Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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los que se encuentran ya en el Cielo!»

      Amaury creía hallarse bajo el peso de un encanto; avergonzábase de sí mismo al sentir tan dulce impresión por verse en aquel jardín, paraíso de su infancia, unida con la de Magdalena. Visitó el bosque de tilos donde por primera vez se dijeron que se amaban y los recuerdos de este primer amor le parecieron llenos de encantos, pero desnudos de toda doliente impresión. Sentose entonces bajo el pabellón de lilas, en aquel banco fatal donde había dado a Magdalena el mortal beso.

      Trató de llenar su memoria con los detalles más punzantes de su enfermedad: habría dado cualquier cosa por sentir correr nuevamente por sus mejillas las copiosas lágrimas que seis meses antes habían brotado de sus ojos; pero éstos se habían secado ya. Sintió que se apoderaba de su ser una voluptuosa languidez; cerró los ojos; se concentro en sí mismo; oprimiose el corazón para sacar de él algunas lágrimas; pero todo fue inútil.

      Parecía que Magdalena estaba a su lado; el aire que pasaba sobre su rostro era el soplo de la joven; racimos de ébano que acariciaban su frente eran sus cabellos flotantes; la ilusión era extraordinaria, inaudita, viva; parecíale sentir hundirse el banco en el cual estaba sentado, como si un dulce peso hubiese venido a aumentar el suyo; su boca estaba jadeante, su pecho se levantaba y hundía; la ilusión era completa. Murmuró algunas palabras incoherentes y alargó la mano…

      Otra mano tomó la suya.

      Amaury abrió los ojos y lanzó un grito de terror. Una mujer estaba a su lado.

      —¡Magdalena!—exclamó.

      —¡Ay! no—respondió una voz;—es Antoñita.

      —¡Oh, Antoñita!—exclamó el joven estrechándola contra su corazón y hallando en la plenitud de una alegría sobrado grande tal vez, las lágrimas que había buscado en vano en su dolor.—Ya lo ve usted; estaba pensando en ella.

      Este era el grito del orgullo satisfecho; había allí una persona para ver llorar a Amaury y Amaury lloraba. Había una persona a la cual podía contar lo que sufría y lo dijo con tan sincero acento que casi llegó a imaginarse que él mismo creía en la sinceridad de su dolor.

      —Sí—dijo Antoñita,—por lo mismo que he sospechado que estaba usted aquí entregado al dolor, he venido a suplicarle que venga a la sala.

      —Iré. Deje usted solamente que se sequen mis lágrimas.

      Comprendiendo Antoñita que podía notarse su ausencia desapareció más ligera que una gacela. Amaury siguió con los ojos la estela de su vestido blanco y viola subir la escalera, rápida y fugitiva como una sombra; en seguida se cerró tras ella la puerta que daba acceso a la casa.

      Diez minutos después, cuando Amaury entró en el salón, el conde de Mengis fijó en él su mirada compasiva y dijo a su mujer que reparase en los ojos enrojecidos del joven.

      Capítulo 46

      Índice

      Creemos haber hecho en el último capítulo el elogio del constante buen humor de Antoñita, y, una de dos; o han sido prematuras nuestras apreciaciones, o la llegada de los flamantes huéspedes turbó el estado de beatitud y calma de su espíritu, que repentinamente se tornó caprichoso y versátil.

      Es lo cierto que en el breve, transcurso de un mes cambiaron tres veces de objeto las atenciones y preferencias de Antoñita, y a fuer de meros cronistas nos limitaremos a consignarlo así.

      Como reinaron los emperadores bizantinos, cuya historia está formada por tres períodos, a saber: triunfo, decadencia y ruina, así Amaury, Raúl y Felipe gozaron sucesivamente durante diez días cada uno la privanza de Antoñita.

      De tan efímeros reinados vamos a dar algunas noticias incompletas, que seguramente el lector sabrá complementar con discreción y perspicacia.

