Justificación. N.T. Wright

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Justificación - N.T. Wright JU1/ACADEMICO

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      Yo opté por la primera ruta. Lo recuerdo bien. De hecho, mis colegas por entonces insistieron en que, como líder del equipo, era mi responsabilidad recoger el estado de ánimo del momento y abordarlo con una palabra fresca de Dios. Pero sé de una iglesia donde el predicador tomó la otra decisión y predicó un sermón completo sobre María, la madre de Jesús. Una de las miembros de aquel lugar me contó que después del servicio se topó con una joven que lloraba, tanto de desconcierto como de dolor: “No entendí lo que el pastor quiso decir —dijo la muchacha—. ¿Me ayudas a captar la idea?”. Ella había creído, a lo largo del sermón, que el predicador hablaba indirectamente de la princesa Diana e intentó decodificar, a partir de un discurso totalmente diferente, un mensaje que pudiera ayudarla en su dolor.

      La historia de la lectura de Pablo está llena de errores similares —no siempre es tan obvio, pero sigue siendo un error: textos que se embuten con el fin de responder preguntas ajenas al apóstol, pasajes completos en la búsqueda de la palabra o frase clave que se ajuste a la idea preconcebida. El problema no se reduce puramente al mal uso de textos, un pecadillo hermenéutico menor por el cual tu profesora de Biblia te daría una mala nota o te rebajaría la calificación. Si intentas obtener una respuesta a partir de una pregunta personal cuando el texto mismo habla de otra cosa, corres el riesgo no solo de escuchar nada más que el eco de tu propia voz antes que la palabra de Dios, sino también de perder el punto clave que el texto estaba ansioso por decirte y que has descartado en tu incesante búsqueda de tu propio significado. Así, por ejemplo, el intento por leer un texto como 1 Corintios 1: 30 (“[Dios] es la fuente de la vida de ustedes en Cristo Jesús, quien se convirtió para nosotros en sabiduría de Dios, y justicia y santificación y redención”) en términos de un ordo salutis (el orden de los eventos en el proceso hacia la salvación) no solo es improbable que tenga mucho sentido en sí mismo, sino que es muy posible que diluya la idea que Pablo está comunicando, que es la forma en que el estatus del creyente en Cristo anula todo el orgullo social y las convenciones de la cultura circundante. Este es tan solo un ejemplo bastante inútil. Es como si un crítico musical, al estudiar la obertura de La flauta mágica, la ópera de Mozart, escribiera un artículo sobre el desarrollo del trombón moderno, que es utilizado allí para tal efecto maravilloso, como si la razón por la que Mozart escribió fuera simplemente mostrar el instrumento en lugar de presentar toda la ópera.

      En particular, es de importancia vital (dentro de cualquier teología cristiana; y, en verdad, dentro de una buena práctica hermenéutica en cualquier corpus textual) permitir que un texto ilumine otro. La mayoría de los predicadores bíblicos estarían de acuerdo en esto. (De vez en cuando, los eruditos nos insisten, natural y correctamente, en que escuchemos el mensaje distintivo de cada carta para asegurarnos de no estar simplemente aplanando las cosas; pero, incluso si concluimos que hay tensión o, tal vez, desarrollo entre dos epístolas, aún debemos hacer todo lo posible para escucharlas sinfónicamente). No obstante, y no es lo menos importante, esto significa que debemos escuchar no solo Romanos y Gálatas, sino también las dos cartas a los corintios y las dos a Tesalónica, y también a Filipenses; y, no menos importante, a Efesios y Colosenses.

