Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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»No me es molesto, aunque él lo está muchas veces, y hay momentos en que me mueve a lástima.
»¡Pobre muchacho! Le aseguro a usted, Amaury, que no es nada peligroso, y le prometo que han de pasar más de seis meses antes que el apocado Felipe se atreva a hacerme la menor insinuación amorosa.
»No he creído necesario hablarle, a mi tío de asunto tan baladí. No es cosa de molestarle con tan poco fundamento; el pobre está cada día más abatido y es muy de temer que no tarde mucho en reunirse con su hija. En eso cifra él toda su dicha, que a mí me arrancará muchas lágrimas el día en que él la alcance.
»Es indudable que está herido mortalmente, no sé si a causa de la pena o de alguna dolencia originada por la concentración de su dolor.
»Acerca de esto consulté un día al doctor Gastón, aquel médico joven a quien usted concede gran talento, y él me dijo que todo trastorno moral en que se complazca el enfermo tiene grave transcendencia, sobre todo a una edad ya avanzada. Me preguntó si podría conversar siquiera cinco minutos con mi tío, asegurándome que con ello tendría suficiente para examinar al doctor Avrigny y ver por los síntomas que le ofrezca si además de la pena que le consume padece en efecto una verdadera enfermedad física.
»Yo le prometí hacer cuanto estuviera en mi mano para que celebrase esa entrevista, pero aun no lo he logrado hasta la fecha. He dicho a mi tío que el doctor Gastón a quien él ha hecho nombrar médico de palacio y que es uno de sus discípulos más queridos tenía que consultarle acerca del tratamiento que debía adoptar para con un cliente suyo; pero él, lejos de caer en la red me contestó:
»—Ya sé de quién se trata y no veo la necesidad de tal consulta. Dile, hija mía, que es inútil todo remedio, pues la enfermedad de ese cliente es mortal.
»Y al ver que yo no podía contener mis lágrimas, agregó:
»—No llores, Antoñita, no te intereses por esa persona. Aún le restan algunos meses de vida y entretanto estará Amaury de vuelta.
»¡Dios mío! ¡Me asusto al pensar en que mi tío pueda morir estando usted tan lejos y yo aquí sola, absolutamente sola!
»Echaba usted de menos una compañera con quien compartir el arrobamiento que le produce la contemplación de los magníficos espectáculos que la Naturaleza le ofrece a cada instante… ¿No me es a mí más necesario un amigo que confunda sus lágrimas con las mías? Yo tengo, sí, ese amigo; pero me separan de él la distancia y sus propios pesares, que lo alejan de mí más que la distancia…
»¿Por qué está usted tan lejos y tan solo, Amaury, amigo mío? ¿Por qué se condena voluntariamente a una soledad tan triste? ¿Qué ventajas le reporta el permanecer extraño a cuanto hay en torno suyo? Si usted regresase sufriríamos siquiera los dos juntos…
»¡Oh! ¡Vuelva, vuelva, usted, Amaury!… Se lo ruega su hermana,
»Antonia.»
Antonia a Amaury «2 de marzo.
«Habiéndome dicho el señor conde de Mengis que un sobrino suyo al pasar por Heidelberg se enteró de que usted estaba en esa ciudad le escribo esta carta confiando en que será más afortunada que las anteriores cuya contestación aguardo todavía.
»¿Qué es lo que le pasa, Amaury? Hace cerca de dos meses que nada sé de usted. Le he escrito en ese tiempo tres cartas y en todas le manifestaba mi creciente angustia. ¿Las ha recibido usted? ¡Oh! Si hubiesen llegado a sus manos, estoy segura de que no habría permanecido tan callado sabiendo cuánta pesadumbre me causa su silencio.
»Al saber ahora que aún vive y a dónde debo dirigirle mis cartas escribo por cuarta vez. Si ésta no obtiene respuesta inferiré que soy importuna y no volveré a molestarle de nuevo.
»¡Ay! ¡Cuán desgraciada soy, Amaury! Tres personas había que me amaban, y de ellas, una ha muerto, otra está al borde del sepulcro y la tercera me olvida…
»¿Es posible que quien posee un corazón tan noble y tan generoso tenga tan poca compasión de los que sufren?
»Si usted demora su vuelta y mi tío muere antes de que ésta se verifique, yo ingresaré en un convento.
»Si no contesta a esta carta ya no volveré a escribir. ¡Amaury, tenga usted compasión de su hermana!
»Antonia.«
Antonia a Amaury «10 de marzo
»No he recibido esas cartas de que usted me habla, Antoñita, o por mejor decir, no he querido recibirlas.
»La penúltima de ellas me causó una impresión tan terrible que salí de Colonia sin itinerario fijo, impulsado solamente por la idea de huir del mundo entero, hasta de usted misma…
»¿Conque, el doctor Avrigny está en camino de desligarse de la mísera existencia antes que yo? ¡Siempre ese hombre me ha de aventajar en todo! ¡Magdalena nos aguardaba a los dos y el que pretendía amarla con más vehemencia será el último en reunirse con ella!
»¿Por qué su tío, Antoñita, no permitió que me quitase la vida? ¿Por qué detuvo mi brazo con aquel falaz argumento:? «¿A qué matarnos, si la muerte ha de venir por si sola?»
»En parte no le faltaba razón, puesto que él se está muriendo; pero o nuestras naturalezas son distintas o él tiene la edad en su favor. Lo cierto es que yo no puedo morir. ¡Oh, Antonia! Usted con su carta ha hecho brillar esta terrible luz en mi espíritu. Poco a poco y sin darme cuenta de ello he ido cediendo a las imperiosas exigencias de la naturaleza y de la vida que de consuno reclamaban sus derechos.
»De día en día ha ido siendo más frecuente mi contacto con la sociedad que me rodea, hasta que en una ocasión eché de ver que sólo me distinguía de los demás hombres con quienes estaba reunido la gasa que ostentaba en el sombrero. Al volver a casa encontré la carta en que usted me pinta al padre de Magdalena próximo a reunirse con su hija, mientras yo cada vez llevo más alta la frente y me intereso más por las cosas terrenales.
»¿Serán acaso distintos el amor de padre y el de amante? ¿Será el uno un amor del cual se muere y el otro un amor que no nos mata?
»He huido de Colonia porque allí había adquirido algunas relaciones y sin quererlo yo mismo comenzaba a distraerme. He roto con todo y he venido a refugiarme en Heidelberg, para escrutar aquí mi espíritu y juzgar en la soledad y el silencio la metamorfosis que en mí se ha efectuado durante estos seis meses. ¿Se habrán agotado mis lágrimas a fuerza de llorar y se habrá cerrado mi herida por no tener ya sangre que verter? ¿Sería posible que yo llegase a curar? ¡Oh! ¡Mísera humanidad! ¿Tan flacos somos que nada, ni siquiera el dolor, perdura en nosotros?
»No lo sé. Sólo tengo por cierto que yo no puedo morir entregándome a mi pena.
»Queriendo sustraerme al bullicio de las poblaciones, me interno a veces en las montañas y en el hermoso valle de Necker, en donde la naturaleza inerte y majestuosa me brinda una paz y una tranquilidad que la