rodea la luna cuando el tiempo amenaza con volverse lluvioso. El aire que se respiraba era triste, húmedo y frío.
Milady, aquella mujer tan fuerte, se sentía tiritar a pesar suyo.
El oficial se hizo indicar los bultos de Milady, hizo llevar su equipaje al bote, y una vez que estuvo hecha esta operación, la invitó a ella misma tendiéndole su mano.
-¿Quién sois, señor - preguntó ella-, que habéis tenido la bondad de ocuparos tan particularmente de mí?
-Debéis saberlo, señora, por mi uniforme; soy oficial de la marina inglesa - respondió el joven.
-Pero ¿es costumbre que los oficiales de la marina inglesa se pongan a las órdenes de sus compatriotas cuando llegan a un puerto de Gran Bretaña y lleven la galantería hasta conduciros a tierra?
-Sí, Milady, es costumbre, no por galantería sino por prudencia, que en tiempo de guerra los extranjeros sean conducidos a una hostería designada a fin de que queden bajo la vigilancia del gobierno hasta una perfecta información sobre ellos.
Estas palabras fueron pronunciadas con la cortesía más puntual y la calma más perfecta. Sin embargo, no tuvieron el don de convencer a Milady.
-Pero yo no soy extranjera, señor - dijo ella con el acento más puro que jamás haya sonado de Porstmouth a Manchester-, me llamo lady Clarick, y esta medida…
-Esta medida es general, Milady, y trataríais en vano de sustraeros a ella.
-Entonces os seguiré, señor.
Y aceptando la mano del oficial, comenzó a descender