Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Читать онлайн книгу Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas страница 63
—¿De ese modo—exclamó Amaury,—me supone capaz de olvidar algún día a Magdalena?
Antoñita palideció.
—Nada supongo, Amaury—dijo el anciano meneando la cabeza;—- he vivido, he visto y sé. Sea de esto lo que quiera, puesto que has aceptado el papel de padre joven de Antoñita, procura, amigo mío, ser ante todo misericordioso y bueno.
—Y no me reprenda—añadió Antoñita con ligero acento de amargura,—el haber confesado un instante que después de haber amado a Magdalena podía amarse a otra. No me reprenda: estoy arrepentida.
—¡Ah! ¿Quién puede reprenderla, Antoñita, ángel de dulzura?—dijo Amaury, que no había reparado en el amargo sentimiento que habían inspirado sus palabras en la joven.
En aquel momento José, fiel a la consigna dada, vino a anunciar que ya era la hora de partir y que estaba listo el coche que debía conducir a Antoñita.
—¿Acompaño a Antoñita?—preguntó Amaury al doctor.
—No, amigo mío—replicó el doctor.—A pesar de tus funciones paternales, eres muy joven todavía, y es preciso conservar ante el mundo el más estricto decoro.
—Pero le advierto—dijo Amaury.—que ya he despachado el carruaje en que he venido.
—No tengas cuidado: queda otro coche a tus órdenes. Aun hay más: como no puedes continuar viviendo en la calle de Angulema y como sin duda quieres visitar a Antoñita en París, te suplico que no le hagas visita alguna sin ir acompañado de alguno de mis más íntimos amigos. Mengis, por ejemplo, va a verla tres veces por semana y a horas fijas. El puede acompañarte y lo hará con mucho gusto, como lo ha hecho siempre con Felipe.
—De ese modo, ¿se me considera como una persona extraña?
—No, Amaury; eres mi hijo, a mis ojos y a los de Antonia; pero a los del mundo, eres un joven de veinticinco años y nada más.
—No dejará de ser divertido, encontrarme sin cesar a ese Felipe que no puedo sufrir y que pensaba no volver a ver jamás.
— ¡Oh! déjele venir—exclamó Antoñita,—aunque no sea más que para hacerse cargo del recibimiento que le hago y convencerse de que es muy difícil el tratar de desanimarle cuando persiste en sus visitas.
—¿De veras?—dijo Amaury.
—Juzgará usted mismo.
—¿Cuándo?
—Desde mañana, el conde de Mengis y su esposa quieren consagrar a su pobre reclusa las tertulias de los martes, jueves y sábados. Venga mañana que es sábado.
—Mañana… —murmuró Amaury vacilando.
—¡Oh! venga, venga, se lo suplico—insistió Antoñita.—Hace tanto tiempo que no nos vemos que debemos tener muchas cosas que decirnos.
—Ve, Amaury, ve—dijo el anciano.
—Pues bien, hasta mañana, Antoñita—dijo el joven.
—Hasta mañana, hermano mío—respondió Antoñita.
—Y yo, hijos míos, hasta dentro de un mes—dijo el doctor, que había escuchado su discusión con melancólica sonrisa;—y si durante este mes soy necesario por cualquier motivo, tendré abierta mi casa para ambos.
Y apoyado en el brazo de José, los acompañó hasta sus coches respectivos.
Cuando se disponían a partir, les dio un abrazo, y les dijo:
—Adiós, amigos míos.
—Adiós, nuestro buen padre—contestaron los jóvenes.
—¡Amaury—exclamó Antoñita, en tanto que José cerraba la portezuela,—acuérdese de los martes, jueves y sábados!
Y dirigiéndose al cochero, le dijo:
—Calle de Angulema.
—Calle de Maturinos—dijo Amaury al suyo.
—Y yo—murmuró el doctor, después de haberlos visto alejarse,—y yo al sepulcro de mi hija.
—Y apoyado en el brazo de su fiel criado, el anciano tomó el camino del cementerio para ir, como todos los días, a dar las buenas noches a Magdalena.
Capítulo 44
Al siguiente día se presentó Amaury en casa del conde de Mengis, el cual no era un extraño para él, por haberle visto más de veinte veces en casa del doctor Avrigny. Verdad es que sus relaciones habían sido frías y puramente corteses; hay cierto imán que atrae a la juventud hacia la juventud, mientras que por el contrario hay cierta repulsión que aleja al joven del viejo.
Una carta de Antoñita precedió a Amaury en casa del conde, pues la joven había querido advertir a su anciano amigo de las intenciones del doctor Avrigny, en cuanto al papel de protector que había dado, o más bien dejado tomar a su pupilo, y prevenir de este modo preguntas, dudas o admiraciones que hubieran podido embarazar u ofender a Amaury.
—Me alegro mucho—le dijo el conde,—- de que mi pobre y querido doctor me haya dado por compañero en la tutela oficiosa de Antoñita un segundo que merced a su juventud, sabrá leer mejor que yo en un corazón de veinte años y que, por el privilegio que goza de ver a Avrigny, podrá instruirse sobre los planes de mi amigo.
—¡Ay, caballero!—respondió Amaury con triste sonrisa.—Mi juventud ha envejecido mucho desde que no tengo el honor de verle y he echado de menos tantas cosa en mi propio corazón durante los seis meses que acaban de transcurrir, que no sé en verdad si será bastante hábil para sondear el corazón de los demás.
—Sí, ya sé—respondió el conde,—la desgracia que le ha sobrevenido y comprendo cuán terrible ha sido para usted ese golpe. Su amor a Magdalena era uno de esos amores fuertes que ocupan todo el lugar en la vida; pero cuanto más amase a Magdalena más imperioso es el deber que tiene de velar sobre su prima, sobre su hermana, porque así era, si mal no recuerdo, como Magdalena llamaba a nuestra querida Antoñita.
—Sí, señor; Magdalena amaba santamente a nuestra pupila, aunque durante los últimos tiempos esta amistad pareció entibiarse. Pero el mismo Avrigny decía que esto era una aberración de su enfermedad, un capricho de su delirio.
—Pues bien, hablemos seriamente. Nuestro querido doctor desea casarla, ¿no es eso?
—Así lo creo.
—Y yo estoy seguro. ¿No le ha hablado a usted de cierto joven?
—Me ha hablado de varios.
—¿Pero del hijo de uno de sus amigos?
Amaury vio que no podía retroceder.
—Ayer