Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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el renacimiento universal que me rodea. Al buscar la muerte, encuentro por doquier el esplendor de la vida, que se me muestra pujante y vigorosa. ¡Oh, sarcasmo cruel! ¡Cuántas veces me echo en cara mi ruin cobardía y cuan odiosa se me hace esa necia sociedad a la cual me creí superior en un instante de insensato orgullo!

      »Hasta siento a veces tentaciones de ir a hacerme matar en África, ante el temor de que me falte la fuerza de ánimo suficiente para darme la muerte por mí mismo.

      »No sé si tengo cabal el juicio. Perdone usted, Antonieta, estas incoherencias y con ellas mi silencio y el mal efecto que haya podido causarle. Tenga usted en cuenta mis sufrimientos.

      »¿Recuerda usted el consejo que da Hamlet a Ofelia? Pues así como él le dice: Ingresa en un convento», yo también siento deseos de decirle a »usted: «Get thee to a nunnery

      »Sí, Antoñita. Enciérrate en un convento, porque en el mundo no hay juramentos eternos, ni dolores profundos ni amor duradero: todo aquí es falso y fugaz. Tropezarás con un hombre que parecerá que te ama, que así te lo jurará de buena fe, quizá, que querrá morir contigo si tu mueres, pero que lejos de ir a buscarte a la tumba, volverá a los pocos meses a verse pletórico de vida y de salud. Get thee to a nunnery.

      »Deseo ver al padre de Magdalena antes que vaya a reunirse con su hija, para caer de hinojos a sus pies y pedirle perdón. Iré, pues, a París; no sé cuándo, pero será antes del mes de mayo, yo se lo aseguro a usted.

      »Se acerca ya el buen tiempo; iniciarase la era de los viajes, y a las orillas del Rhin, vendrá a reunirse una sociedad de la que yo quiero huir a toda costa. El mejor medio para evitar su encuentro, es refugiarme en ese París que todo el mundo abandona en el verano.

      »Además, allí me lleva el deseo de verla a usted, a quien debo una expiación por mis culpas. Sus cartas, esas cartas que me han seguido y a las que no he contestado, han conmovido mi ser. Al leerlas paréceme tener delante a una hermana cariñosa, encantadora en su tristeza, risueña y llorosa a un tiempo, pidiéndome estrecha cuenta por el abandono de que en medio de mi dolor egoísta la hacía objeto, olvidándome del suyo.

      »Sí, Antoñita; quiero que usted me perdone, y para ello debo confiarle mi suerte, someterme a sus generosas inspiraciones, y poner en sus manos este pobre corazón abatido por el infortunio, lacerado por la pena.

      »Amaury.»

       Diario del Doctor Avrigny

      «El doctor Gastón ha venido a visitarme pretextando querer celebrar conmigo una junta; pero en realidad, con el solo propósito de verme. Ya me explico su deseo: Antoñita le ha dicho que estoy enfermo y él ha querido examinarme.

      »Pero yo, sospechando la verdad, me he negado a recibirle. Quiero guardar para mí solo, substrayéndolo a toda mirada extraña, el tesoro que Dios se digna enviarme.

      »Mucho tiempo he pasado en la incertidumbre; pero hoy ya los síntomas no ofrecen la menor duda: estoy atacado de una cerebritis, de una de esas raras dolencias que siguen casi siempre a un dolor moral intenso.

      »Se me presenta magnífica ocasión de hacer en mi propio cuerpo estudios que habrán de ser sumamente curiosos para la ciencia, pues nada hay más interesante para el médico que seguir las fases que una enfermedad recorre libremente al través de un organismo humano sin tropezar con trabas que traten de detener sus progresos.

      »Atravieso el primer período. En ocasiones noto que momentáneamente he perdido la memoria, y a este fenómeno suceden extrañas exaltaciones, dolores de cabeza, tan agudos como pasajeros, y contracciones parciales, que con frecuencia, y cuando menos lo espero, me hacen caer en mi asiento o privan de movimiento a mis brazos cuando los alargo en busca de algún objeto.

      »De aquí a dos o tres meses todo habrá terminado y no sufriré ya.

      »¡Dos o tres meses! ¡Qué largo es ese plazo!

      »Mas, ¡cuán ingrato soy! ¡Perdóname, Dios mío!

      Capítulo 43

      Índice

      El 1.º de mayo hacia las once de la mañana como tenía de costumbre, llegó Antoñita a Ville d'Avray, encontrando al doctor Avrigny inclinado un grado más, hacia la sepultura.

      Desde algún tiempo acá notaba en aquella inteligencia, antes vigorosa, extrañas distracciones y algo así como un principio de insania.

      El espíritu se perturba como la vista a fuerza de mirar siempre hacia un mismo objeto y así la única idea que irradiaba en las tinieblas de aquella triste existencia, la arrastraba como un fuego fatuo hacia los abismos de la locura a fuerza de contemplar la muerte.

      No obstante, el 1.º de mayo, haciendo un supremo esfuerzo, y como estimulado por la rapidez del tiempo, quiso informarse con mayor solicitud aún que en las anteriores visitas de la vida presente y de los proyectos que su sobrina había trazado para el porvenir.

      Antonia procuraba evadir la conversación siempre enojosa; pero el doctor insistió diciendo con alegre y serena sonrisa:

      —Oye, Antoñita, no trates de engañarme, hazte cargo de la realidad. Presiento ya mi fin, y mi alma que, en efecto, está más impaciente que el cuerpo, empieza por abandonar a intervalos este mundo para volar al otro en ensueños y divagaciones. Este es mi estado y podrás creerme que me congratulo de ello, porque el hecho de que un cerebro se rebele contra mi voluntad es un síntoma de lúcido y antes de que me abandone del todo, quiero pensar en ti, querida hija de mi hermana, para que tu madre me reciba allá arriba con satisfacción. Primeramente: ¿A quién sueles recibir en tu casa, Antoñita?

      La sobrina del doctor empezó a nombrar a aquellas de sus antiguas amistades que no habían cesado de visitar la casa de la calle de Angulema, citando por último a Felipe Auvray.

      El enfermo recapacitó.

      —¿Ese Felipe Auvray no es amigo de Amaury?

      —Sí, señor.

      —¿Uno muy elegante?

      —¡Oh! no, tío.

      —Pero joven y de gran posición, ¿no es eso?

      —Sí.

      —¿Noble?

      —No.

      —¿Te ama?

      —Lo sospecho.

      —¿Y tú a él?

      —Ni un comino.

      —A eso se llama contestar categóricamente. Pero, ¡vamos! ¿no amas a otro?

      —Mi pecho no alberga otro amor que el de usted, tío—respondió la joven suspirando.

      —Antoñita, eso no basta. Dentro de un mes o dos yo voy a dejar de existir, y si sólo me amas a mí no quedará nadie que te ame.

      —¡Oh! tío de mi alma, espero que se habrá usted equivocado.

      —No

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