Justificación. N.T. Wright
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No estamos en diálogo. He escrito sobre San Pablo durante treinta y cinco años mal contados. He orado, predicado y dado conferencias, abriéndome paso a través de sus cartas. He escrito comentarios a nivel popular sobre todas ellas, un comentario completo sobre la más importante, y varios otros libros y artículos sobre asuntos paulinos específicos. Y el problema no es que las personas no estén de acuerdo conmigo. De hecho, eso es lo que uno espera y quiere: ¡Entremos en discusión! El punto del debate es que aprendamos con y el uno del otro. Solía decirles a mis alumnos que, al menos, el veinte por ciento de lo que les decía era erróneo, pero que yo no sabía específicamente qué cosas de todo lo que decía entraban en ese porcentaje. Cometo muchos errores en la vida, en las relaciones y en el trabajo, y no espero que mis pensamientos estén libres de ellos. Sin embargo, mientras durante una buena parte de la vida los errores propios son, a menudo, bastante obvios —el atajo en el camino que terminó en un lecho de ortigas, la receta experimental que puso a nuestros estómagos en aprietos, el tiro de golf que fue a dar al lago—, en la vida intelectual las cosas no suelen ser tan sencillas. Necesitamos que otras mentes nos desafíen, que vuelvan y discutan nuestros argumentos y análisis. Así es como el mundo gira en su órbita.
Algunos podrían responderme: “Bien, ¿no es eso lo que está pasando? ¿De qué te quejas? Aquí están todos esos escritores, tomándote en serio. ¿No habrán descubierto ese veinte por ciento que te aflige? ¿No deberías estar contento de que te estén corrigiendo?”.
Pues, sí. Mi problema es que no es así como funcionan las cosas. Dediqué un buen tiempo a pensar si debía escribir este libro pero, finalmente, me vi impelido de hacerlo porque uno de mis críticos —John Piper, de Bethlehem Baptist Church, en Minneapolis, Minnesota— produjo uno superador y dedicó un libro completo para explicar por qué estoy equivocado acerca de Pablo y por qué todos nosotros deberíamos seguir con la teología probada y confiable de los Reformadores y sus sucesores (o, al menos, de algunos de ellos; en realidad, los Reformadores no estaban de acuerdo entre ellos, y sus sucesores tampoco lo están).1 El problema no es que él, como muchos otros, esté en desacuerdo conmigo. El problema es que realmente no ha escuchado lo que digo. Me observó con creciente preocupación mientras yo movía los objetos de la mesa de café. Como resultado, pasó una noche de insomnio, y ahora me ha llevado a la colina para mostrarme el glorioso panorama de otro amanecer. “Sí —quisiera decirle—. Conozco los amaneceres. Sé que nos parece que el sol le da la vuelta a la tierra. No lo niego. Pero, ¿por qué no escuchaste lo que yo estaba tratando de decirte?”.
Desde luego, la respuesta podría ser: “Porque no lo explicaste correctamente”. O, tal vez, “Porque lo que estabas diciendo era tan oscuro y confuso que es mejor seguir con un relato sencillo y simple pero que tenga sentido”. En el caso de que uno de esos relatos sea cierto, escribo este libro para intentar explicar, una vez más, lo que he venido diciendo —esto es, explicar lo que creo que San Pablo dijo. Con todo, hay una respuesta posible más preocupante. Mi amigo —y la mayoría de las personas con quienes voy a entrar aquí en debate, que son personas con las que me gustaría contar como amigas— simplemente no permitió que las cosas principales que he intentado decir se acerquen remotamente a su mente consciente. Él recogió fragmentos dispersos de mi análisis y argumentación, una selección que lo llena de preocupación, sacudió la cabeza y regresó a la historia todopoderosa que ya conoce. (Mientras redactaba esto, aterrizó en mi escritorio el nuevo número de Christian Century. En un artículo, se menciona a un estudiante que le dice a su docente: “Me encantó lo que estaba aprendiendo, pero no pude conservarlo en mi cabeza. Era muy diferente de lo que ya había aprendido, así que mi cerebro volvió a los valores predeterminados”).2 En parte, debido a que ya estoy más que un poco cansado de que eso suceda una y otra vez en sitios de Internet, en las sesiones de preguntas después de las conferencias, en entrevistas para la prensa, y cada vez más en artículos y libros académicos y cuasi o pseudoacadémicos, decidí a darle una oportunidad más a la exposición de estos temas.
