Justificación. N.T. Wright
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Dios hizo a los seres humanos con un propósito: no simplemente para que vivieran para ellos mismos o para que estuvieran en relación con él, sino también para que, a través de ellos, como portadores de su imagen, él pudiera traer su orden sabio, alegre y fructífero al mundo. Las escenas finales de la escritura, en el libro de Apocalipsis, no retratan a los seres humanos de camino al cielo para estar en una relación cercana e íntima con Dios, sino que ilustran al cielo viniendo a la tierra. La relación íntima con Dios que se promete y celebra en esa gran escena de la Nueva Jerusalén se hace presente, en otro acto de creatividad sanadora, en el torrente del río del agua de vida que fluye de la ciudad y en el árbol de la vida que brota con hojas que son para la sanidad de las naciones.
Lo que está en juego en este debate no es simplemente la sintonización fina de las teorías sobre lo que sucede precisamente en la “justificación”. Eso se convierte rápidamente en, como señaló ácidamente un crítico del libro de Piper, una especie de duelo evangélico, un intercambio de versículos en el que frases de Pablo, raíces griegas, referencias arcanas a fuentes antiguas y modernas, y, a veces —por desgracia— palabras desagradables vuelan por la habitación. Mucha gente va a presenciar el espectáculo con disgusto, como vecinos que escuchan una desagradable pelea familiar. Sí, va a haber algunos forcejeos entre versículos en este libro. Eso es inevitable, dado el tema y la importancia central de la Biblia misma. Pero el punto real es —creo yo— que la salvación de los seres humanos, aunque, por supuesto, extremadamente importante para la especie, es parte de un propósito mayor. Dios nos está rescatando del naufragio del mundo, no para que podamos sentarnos y poner los pies sobre la mesa mientras disfrutamos de su compañía, sino para que podamos ser parte de su plan para rehacer el mundo. Orbitamos alrededor de Dios y sus propósitos. Dios no gira alrededor de nosotros al servicio de nuestros propósitos. Si la tradición de la Reforma hubiera tratado los evangelios con la misma importancia que les adjudicó a las epístolas, es posible que ese error nunca se hubiera dado. Pero fue lo que pasó y tenemos que lidiar con eso. La tierra, y nosotros con ella, orbita alrededor del sol de Dios y de sus propósitos cósmicos.
Tal vez, irónicamente, esta declaración pueda ser considerada como la aplicación radical de la justificación por la fe. “Nada traigo para ti —canta el poeta—, mas tu cruz es mi sostén”. Por supuesto: dejamos de enfocarnos en nosotros mismos para fijar nuestra mirada en Jesucristo y en él crucificado, en el Dios cuyo amor y misericordia lo enviaron a morir por nosotros. Sin embargo, el suspiro de alivio, que es la característica reacción cristiana al enterarse de la justificación por la fe (“¿Quieres decir que no tengo que hacer nada? ¿Dios me ama y me acepta como soy, solo porque Jesús murió por mí?”) debería dar a luz de inmediato a una toma de conciencia más profunda, que siguiera exactamente la misma línea: “¿Quieres decir que, después de todo, no se trata de mí? ¿No soy el centro del universo? ¿Se trata de Dios y sus propósitos?”. El problema es que, a lo largo de la historia de la iglesia occidental, incluso allí donde el primer punto fue acogido con entusiasmo —a veces, y de manera particular, donde sucedió— el segundo punto ha sido ignorado. Y, con una ignorancia a veces intencional, se filtró en la teología —incluso en la teología de la Reforma (sí, esa tan sólida, no especulativa y blindada)— el susurro de serpiente que dice que, en realidad, se trata únicamente de nosotros; que “mi relación con Dios” y “mi salvación” es la aguja fija que nos apunta a nosotros, bien ubicados en el centro del universo. Soy el héroe en esta obra, incluso cuando Jesús sube al escenario para ayudarme a salir del desastre en el que estoy.
