Justificación. N.T. Wright

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Justificación - N.T. Wright JU1/ACADEMICO

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sabido —y muy relacionado con este libro— que Anselmo de Canterbury, quien le dio un impulso monumental al pensamiento occidental sobre la persona y obra de Jesús, el significado de su muerte y la noción de justificación en sí, trabajó dentro de un contexto altamente “judicial”. Anselmo se basó en conceptos latinos de derecho y “lo justo”, y los aplicó a las fuentes bíblicas de una manera que, como podemos ver ahora, estaba destinada a distorsionar tanto las formas de pensamiento esencialmente hebraicas en las que el material bíblico estaba arraigado, y las formas de pensamiento griegas del siglo I dentro de las cuales el Nuevo Testamento hizo oír su voz. Esta no es una objeción robusta a Anselmo; ciertamente, no es un argumento demoledor. Todos los teólogos y exegetas están involucrados en el mismo tipo de círculo hermenéutico, pero, al enfrentarnos con las formulaciones particulares que se han adoptado a lo largo de los siglos, debemos siempre preguntar: ¿Por qué enfatizaron ese punto de esa manera? ¿Qué tanto querían salvaguardar o evitar, y por qué? ¿Qué tenían miedo de perder? ¿Qué aspecto de la misión de la iglesia estaban dispuestos a llevar a cabo, y por qué? Y en particular: ¿A qué escrituras apelaron y cuáles parecen haber ignorado? ¿Qué partes del rompecabezas —accidentalmente o

      adrede— arrojaron al suelo? En los pasajes que destacaron, ¿introdujeron distorsiones? ¿Estaban prestando atención a lo que los escritores en realidad estaban diciendo? Y si no, ¿qué hay con eso?

      Después de todo, las grandes confesiones de los siglos XVI y XVII no fueron el producto de académicos ociosos que rezaban sus oraciones y reflexionaban sobre los problemas de una manera abstracta, sin preocuparse por el mundo. Los suyos fueron tiempos turbulentos, peligrosos y violentos. La Confesión de Westminster, por un lado, y los 39 Artículos de mi propia iglesia, por el otro —y muchos más—, surgieron de una lucha titánica por predicar el evangelio, organizar la iglesia y lograr que los dos impactaran debidamente en el mundo social y político de la época, evitando los errores demasiado obvios de una gran parte del catolicismo medieval (igualmente obvios, la verdad sea dicha, para muchos católicos romanos entonces y ahora). Cuando las personas en esa situación están ansiosas por expresar su punto de vista, es probable que exageren, tal como nosotros lo hacemos hoy. Sabios lectores posteriores los van a honrar, pero no a canonizar, cuando retomen sus declaraciones bajo una nueva luz de la escritura misma.

      II

      En nuestro esfuerzo por comprender las escrituras en sí mismas —una búsqueda interminable, por supuesto, pero a la que está llamada cada generación de creyentes— estamos obligados a leer el Nuevo Testamento en su contexto del siglo I. Es una tarea muy compleja de la que mucha gente supremamente inteligente se ocupa a tiempo completo toda su vida; sin embargo, todos debemos hacer el intento. Y aplica en todos los niveles

      —formas de pensamiento, convenciones retóricas, contexto social, relatos implícitos, etc.— pero especialmente a las palabras y, particularmente, a los términos técnicos. Tomemos un ejemplo controversial, aunque no en nuestro contexto actual: en 1 Tesalonicenses 5: 3, Pablo dice “Cuando dicen ‘Paz y seguridad’, entonces la destrucción repentina vendrá sobre ellos”. Por supuesto, es fácil leer este texto en el contexto de una plácida sociedad alemana, por ejemplo, el 30 de octubre de 1517; o en una apacible escena estadounidense el 10 de septiembre de 2001. Pero es posible entender a Pablo si sabemos, como sabemos, que frases como ‘paz y seguridad’ formaban parte del inventario al que apelaba la propaganda del imperio romano en el momento.

      Y eso es simplemente un comienzo. Cuanto más sabemos del judaísmo del siglo I, del mundo grecorromano de la época, de arqueología, de los rollos del Mar Muerto, y así sucesivamente, tanto más, en principio, podemos pisar la tierra firme anclados en la exégesis que, de otra manera, permanecería a nivel especulativo y a merced de una masiva eiségesis anacrónica, esto es, anclados en el contexto histórico sólido donde, si creemos en la escritura inspirada, esa inspiración ocurrió. Este es el punto en donde, por fin, debo entrar en un debate cercano con John Piper. El título de su primer capítulo ofrece una advertencia a sus lectores: “No todos los métodos ni las categorías bíblico-teológicas son esclarecedores”. Pues bien, es difícil estar en desacuerdo con esa negación, pero a medida que avanza el capítulo, queda claro que lo que él quiere decir es: “No te dejes seducir por N. T. Wright o cualquier otra persona que diga que necesitas leer el Nuevo Testamento dentro de su contexto judío del siglo I”. Y en ese punto, fundamental para todo su argumento y el mío, debo protestar.

      Piper sabe, por supuesto, que parte de la tarea de la exégesis es entender lo que significaban las palabras en ese momento. Pero él afirma que las ideas del siglo I se pueden usar “para distorsionar y silenciar lo que los escritores del Nuevo Testamento pretendían decir”. Esto puede suceder, dice, de tres maneras.

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