Justificación. N.T. Wright

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Justificación - N.T. Wright JU1/ACADEMICO

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en la que digo que, para entender una palabra, tenemos que “comenzar con el mundo más amplio [en el que vivió el escritor], el mundo que conocemos en nuestros glosarios, concordancias y otras herramientas de estudios sobre cómo se utilizaban las palabras en ese mundo, y tenemos que estar al tanto de la posibilidad de que un escritor construya sus propios matices y énfasis particulares”, Piper dice que esto oculta dos hechos: primero, que el uso que un autor le dé a una palabra “es la evidencia más crucial sobre su significado”, y, segundo, que “todos los otros usos de la palabra son otras instancias tan vulnerables de ser malentendidas como el uso bíblico”. No tenemos acceso a “cómo se usaron las palabras en ese mundo —afirma Piper— aparte de los usos particulares como los que se registran en la Biblia”. Esto me parece que exagera dramáticamente el caso. Por supuesto, cada uso en cada fuente debe estar sujeto a preguntas, pero cuando nos encontramos con una palabra o término que se usa de manera consistente a lo largo de una variedad de producción literaria de un período particular, y cuando, luego, encontramos esa misma palabra o término en un autor que estamos estudiando, la presunción natural es que la palabra o término significa allí lo mismo que significó en otra parte. Esto es hasta que el contexto se rebele y produzca un sentido tan extraño que nos veamos obligados a decir: “Espera un momento, algo parece estar equivocado. ¿Hay otro significado para esta palabra además del que estábamos dando por sentado?”. Y, en cuanto a la insistencia de Piper —con la cual, en un último análisis, por supuesto que estoy de acuerdo— sobre que “el tribunal de apelación final es el contexto del propio argumento de un autor” (2007: 61), yo respondo: Sí, absolutamente sí; y eso significa tomar Romanos 3: 21-4 :25 en serio como un argumento completo y descubrir el significado de sus términos clave dentro de dicho argumento. Significa tomar Romanos 9: 30-10: 13 en serio como un argumento completo y descubrir dentro de ese argumento por qué Pablo hace uso de Deuteronomio 30 como lo hace, y de qué manera eso nos permite, precisamente desde el contexto de su propio razonamiento, descubrir el significado de sus términos clave. Significa también —y subyacente a los dos anteriores— tomar Romanos 2: 17-3: 8 seriamente como parte de un solo desarrollo argumentativo y descubrir el significado de sus términos clave dentro del argumento. Y, tristemente, noto que, al menos en este libro, Piper nunca trata con ninguno de esos grandes argumentos, sino que se contenta con recoger trozos de versos aislados. Casi cualquier cosa se puede demostrar de esa manera.

      Este no es en absoluto un punto abstracto o teórico de lexicografía. Es, antes bien, un problema que se relaciona directamente con la frase “la justicia de Dios”, como veremos más adelante, y con muchas otras palabras, frases y líneas completas de argumentación paulinas. Después de todo, ¿cuál es la alternativa? Tristemente, el propio trabajo de Piper lo hace evidente. Si no traemos al texto categorías de pensamiento del siglo I, relatos rectores, etc., tampoco nos aproximamos con una mente en blanco, una tabula rasa. al contrario, venimos con las preguntas y los problemas que hemos aprendido de otros lugares. Este es un problema perenne en todos nosotros; pero, a menos que declaremos, aquí y ahora, que Dios no tiene más luz para desentrañar su palabra santa —que todo en la escritura ya fue descubierto por nuestros mayores, cuya interpretación no se puede mejorar y que todo lo que tenemos que hacer es leerlos para descubrir lo que nos dice—, entonces, las investigaciones ulteriores, más concretamente a nivel histórico, son precisamente lo que se necesita. Sé que Juan Calvino estaría totalmente de acuerdo con esto. En otras palabras, no constituye ningún argumento decir que un paradigma particular “no encaja bien con la lectura ordinaria de muchos textos y deja a mucha gente común no con la experiencia gratificante de un momento de iluminación, sino con una sensación perpleja de parálisis” (Piper, 2007: 24).

      Por lo tanto, las reglas de participación en cualquier debate sobre Pablo deben ser: exégesis, con todas las herramientas históricas a disposición; no dominar ni exprimir el texto hasta dejarlo sin la forma que asume naturalmente, sino más bien apoyar e iluminarlo como un texto delicado, una lectura sensible a los argumentos, a los matices. Una de las primeras conclusiones a las que llegué en las etapas iniciales de mi tesis doctoral sobre Romanos, al luchar contra los comentarios de los años cincuenta y sesenta, así como contra las grandes tradiciones (que respeté entonces y aún respeto) de Lutero y Calvino, fue que, cuando te escuchas decir: “Lo que Pablo realmente estaba tratando de decir era...” y entonces propones una oración que solo corresponde tangencialmente a lo que Pablo escribió, es hora de pensar de nuevo. Sin embargo, cuando trabajas de aquí para allá, de un lado a otro, investigando un término técnico clave aquí, explorando un relato rector más amplio allí, preguntando por qué Pablo usó esta palabra de conexión particular entre estas dos oraciones, o esa cita bíblica particular en este punto del argumento, y finalmente sientes que puedes decir: “Quédate ahí; mira las cosas desde este ángulo; ten en cuenta este gran tema bíblico, y luego verás que Pablo ha dicho exactamente lo que dijo, ni más ni menos”, entonces sabes que estás bien parado. Incluso si —¡especialmente!— resulta que Pablo no dice lo que siempre pensamos que había dicho o que no es exactamente lo que nuestra tradición o nuestro sermón favorito esperaba que dijera al respecto.

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