      Aquí nos encontramos con una ironía interesante. Para buena parte de la investigación protestante de los últimos cien años o más, Efesios ha sido considerada regularmente como pospaulina, y a Colosenses se la ha catalogado con frecuencia en la categoría “deuteropaulina”. Junto con mi maestro George Caird y otros estudiosos destacados de los que uno podría imaginar entre los de la literatura convencional, siempre tomamos ese juicio con sospecha. Cuanto más he leído las otras epístolas, tanto más Efesios y Colosenses me parecen absoluta y completamente paulinas. Por supuesto, el problema es que, dentro del protestantismo liberal que ha dominado la erudición del Nuevo Testamento por tantos años, Efesios y Colosenses fueron vistas como peligrosas al punto de que se hicieron inaceptables, sobre todo debido a su “alta” perspectiva de la iglesia. Sin duda, hay cuestiones de estilo literario, pero, al ser el corpus paulino tan pequeño —pequeño en comparación, digamos, con las obras sobrevivientes de Platón o Filón—, es difícil estar seguros de que podamos establecer criterios estilísticos apropiados para juzgar la autenticidad de un texto específico. Pero el asunto es este: al menos en Estados Unidos (las cosas son diferentes en Alemania), los lectores paulinos “conservadores” que se oponen a la “nueva perspectiva” están más o menos a favor de la autoría paulina de esas cartas por razones (presumiblemente) relacionadas con su perspectiva de las sagradas escrituras. Sin embargo, la misma crítica implícita de Efesios y Colosenses también domina sus lecturas. Las epístolas a los romanos y a los gálatas nos dan el marco de lo que Pablo realmente quería decir; las otras cartas rellenan los detalles por aquí y por allá.

      Realicemos un experimento mental: supongamos que decidimos leer Romanos, Gálatas y el resto de las cartas a la luz de Efesios y Colosenses, en lugar de hacerlo por la ruta contraria. Lo que vamos a encontrar, justo desde el principio, no es nada menos que una soteriología cósmica (muy judía). El plan de Dios es “unir todas las cosas en Cristo, las cosas en el cielo y las cosas en la tierra” (Ef 1: 10; compáralo con Col 1: 15-20). Encontraremos, como medio para realizar ese plan, el rescate tanto de judíos como de gentiles (Ef 1: 11-12; 1: 13-14) en y a través de la redención provista en Cristo y por el Espíritu, de tal manera que la iglesia judía más la gentil, igualmente rescatada por gracia a través de la fe (2: 1-10) y ahora reunida en una sola familia (2: 11-22), es el cuerpo de Cristo para el mundo (1: 15-23), la señal a los principados y a las potestades de la “sabiduría esplendorosa de Dios” (3:10). Suponiendo que esa fue la visión que cautivó la imaginación de los Reformadores en el siglo XVI. Suponiendo que ellos tenían, esculpida en sus corazones, esa combinación cercana e íntima de: a) gracia salvadora que logra la redención en la muerte definitiva del Mesías y que entra en funcionamiento a través de la fe, sin obras; y b) la unidad de toda la humanidad en Cristo, unidad que anticipa el futuro como el signo del reinado por venir de Dios en el mundo. Y suponiendo que, en ese punto y solo entonces, ellos hubieran vuelto su mirada hacia Romanos y Gálatas... toda la historia de la iglesia occidental y, con ella, la del mundo, podría haber sido diferente. No habría ruptura entre Romanos 3: 28 y 3: 29. No se marginaría Romanos 9-11. No se acomodarían los argumentos sutiles e importantes sobre la unidad judío-gentil en Gálatas 3 en el lecho de Procusto de una antítesis abstracta entre “fe” y “obras”. En ninguna de las cartas se insistiría en que “la ley” era solo un “sistema” que aplicaba a todos y que las “obras de la ley” eran los requisitos morales que alentaban a las personas a ganar su salvación por sus esfuerzos morales. En resumen, la “nueva perspectiva” hubiera podido tener su comienzo allí. O, tal vez, deberíamos decir que la “nueva perspectiva” comenzó cuando se escribió Efesios. No es de extrañar que los estudiosos luteranos hayan sospechado eso. Pero, ¿por qué habríamos de aplicarlo tan solo a los lectores conservadores para quienes esas epístolas son tan Escrito Sagrado, tal como Romanos o Gálatas?

      Lo que se necesita —lo admito, es un requisito pretencioso y voluminoso— es lo que Tony Thiselton describió recientemente como “una hermenéutica de la doctrina” (Thiselton, 2007). Necesitamos entender las “doctrinas”,

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