En realidad, este libro no es mi “punto final” del asunto. Queda la gran tarea, en la cual he trabajado durante la mayor parte de mi vida, del escribir el libro sobre Pablo, que ahora es el cuarto volumen de una serie de mi autoría sobre los orígenes cristianos.3 Sin embargo, no quiero invertir doscientas páginas en discusiones detalladas con Piper y escritores similares. Hay muchos otros asuntos diferentes que tratar, de tal manera que escribir un libro extenso para concentrarme en las pequeñas y feroces batallas que se libran con furia en los círculos que me dispongo abordar, deformaría el proyecto.
Hay otras dos razones por las que comencé con la historia del amigo que cree que el sol gira alrededor de la tierra. La primera es que, dentro del significado alegórico de la historia, los argumentos que he articulado —los diagramas, las imágenes, los objetos en la mesa de café— representan nuevas lecturas de las escrituras. No se trata de superponer teorías extraídas de otros lugares con las escrituras. Pero la respuesta que se nos ofrece como “la evidencia ante nuestros ojos” o “el significado más obvio” está profundamente condicionada por —y en puntos críticos a apela a— la tradición. Sí, tradición humana
—seres humanos extremadamente buenos, devotos y eruditos. A partir de que leí a Lutero y Calvino por primera vez, especialmente a este último, tomé la decisión de que, más allá de acordar o no con ellos en todo lo que dijeron, su método declarado y puesto en práctica sería también el mío: sumergirme en la Biblia, en el hebreo y el arameo del Antiguo Testamento y en el griego del Nuevo Testamento, inyectarlos en mi torrente sanguíneo por todos los medios posibles, en oración y con la esperanza de enseñar las escrituras a la iglesia y al mundo con un aliento fresco. El mayor homenaje que les podemos dar a los Reformadores es no tratarlos como infalibles —ellos mismos se horrorizarían—, sino proceder como ellos lo hicieron. Metodológicamente hablando, es irónico que John Piper sugiera que, según yo, la iglesia haya estado “apoyándose en el pie equivocado durante mil quinientos años”. No porque yo no lo haya afirmado. Más bien, es que eso es exactamente lo que la gente les dice a sus héroes, a Lutero, a Calvino y al resto. Lutero y Calvino respondieron desde las Escrituras; el Concilio de Trento respondió desde la tradición.4
La segunda razón por la que comencé con la parábola del amigo, la tierra y el sol es más profunda. Reviste gravedad por motivos teológicos y pastorales y está cerca del corazón de lo que está en juego en este debate y muchos otros. El equivalente teológico de suponer que el sol gira alrededor de la tierra es la creencia de que toda la verdad cristiana se trata de mí y de mi salvación. En las últimas semanas, leí docenas de libros y artículos sobre el tema de la justificación. Una y otra vez, los escritores, de una variedad de orígenes, asumen o dan por sentado que la cuestión central de todo es “¿Qué debo hacer para ser salvo?” o (como lo diría Lutero) “¿Cómo puedo encontrar un Dios misericordioso?” o “¿Cómo puedo entrar en una relación correcta con Dios?”.
No me malinterpreten. No le den rienda suelta a las reacciones irritantes o temerosas. La salvación es muy importante. ¡Por supuesto que lo es! Conocer a Dios por uno mismo, en lugar de simplemente saber o pensar acerca de él, está en el corazón de la vida cristiana. Descubrir que Dios es lleno de gracia y no un burócrata distante o un tirano peligroso es la buena noticia que constantemente nos sorprende y reanima. Pero no somos el centro del universo. Dios no está dando vueltas a nuestro alrededor. Somos nosotros los que giramos a su alrededor. Puede parecer, desde nuestro punto de vista, como si “yo y mi salvación” es el todo y el fin mismo de la fe cristiana. Tristemente, mucha gente —¡muchos cristianos devotos!— aún predica y vive de esa manera. Y no es un problema exclusivo de las iglesias de