Justificación. N.T. Wright
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adrede— arrojaron al suelo? En los pasajes que destacaron, ¿introdujeron distorsiones? ¿Estaban prestando atención a lo que los escritores en realidad estaban diciendo? Y si no, ¿qué hay con eso?
Después de todo, las grandes confesiones de los siglos XVI y XVII no fueron el producto de académicos ociosos que rezaban sus oraciones y reflexionaban sobre los problemas de una manera abstracta, sin preocuparse por el mundo. Los suyos fueron tiempos turbulentos, peligrosos y violentos. La Confesión de Westminster, por un lado, y los 39 Artículos de mi propia iglesia, por el otro —y muchos más—, surgieron de una lucha titánica por predicar el evangelio, organizar la iglesia y lograr que los dos impactaran debidamente en el mundo social y político de la época, evitando los errores demasiado obvios de una gran parte del catolicismo medieval (igualmente obvios, la verdad sea dicha, para muchos católicos romanos entonces y ahora). Cuando las personas en esa situación están ansiosas por expresar su punto de vista, es probable que exageren, tal como nosotros lo hacemos hoy. Sabios lectores posteriores los van a honrar, pero no a canonizar, cuando retomen sus declaraciones bajo una nueva luz de la escritura misma.
a modo de ejemplo: es fascinante ver dos pensadores esencialmente Reformados que insisten, contra John Piper y otros, que la “justicia imputada” de Cristo (o de Dios; exploraremos esta confusión a continuación) es, por un lado, algo de lo que se puede hablar legítimamente desde un punto de vista teológico sistemático, pero, por otro, en realidad no se encuentra enunciada como tal en ninguna parte en Pablo. Michael Bird es un erudito más joven a quien la “vieja guardia” Reformada podría desestimar cuando insiste en esto. Pero, atención a lo que sigue: “la frase [la imputación de la justicia de Cristo] no está en Pablo, pero su significado sí” (Packer, 1962: 685). Ese es J. I. Packer, haciendo cautelosamente la distinción entre lo que Pablo dijo y lo que no, y lo que teología Reformada, con razón, en su opinión, puede decir al resumirlo.2 Sin embargo, la pregunta sigue acosando: si la “justicia imputada” es tan central, tan nerviosamente vital, tan importante como para que la iglesia se mantenga en pie o caiga por ese motivo, tal como John Piper lo hace ver, ¿no es extraño que Pablo nunca haya salido a decirlo tan directamente? (Piper, 2007: 37). Sí, yo voy a examinar los pasajes relevantes a su debido tiempo, pero noto, por el momento, que cuando nuestra tradición nos presiona a considerar como algo central lo que Pablo rara vez —o nunca— dijo, tenemos derecho, para decirlo sin rodeos, a sospechar y hacer algunas preguntas. Y sí, eso también se aplica a mí.
II
En nuestro esfuerzo por comprender las escrituras en sí mismas —una búsqueda interminable, por supuesto, pero a la que está llamada cada generación de creyentes— estamos obligados a leer el Nuevo Testamento en su contexto del siglo I. Es una tarea muy compleja de la que mucha gente supremamente inteligente se ocupa a tiempo completo toda su vida; sin embargo, todos debemos hacer el intento. Y aplica en todos los niveles
—formas de pensamiento, convenciones retóricas, contexto social, relatos implícitos, etc.— pero especialmente a las palabras y, particularmente, a los términos técnicos. Tomemos un ejemplo controversial, aunque no en nuestro contexto actual: en 1 Tesalonicenses 5: 3, Pablo dice “Cuando dicen ‘Paz y seguridad’, entonces la destrucción repentina vendrá sobre ellos”. Por supuesto, es fácil leer este texto en el contexto de una plácida sociedad alemana, por ejemplo, el 30 de octubre de 1517; o en una apacible escena estadounidense el 10 de septiembre de 2001. Pero es posible entender a Pablo si sabemos, como sabemos, que frases como ‘paz y seguridad’ formaban parte del inventario al que apelaba la propaganda del imperio romano en el momento.
Y eso es simplemente un comienzo. Cuanto más sabemos del judaísmo del siglo I, del mundo grecorromano de la época, de arqueología, de los rollos del Mar Muerto, y así sucesivamente, tanto más, en principio, podemos pisar la tierra firme anclados en la exégesis que, de otra manera, permanecería a nivel especulativo y a merced de una masiva eiségesis anacrónica, esto es, anclados en el contexto histórico sólido donde, si creemos en la escritura inspirada, esa inspiración ocurrió. Este es el punto en donde, por fin, debo entrar en un debate cercano con John Piper. El título de su primer capítulo ofrece una advertencia a sus lectores: “No todos los métodos ni las categorías bíblico-teológicas son esclarecedores”. Pues bien, es difícil estar en desacuerdo con esa negación, pero a medida que avanza el capítulo, queda claro que lo que él quiere decir es: “No te dejes seducir por N. T. Wright o cualquier otra persona que diga que necesitas leer el Nuevo Testamento dentro de su contexto judío del siglo I”. Y en ese punto, fundamental para todo su argumento y el mío, debo protestar.
Piper sabe, por supuesto, que parte de la tarea de la exégesis es entender lo que significaban las palabras en ese momento. Pero él afirma que las ideas del siglo I se pueden usar “para distorsionar y silenciar lo que los escritores del Nuevo Testamento pretendían decir”. Esto puede suceder, dice, de tres maneras.
Primero, el intérprete puede entender mal la idea del primer siglo. Sí, por supuesto. Pero el respaldo de Piper es extraordinario. “En general —escribe—, esta literatura ha sido menos estudiada que la Biblia y no viene con una conciencia contextual que coincida con la que la mayoría de los eruditos aportan a la Biblia” (Piper, 2007: 34s). Esto es muy extraño. Por supuesto, la literatura como los rollos del Mar Muerto, que se descubrieron recientemente, no se ha discutido tan extensamente, y su contexto sigue siendo altamente polémico; pero decir que ya tenemos “conciencia contextual” de la Biblia y, por eso, descartar la literatura o cultura de su tiempo, solo puede significar que vamos a confiar en la “conciencia contextual” de tiempos pasados, por ejemplo, los del Josephus, Alfred de Whiston, o los de La vida y los tiempos de Jesús el Mesías, de Alfred Edersheim, los cuales tuvieron un lugar de privilegio en los anaqueles de muchos clérigos y teólogos del siglo pasado, pero que ya están completamente desactualizados por los descubrimientos e investigaciones que se han hecho.3 No es el caso, como afirma Piper, que prestarles atención a los textos del siglo I signifique traer una interpretación segura de textos extrabíblicos para iluminar una lectura menos segura de un texto sagrado. El verdadero historiador prueba todo y no da nada por sentado. Sí, las modas académicas cambian, y lo que parece seguro hoy puede no serlo mañana, pero las obras que cita Piper para asegurarles a sus lectores que no necesitan preocuparse por estas nuevas lecturas tontas de los textos del siglo I —especialmente el primer volumen del conjunto llamado Justification and Variegated Nomism— no soportará el peso que él quiere darles. En la medida en que los ensayos son completamente académicos, no están a la altura que su editor asegura que tienen; en la medida en que pretendan estarlo, serán sujetos a cuestionamientos, pues serían, por decirlo suavemente, parti pris (Carson, 1992: 200; 2004). Por supuesto, decirlo no zanja la cuestión. Regresaremos a este problema luego. Lo menciono aquí solo para recordar que toda investigación de terminología debe ubicarse dentro de su contexto histórico.
En particular, me parece que Piper, en una nota al pie de página