Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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Antoñita, una gran verdad que sólo sabemos apreciar cuando estamos en el extranjero, y es que la única vida que tiene realidad es la vida de París. En los demás países del mundo se vegeta con más o menos actividad, pero se vegeta al fin. Únicamente en París se agita el espíritu y progresan las ideas.

      »A pesar de reconocerlo así, Antoñita, yo sería capaz de permanecer aquí mucho tiempo si a mi lado hubiese una persona con quien hablar de ella, si compartiese usted conmigo la contemplación de estos cuadros magníficos que a mi vista se ofrecen de continuo.

      »¡Ah! ¡Si yo pudiese estrechar una mano cariñosa en esas horas de mudo arrobamiento que paso de pie ante mi balcón!… ¡si me fuese dable el ver reflejadas en una tierna mirada todas mis impresiones!… ¡si hubiese un alma a quien poder confiar mis pensamientos!…

      »Pero ¡ay!… mi destino no lo quiere. ¡Estoy condenado a vivir y morir solo!…

      »Me pregunta usted, Antonia, qué me pasa… ¿Qué quiere que yo le diga? ¿Debo entristecer con mis penas un corazón que con toda sinceridad se rebela abiertamente contra la soledad que le hiela y manifiesta deseos de compartir la vida de otro corazón que sienta lo que siente él?

      »¡Quiera Dios que se cumpla su deseo! ¡Ojalá encuentre usted esa alma que la suya está buscando y al disfrutar todas las dichas del amor no llegue a conocer sus tempestades! Porque, ¿qué sería de usted, Antoñita, si se viese arrollada por la ola del infortunio, cuando yo, que soy hombre, he sucumbido a su empuje irresistible?

      »¡Ah! Usted, Antoñita, no conoce aún el amor. El amor es fuente de goces y de dolores, es embriaguez y fiebre, es elixir de vida y es ponzoña a un mismo tiempo. Al embriagar mata. Cuando amamos, nuestro corazón deja de latir en nuestro pecho para latir en el de otro… Renunciamos a nosotros mismos para confundir nuestra existencia con otra formando entre las dos una sola… Gozamos anticipadamente en la tierra de las dichas celestiales…

      »Pero cuando la muerte arrebata una de las dos mitades de nuestra alma trocando nuestro dulce paraíso en un infierno de desesperación y de dolor, entonces todo ha concluido. A aquel que sobrevive sólo le resta una esperanza: la muerte, que al fin y al cabo reúne en su día a los seres que ella misma ha separado.

      »Usted, Antoñita, rebosante de vida y juventud, dotada de gracia y de hermosura, tiene derecho a disfrutar la dicha que de seguro le reserva el porvenir. No se deje, pues, dominar por el dolor que a su tío y a mí nos arrastra hacia el sepulcro… El sentimiento de haber perdido a una hermana no debe abrir en su alma un abismo tan profundo como lo abre la pérdida de una novia, o de una hija.

      »¡Y sin embargo, pudiendo reemplazar con creces su afecto, está usted tan triste!… ¡Pobre Antoñita! Comprendo lo que le pasa, conozco bien su mal. La devora el amor; su espíritu, queriendo desplegar la actividad que hasta hoy se mantuvo en él latente, se revuelve y se agita anheloso de tomar parte en las grandiosas luchas pasionales. Tiene usted ansia de vida porque ésta es para su ingenua inocencia un libro del que apenas ha alcanzado a vislumbrar el prólogo, y que en sus páginas encierra un misterio que lo atrae… En descifrarlo quiere usted ejercitar las portentosas facultades con que Dios la dotó… Nada hay más justo, Antoñita: es muy legítimo y natural su deseo.

      »No se sonroje por ello, hermana mía; no se avergüence de su destino y de su naturaleza. Frecuente usted la sociedad y procure buscar en su seno un corazón que sea digno del suyo. Yo, desde el umbral de la tumba de Magdalena la seguiré con fraternal mirada haciendo votos por su felicidad.