a niveles subyacentes, muy profundos, detrás de todo este lenguaje de “nuevas perspectivas”, “viejas perspectivas”, “perspectivas refrescantes” y cualquier otra que les interese mencionar, aquello por lo que lucho y la razón por la que estoy escribiendo este libro no es solo para aclarar algunos detalles técnicos ni para justificarme —¡la joya de la corona de la ironía en un libro sobre este tema!— ante mis críticos. (“Muy poco me preocupa —escribió el propio Pablo— que me juzguen ustedes o cualquier tribunal humano. Ni siquiera me juzgo a mí mismo... el que me juzga es el Señor”).5
La razón por la que escribió este libro es porque las batallas actuales son síntomas de algunos problemas mucho más grandes a los que se enfrenta la iglesia hoy, a comienzos del siglo XXI, y porque las señales de peligro, en particular la falla al leer las escrituras y asumirlas en todo su valor, junto con la teología y piedad geocéntricas que he mencionado, se exhiben con claridad a nuestro alrededor. En otras palabras, no me dirijo simplemente a mis críticos para que les den cabida a mis interpretaciones peculiares de San Pablo cuando se reúnan en alguna casa, ni para que —al menos— les den permiso de esconderse en la casa del perro en el patio trasero, donde mis ladridos y maullidos no causen ninguna molestia. Estoy diciendo que TODA la teología, tan imponente y majestuosa, de San Pablo, que deslumbra como el sol que sale detrás del océano —y no las lecturas fragmentadas y egocéntricas que se han vuelto endémicas en el pensamiento occidental—, se necesita con urgencia ahora que la iglesia se enfrenta con las tareas de hacer misión para el peligroso mundo de mañana. No le hacemos ningún favor a la teología paulina al armarla con las soteriologías introspectivas que se enredan unas con otras en una red de textos separados y teorías de segundo orden.
Después de todo, una pregunta interesante es aquella que indaga por qué ciertas doctrinas y cuestiones exegéticas explotan repentinamente en determinados puntos. El pasado noviembre, almorcé con un hombre que, hasta ese momento, no conocía. Estábamos junto a otros en un restaurante muy agradable. Cuando nos sentamos, me miró y me preguntó enérgicamente: “¿Cómo traduces genómetha en 2 Corintios 5: 21?”. Miré a los demás. Todos esperaban mi respuesta. Voy a volver a esta anécdota más adelante, pero mi objetivo aquí es preguntar: ¿Qué está pasando en nuestra cultura, nuestros tiempos, nuestras iglesias, nuestro mundo, que de repente sentimos comezón; nos pica tanto que tenemos que rascarnos como locos, incluso en público? Responder esa pregunta tomaría varios otros libros, pero la respuesta no puede ser simplemente “porque el evangelio está en juego” o “porque las almas necesitan ser salvas”. Vivimos en un mundo altamente complejo, y la repentina erupción volcánica de esa preocupación airada o desconcertada por lo que llaman “la nueva perspectiva de Pablo” puede ubicarse de forma interesante en cualquier ámbito sociocultural o político en donde todo un estilo de vida, todo un modo de entender la fe cristiana y tratar de vivirla o toda una forma de ser humanos aparentan estar en riesgo. Esta pregunta es afín, por ejemplo, a un enorme e intrincado problema en el cristianismo occidental, que se caracteriza por el choque implícito entre aquellos que obtienen su fe de los cuatro evangelios, más algunos fragmentos de Pablo, y aquellos que basan la fe en Pablo y le adicionan algunas ilustraciones de los evangelios. Estas cuestiones, a su vez, deben considerarse en el amplio mapa temático de las diferentes partes de la iglesia occidental, como lo hace (por ejemplo) Roger Olson en un libro reciente, en el que distingue a los “conservadores” (personas como Don Carson, de Trinity Evangelical Divinity School) de los “posconservadores” (personas como yo).6 Siempre es interesante descubrir que perteneces a un grupo que ni sabías que existía. Esa división cultural particular es un artefacto sólidamente estadounidense, por lo que no creo tener algo que ver con eso. Subyacentes a la división de Olson hay, por supuesto, placas tectónicas culturales y sociales mucho más grandes que se mueven de aquí para allá. No debemos pensar que podamos discutir la exégesis de 2 Corintios 5:21 o de Romanos o de Gálatas, en el vacío. Todo está interconectado. Y cuando la gente siente que el piso tiembla y que los muebles tambalean, se asusta.
Pruébalo, si quieres. Date una vuelta por los blogs, si te atreves. Es tiempo de que desarrollemos una ética cristiana del blog. El mal genio sigue siendo mal genio incluso en la aparente privacidad de tu propio disco duro; y las palabras duras e injustas, cuando se liberan al aire, causan destrucción e infligen un daño real. Y en cuanto a la práctica de decir cosas malas y divulgar falsedades escondidos detrás de un seudónimo, bueno: si alguien me dedica un texto de esos, va directamente a la basura. Pero los equivalentes digitales del mal comportamiento al conducir no son casualidad. aquellos que escriben acusaciones viciosas, furibundas, difamatorias