Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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ventana abre por casualidad sobre su tumba, de suerte que a lo menos podré contemplarla en el momento de morir.

      En aquel momento dirigió los ojos hacia el lugar donde reposaba Magdalena, y levantose de súbito, apoyando la mano sobre uno de los brazos de su butaca con una fuerza insólita, exclamando con visible emoción:

      —¿Quién es aquel que está ante la tumba de Magdalena? Dime, ¿quién es?

      Después sentose de nuevo, diciendo:

      —¡Ah! no es un extraño: es él.

      —¿Quién?—exclamó Antoñita precipitándose al exterior.

      —¡Amaury!—respondió el doctor.

      —¡Amaury!—repitió Antoñita, apoyándose en el muro, porque se sintió desvanecer.

      —Sí. A su vuelta, ha querido hacer a esa tumba su primera visita.

      Y dicho esto volvió a quedar el doctor en su inamovilidad y silencio de costumbre.

      Antoñita quedó asimismo muda e inmóvil, mas por una causa totalmente diversa. El doctor no sentía nada; ella, en cambio, sentía excesivamente.

      El que acababa de llegar era, efectivamente, Amaury, quien se había hecho llevar en seguida al cementerio. Una vez allí se arrodilló sobre la tumba, oró durante diez minutos y luego dirigiose hacia la la puerta con ánimo de retirarse.

      Antoñita experimentó un extraño desfallecimiento, pues comprendió que iba a entrar en la estancia.

      Efectivamente, unos segundos después, oyéronse los pasos de alguien que subía la escalera, abriose la puerta y apareció Amaury.

      A pesar de estar advertida, Antoñita no pudo reprimir un grito que pareció despertar al doctor de su letargo y de su postración.

      —¡Amaury!—exclamó Antoñita.

      —¡Amaury!—dijo tranquilamente el doctor, cual si se hubiese separado la víspera de su pupilo.

      Tendiole la mano y Amaury se le acercó y se postró ante él de hinojos.

      —Bendígame, padre mío,—dijo.

      El doctor puso, sin decir palabra, las manos sobre su cabeza.

      Amaury permaneció unos momentos en esta posición mientras sus ojos vertían abundantes lágrimas. Antoñita hacía lo mismo; sólo el viejo permanecía impertérrito.

      Por fin, levantose el joven y acercándose a Antoñita le besó la mano. Luego, los tres se contemplaron un instante en el mayor silencio.

      El efecto que el doctor produjo a Amaury era de los más deplorables. Después de ocho meses de ausencia le encontraba más cambiado que si hubiesen transcurrido ocho años. Su pecho se había encorvado, su frente estaba llena de arrugas, la voz le temblaba, y sus cabellos se habían puesto blancos como la nieve.

      No era ya más que una ruina.

      Respecto a Antoñita, no parecía sino que el tiempo, al trazar cada día una nueva arruga en el rostro del anciano, había añadido una gracia más al bello semblante de la joven.

      En efecto, Antoñita estaba más encantadora que nunca y nada había más hechicero que la elegante y ondulosa línea de su talle. Las rosadas ventanas de su graciosa nariz, aspiraban ávidamente la vida, y sus negros y rasgados ojos, parecían tan capaces de expulsar la melancolía como el gozo, tan fáciles para la ternura como para la tristeza. Su cutis tenía la frescura y el aterciopelado del albérchigo; su boca el carmín de la cereza; sus manos eran diminutas, blancas, mórbidas y venosas; sus pies minúsculos.

      Amaury la estaba contemplando y no acertaba a reconocerla. Era una hurí, una musa, un hada, que aparecía de pronto ante sus ojos.

      Consistía esto en que antaño, cuando Antoñita estaba cerca de Magdalena, la miraba raras veces y sin ninguna atención.

      Por su parte, Antoñita le encontraba muy cambiado, quizá mejorado. La soledad no le había perjudicado, y el pesar, en vez de ajar su semblante, había impreso en él un sello de gravedad que no le sentaba mal. El hábito de pensar, que su turbulenta ociosidad no conocía, había dotado su mirada de una expresión más profunda y ensanchado su frente. Además las largas excursiones por las montañas, habían fortificado su organismo, como las ideas y reflexiones lo habían hecho a su vez con su energía moral y su voluntad. La palidez de su rostro le hacía más espiritual, más serio y sencillo, más hombre, en una palabra.

      Al través de sus entornados ojos, Antoñita le contemplaba y sentía agitarse en su espíritu mil confusos pensamientos.

      El doctor rompió el silencio.

      —Te encuentro mejor, Amaury—dijo,—y tú también debes encontrarme mejor a mi, ¿no es verdad?—añadió con intención.

      —Efectivamente—respondió el joven:—es usted muy dichoso y le doy por ello mi enhorabuena. ¡Qué le vamos a hacer! Es la voluntad de Dios manifestada por la Naturaleza que no tiene el hábito de obedecerme como a usted. Ahora—añadió con gravedad,—estoy resuelto a vivir mientras al Señor le plazca.

      —¡Oh! ¡Gracias, Dios mío!—dijo Antoñita con las lágrimas en los ojos.

      —¡Vas a vivir!—repuso el doctor.—Está bien. Así te he conocido yo siempre, sincero y animoso. Apruebo tu resolución. ¡Vive!

      A decir verdad no ocultaré que casi me avergüenza el pensar que el dolor del padre ha sido más intenso y más mortífero que el del novio, pero al reflexionarlo con detención pienso que quizá no es cosa tan admirable, el sucumbir de pena, como el vivir en la viudez solo, grave y resignado, tratando con generosa, bondad a los demás hombres, tomando parte en sus actos sin menospreciarles, y en sus ideas sin que ejerzan en el ánimo influjo alguno.

      —Esa, padre, es la vida, que quiero llevar, ése es el papel que en efecto me está reservado para el porvenir—dijo Amaury.—¿No es verdad que el que haya aguardado más, será el que más habrá apurado el cáliz de amargura?

      —Perdónenme—exclamó Antoñita, sintiéndose conmovida, por aquel pugilato de estoicos.—Bien está que hablen así dos hombres, fuertes, grandes y superiores, pero, tengan en cuenta que yo estoy aquí y no puedo oír estas cosas sin gran pesar de mi alma. Atiendan a que están ante una mujer débil y medrosa, que no entiende nada de estas cosas, pero a quien trastorna el tono en que están pronunciadas.

      Dejemos a Dios estas altas cuestiones de la vida y de la muerte, y hablemos de su regreso, Amaury, de la alegría con que le vemos después de haberle esperado tanto tiempo.

      Y diciendo esto la encantadora joven estrechó candorosamente las manos de Amaury. Luego estampó un beso en las pálidas mejillas del doctor, logrando así que aquellos dos filósofos se atemperaran a su humor más plácido y más sereno.

      —¡Vamos!—exclamó el doctor,—ya que este día pertenece a mis hijos por entero, hay que aprovecharlo bien. Muy pronto me veré en la imposibilidad de repetir semejante oferta.

      De este modo pudieron Amaury y Antoñita renovar sus antiguas conversaciones. Enterose el doctor de los propósitos del joven, poniendo freno con la exquisita

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