      »Pero, ¿encontrará usted, Antoñita, ese corazón que pueda hacerla dichosa?… ¡Ay! Como el suyo hay pocos, por desgracia, y una decepción en esa materia, sería cosa terrible… Se aventura en ese albur la existencia entera, y el peligro de errar aumenta con la amplitud del campo en que se puede elegir… Hay que fiar la suerte de toda la vida al capricho del azar, hay que seguir los impulsos de un instinto que puede ser falaz, y eso es muy triste, Antoñita…

      »Sea usted muy circunspecta; proceda con mucho tiento, y no olvide que va en ello su felicidad… ¡Ah! Si yo estuviera en París la guiaría como un hermano cariñoso, y a fe que habría de ser bien descontentadizo y que sería preciso que el candidato a su mano reuniese en su persona prendas no muy comunes para que yo le apoyase…

      »A usted, Antoñita, nada le falta. Posee gracia, hermosura, fortuna, nobleza; atesora todos los encantos de la Naturaleza avalorados por su primorosa educación moral. Y no sería cosa de entregar una joya tan preciada a un hombre incapaz de comprender su valor.

      »Aunque sea a través de la distancia, tómeme por confidente, Antoñita. Yo procuraré hacerme cargo de las cosas y prevenir los acontecimientos, pues desde lejos, lo mismo que desde cerca, soy de usted en cuerpo y alma.

      »Amaury.»

      »P. S. Tenga mucho cuidado con Felipe. Le conozco bien y sé que es muy capaz de enamorarse de usted.

      »Es un ente ridículo; pero su propia ridiculez puede comprometerla. Yo le comparo a una máquina que tarda en calentarse, pero que, cuando al fin hierve, es siempre de temer una explosión.

      »Con toda sinceridad le confieso que no quisiera ver esa prosa mezclada a la poesía, sobrado delicada para no empañarse a su contacto.»

      diario del doctor avrigny

      «Dios me ha escuchado al fin. ¡Gracias, Dios mío! Noto ya en mi ser un germen de destrucción que dentro de pocos meses me conducirá indefectiblemente al sepulcro.

      »Creo que no ofendo a Dios dejándome aniquilar por la enfermedad que El me envía; no hago más que acatar sus designios.

      ¡Señor! ¡Señor! ¡Cúmplase Tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo!

      »¡Magdalena, hija mía, aguárdame!»

      Capítulo 42

      Índice

      Antonia a Amaury «6 de enero.

      »¡Qué bien siente usted el amor, Amaury y cómo sabe expresarlo! Siempre que leo su carta (y lo he hecho ya muchas veces) pienso en lo feliz que era la mujer que logró inspirarle esa pasión y me causa honda tristeza el considerar que toda su ternura y toda su abnegación carecen ya de objetivo en este mundo.

      »Me aconseja usted que frecuente la sociedad y busque en ella un afecto capaz de llenar mi corazón… ¿Para qué? ¿Quién habría, entre todos cuantos me dirigiesen palabras de amor, que pudiera ser para mí un amigo como usted lo ha sido para Magdalena y sigue siéndolo, aun separado de ella por la tumba? ¡Ay! No hay que hacerse ilusiones: esas almas caballerescas constituyen en nuestra época raros casos de atavismo. Sólo veo en torno mío hombres dominados por bajas pasiones, indiferentes a todo lo que no sea dar satisfacción a su egoísmo e incapaces de sentir y comprender el amor en toda su grandeza.

      »Así, he decidido, hermano mío, que todos mis bienes vayan a los pobres cuando mi alma abandone su envoltura carnal. Por eso, Amaury, soy tan chancera y jovial; riendo, me eximo de pensar y tomo a chacota lo que de otro modo me pondría triste y de mal humor.

      »Pero dejemos a un lado ideas tan poco alegres y hablemos de Felipe Auvray.

      »Esto sí que es ya otra cosa. Acertó usted, Amaury, al decir que era capaz de amarme:

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