Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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apreciar su propio poseedor.

      Con acento de entusiasmo hablaba Amaury de su desilusión, con vehemencia de sus extinguidas pasiones, diciendo que no quería vivir más para sí, sino para los demás, pues no aceptaba la existencia ni podía comprenderla sin una total consagración al amor del prójimo.

      El doctor aprobaba, tácitamente todas estas utopías y movía la cabeza con grave continente al oír tales ensueños. Su discreción ocultaba su juicio, pero su penetración lo veía todo y lo apreciaba en su justo valor.

      Después de comer tocole el turno a Antoñita, que estaba entusiasmada de ver a Amaury, tan noble, tan generoso y tan vehemente. Trató de su suerte como había tratado antes Amaury de la suya. Por la noche cuando volvieron a encontrarse solos, dijo el doctor las siguientes palabras:

      —Amaury, el infortunio ha madurado completamente tu juicio. A ti te la confío para cuando yo haya dejado de existir. Lejos del mundanal bullicio podrás en adelante juzgar a los hombres con mayor serenidad, aconséjala, guíala, sé su hermano, en una palabra.

      —¡Su hermano, sí!—exclamó Amaury con efusión,—un hermano adicto en cuerpo y alma, se lo juro. Acepto, querido tutor, con gratitud, estos deberes paternales que me impone su tierna solicitud, y a pesar de mi juventud, prometo no abandonarla hasta que tenga a su lado un marido digno de ella, que la ame de corazón.

      Al oír estas palabras bajó Antoñita los ojos con aire triste y meditabundo, mientras el doctor decía con viveza.

      —Cabalmente de eso estábamos hablando a tu llegada, Amaury. Sería para mí la dicha más grande verla ante de abandonar este mundo, feliz y amada en casa de un esposo amante y digno de ella. Vamos a ver, Amaury, ¿no conoces a alguno que pudiese llenar este fin?

      Amaury permaneció silencioso.

      —¿Qué contestas a eso?—insistió el anciano.

      —Que es ésta una cuestión muy grave y vale la pena de meditarla con calma. Conozco a la mayoría de los jóvenes de la nobleza…

      —Vamos a ver: nombra algunos.

      El joven buscó los ojos de Antoñita para interrogarla, pero ésta apartó rápidamente la mirada.

      —Arturo de Lancy, por ejemplo—dijo Amaury al verse en la precisión de contestar.

      —No me disgusta—respondió el doctor;—es joven capaz y arrogante, tiene buen apellido y además brillante posición.

      —Es verdad: pero no me atrevería a recomendar este partido a Antoñita; es un libertino de costumbres muy relajadas que cifra todo su orgullo en la pretensión de pasar plaza de seductor como Novelace o don Juan Tenorio. Eso podrá satisfacer a los alocados como él; pero, francamente, sería una garantía muy débil para la futura felicidad de Antoñita.

      Esta respiró, dirigiendo a Amaury una mirada de agradecimiento.

      —No hablemos más de él—dijo el doctor.—Cítanos otro.

      —Gastón de Sommervieux…

      —Tampoco me desagrada, es tan noble y rico como franco, y tengo entendido que es un joven modesto, serio y de buenas costumbres.

      —Ciertamente, pero ya que le enumeraron a usted todas sus cualidades podían haber añadido un defecto capital. En toda su afectación y aparatosa dignidad no hay más que un brillo superficial, y puedo garantizarle que es un necio completo y un personaje vulgar.

      —¡Calla!—exclamó el doctor como evocando un remoto recuerdo.—¿No me presentaste un día a un tal Leoncio de Guerignou?

      —Sí—respondió Amaury, sonrojándose.

      —Ese joven me parecía destinado a hacer brillante carrera. ¿No es consejero de Estado?

      —Es cierto; pero no es rico.

      —Antoñita lo es por los dos.

      —Además—prosiguió Amaury, no sin cierta acritud,—parece que su padre no desempeñó un papel muy honroso en la Revolución.

      —Su abuelo, querrás decir en todo caso; y además, aunque esas hablillas tuviesen fundamento, hoy no se hace ya a los hijos responsables de las faltas de los padres. Así es que puedes presentar ese joven a Antoñita por medio del señor de Mengis y si le place…

      —¡Ah! ¡qué olvidadizo soy!—exclamó Amaury, dándose una palmada en la frente.—Está visto que unos meses de ausencia han bastado para hacerme perder por completo la memoria. Olvidaba que Leoncio juró vivir y morir en el celibato. Es un propósito monomaníaco y las más adorables y aristocráticas beldades del barrio de San Germán se han estrellado en su sistemática esquivez.

      —¡Pues bien!—dijo el doctor.—¿Tendremos que acudir a Felipe de Auvray?

      —Ya le he dicho, tío mío… —interrumpió Antoñita.

      —Deja hablar a Amaury, hija mía.

      —Querido tutor—contestó Amaury con visible malhumor,—no me pregunte nada que ataña a ese Felipe a quien no volveré a ver en mi vida. Antoñita le ha recibido a pesar de mis consejos y puede recibirle todavía, si le parece bien, pero yo no podré perdonarle su indigno modo de olvidar.

      —¿Olvidar a quién?—preguntó el anciano.

      —A Magdalena, señor.

      —¡Cómo! ¿Magdalena?—exclamaron a un tiempo el doctor y Antoñita.

      —Sí. En dos palabras van a conocer a ese hombre: Amaba a Magdalena; él mismo lo confesó y hasta me suplicó que la pidiese para él en matrimonio, precisamente el mismo, día en que acababa usted de concederme su mano. ¡Pues bien! hoy ama a Antoñita como había amado a Magdalena y como había amado a otras diez. Juzgue, pues, de la confianza que puede merecer un carácter tan voluble que borra en menos de un año una pasión que él aseguraba ser eterna.

      Antoñita bajó la cabeza ante esta profunda indignación de Amaury y permaneció como aterrada.

      —Eres muy severo, Amaury—dijo el doctor.

      —¡Oh! sí muy severo—añadió tímidamente Antoñita.

      —¿Le defiende usted, Antoñita?—exclamó vivamente Amaury.

      —Defiendo a nuestra pobre naturaleza humana—contestó la joven.—No todos los hombres, Amaury, tienen su alma inflexible y su inmutable constancia. Debe usted ser más generoso compadeciendo las debilidades de que no participa.

      —Según eso—replicó Amaury,—Felipe encuentra indulgencia en su corazón… Y es Antoñita…

      —Quien tiene razón—dijo el doctor terminando la frase.—- Condenas con demasiado rigor, Amaury.

      —Pero me parece… —replicó éste con vehemencia.

      —Sí—interrumpió el anciano,—tu apasionada edad no es clemente, lo sé, y no quiere transigir con las debilidades del corazón humano. Yo en mi vejez, he aprendido a ser indulgente y ya experimentarás quizá algún día a tu costa que las más indomables voluntades

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