      En las cuatro veladas que siguieron a la ya consignada, el que obtuvo mejor acogida fue, sin duda, Amaury, a pesar de la inteligencia y habilidad con que Raúl desplegó las galas de su ingenio para hacerse agradable. En cuanto a Felipe, diremos que pasó inadvertido, anulado en absoluto, por el brillo de sus dos rivales, y por lo que toca a Antoñita será justo consignar que, otorgando el premio de sus atenciones a tenor del mérito de los solicitantes, estuvo encantadora con el primero, graciosamente amable con el segundo, y fríamente cortés con el tercero.

      Organizadas las partidas de juego y generalizada la conversación, procuraba siempre Amaury ocupar el asiento más próximo a Antoñita, y acontecía que en medio de la garrulería de los demás, ellos dos, conversando en voz baja parecían silenciosos; tan quedamente departían.

      Como Antoñita manifestase deseos de leer un libro italiano titulado Le Ultime Lettere di Jacopo Ortis, Amaury, que tenía esa obra en su biblioteca, y entre las más estimadas por cierto, fue al día siguiente a entregársela a la señora Braun; pero habiéndose encontrado por casualidad con Antonia en la antesala, no pudo menos de cambiar con ella algunas palabras.

      Otro día, encargose Amaury de buscar autógrafos notables para llenar un álbum de Antoñita; algún tiempo después, como tardase mucho Froment Messrice, el Benvenuto Cellini de la época, en cincelar una pulsera para la joven, Amaury se la llevó triunfalmente después de arrebatársela al artista, y por fin, cierta noche que jugaba distraído con una llavecita de oro se la guardó por distracción en el bolsillo, viéndose obligado al otro día por la mañana a devolverla por si Antoñita la necesitaba.

      No paró todo en esto. Durante su viaje por Alemania, Amaury no había montado a caballo, o por lo menos no lo había hecho en caballo de su gusto y estaba deseoso de cabalgar, tanto como puede estarlo un buen jinete privado por largo tiempo de su ejercicio favorito; así, todas las mañanas salía a pasear sobre su fiel Sturm, dando sus matinales paseos a capricho del noble bruto que parecía seguir con fruición el mismo camino que en otro tiempo. Así, pues, nadie extrañará, que Antoñita, ya que ella madrugaba más que la pobre Magdalena, contestase cotidianamente desde la ventana por donde pocos meses antes había presenciado la partida del joven y de su tío, al amable saludo de Amaury, saludo siempre acompañado de una seña o de una sonrisa.

      Desde aquel instante el inteligente Sturm disponíase a cambiar la marcha, y apenas doblaba la esquina partía al galope, repitiéndose los mismos hechos a la vuelta. El instinto de Sturm era admirable.

      Después del interminable invierno que había pasado Amaury en Alemania, sentíase renacer a nueva vida y era su corazón tan sensible como en la adolescencia. Se sentía feliz, aunque no acertaba a dar con la causa de su dicha, y alzaba con gallardía su frente tanto tiempo inclinada bajo el peso del dolor y el desengaño, hallándose más dispuesto a la indulgencia con los demás y más enamorado de la existencia.

      Pero un día desvaneciose el encanto. Habiéndose mostrado Amaury más galante que nunca y más delicadamente afectuoso con Antoñita, renovando sus apartes con más frecuencia que otras veces y prolongándolos como nunca, el conde, que aunque parecía absorto en el juego, lo veía todo, acercose a Antoñita al despedirse y le dijo después de besarla en la frente:

      —Oiga, usted, hipocritilla: ¿Por qué tenía tan callado que Amaury, el inconsolable disfrazado de hermano, procedía como novio tratando de pasar por tutor para mejor cortejar a su pupila? ¡Qué diantre! Todavía no es tan viejo que pueda asemejarse a un Bartolo, ni yo tan necio que me resigne a desempeñar el papel de Geronte. ¡Vaya! ¡vaya!… Pero no se sonroje

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