El cerebro adicto. Fernando Bergel
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Aquí aparece el hombre como hombre, como sujeto enclavado en una mecánica social que estimula al cerebro y lo ubica con otra mirada de sí mismo y con otra expectativa de realidad. Desde la revolución cognitiva en la alfabetización, que tardó trescientos años entre el siglo XV y el siglo XVIII —que no fue un acto menor en cuanto a las capacidades del cerebro—, podemos entender que esta fuerza neurológica ha dado capacidades neuroplásticas de otro nivel. El ser humano comenzó a jugar en otra liga: en la liga del texto. La revolución de la imprenta y la revolución de los libros en serie le dieron un carácter expansionista al cerebro, donde la cantidad de datos se multiplicó ampliamente en una mutación informacional. Esto produjo una apertura a regiones del cerebro que antiguamente no se abrían ni estimulaban. Podemos hacer la analogía de ampliar una casa. Donde anteriormente se usaban cien metros cuadrados, en trescientos años se ampliaron a miles de metros cuadrados. Se abrieron espacios nuevos, espacios totalmente desconocidos, con funciones novedosas para el hombre, enmarcadas por la estimulación alfabética.
El conocimiento dado por la lectura, sumado al inicio de la escolarización a nivel masivo y las carreras terciarias y universitarias, tuvo un impacto en el cerebro que, estimo, aún no hemos producido el proceso completo de su metabolización. La universidad, en términos de acceso masivo, no tiene más de 250 años. De hecho, Oxford, Cambridge o la Sorbona eran bastante elitistas en sus comienzos, ya que uno debía ser de la aristocracia o tener un cerebro privilegiado para sortear exámenes de ingreso estrictos donde se evaluaba si estábamos calificados para que la institución invierta tiempo en nosotros.
Además, debemos tomar en cuenta el cambio de eje del cerebro en su relación con el poder, donde estos asuntos sufrieron transformaciones desde las monarquías a las naciones soberanas. No se trata de un acto menor, ya que el poder de las monarquías administraba arbitrariamente asuntos tales como quién vive y quién muere. Fueron épocas donde el conde o el duque permitían al pueblo vivir en sus tierras, pero podían ordenar su muerte si no cumplían los reglamentos y las pautas que, muchas veces, se sancionaban por intereses personales o caprichos del regente de la zona.
En la Modernidad, el hombre cambió este sistema. La desaparición de las monarquías puso al individuo en otra posición social. Este tipo de relación con el poder del hombre promedio, sumado a un cerebro proveniente de la Edad Media, cambió hacia las relaciones sociales en las cuales el poder administra los patrimonios del pueblo y este es el dueño de la tierra, de los recursos e, inclusive, comienza a seleccionar a sus líderes. Así se empieza a comprender que el poder administra la vida y no la muerte. De allí los reclamos sociales y las luchas de clases.
Estas pinceladas de un análisis social y cultural, traen dos datos:
1. La alfabetización de la humanidad y el giro del poder como ejemplos estructurales de un cambio neurológico. Se comienza a denotar que hay un código dentro del cerebro que va armándose a medida que las épocas van cambiando. La mirada del hombre sobre sí mismo va transformándose. Llegados al siglo XX, esto da nuevas conexiones a la revolución industrial y a la revolución social que dividió al mundo en comunismo y capitalismo, lo que imprime un giro neurológico a todo el pensamiento colectivo. Con ello, nacen estos nuevos cerebros que se formatearon para las siguientes revoluciones neurológicas dadas por el arte, la música y actualmente la gran revolución neurocognitiva que es la revolución digital.
Desde el comienzo de la radiofonía, donde los grupos familiares se sentaban a escuchar relatos de ficción que producían sensaciones a través de la emisión de una máquina, se creó esta relación máquina-hombre donde aparece el concepto de la cibernética que, recordemos, es el control de las máquinas sobre el hombre o, dicho más amablemente, la relación de las máquinas y el hombre. Allí, el impacto de la cibernética en el cerebro ha sido menospreciado. Luego vino la televisión y, unos años después, la televisión color, creándose una nueva especie en cuanto al comportamiento se refiere: el homo-espectadoris. Este individuo, que a mediados del siglo XX comenzó a sentarse frente a pantallas relacionándose con las imágenes emitidas, se transformó en una raza, una especie, que venía de luchar por el espacio y la supervivencia como individuo que recibe información y placer a través de una pantalla. A finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, esta revolución dio un gran salto en cuanto a la digitalización se refiere. Las pantallas y sus usos: el touch deslizante de las pantallas.
A esto se suma la creación de una industria que modifica los alimentos a través de los niveles de azúcares, aditivos, colorantes y elementos artificiales, lo que también genera un código nuevo en el cerebro. Una categoría con la que hasta entonces no habíamos tenido que lidiar como especie y que transforma al cerebro en el cerebro de un homo-adictus. Ello generó un código en la enfermedad de la adicción, dándole a la población mundial un patrón en cuanto a la dopamina y serotonina con niveles mucho más elevados que los del hombre del siglo XV o del siglo XII, cuando el cerebro debía resolver neurocognitivamente otro tipo de problemas.
El asunto es que a este código —en el cerebro posmoderno, posneurológico— nuestro cerebro no lo lee como un problema a resolver sino que, por el contrario, la naturalización de estas costumbres y hábitos son un sistema que le dio forma a una nueva sociedad y a una nueva especie. Con esto, le dio nuevos enclaves en el funcionamiento del cerebro. Ya no es un cerebro que resuelve problemas —lo cual fortalecía los músculos neurocognitivos—, sino que podemos decir que es un cerebro que busca placer, retrotrayendo sus funciones a un cerebro primitivo con la paradoja y la complejidad de que es un cerebro altamente cognitivo. En efecto, para operar las máquinas digitales e interactuar con la nueva tecnología 5G que está viniendo, con la robótica y la cibernética, el cerebro tuvo que haber mutado a estas velocidades cognitivas. Sin embargo, no tienen otra finalidad que el confort, el placer y una composición del ser humano en relación con su medio ambiente sin precedentes, sin luchas y sin desafíos. De este modo, el comportamiento del nuevo hombre estará relacionado con una gran carta a jugar: el nuevo código del cerebro adicto va a determinar la continuidad de la especie humana. Por ejemplo, si todos los insectos desaparecen de la Tierra, no será una extinción como la de los dinosaurios hace millones de años sino que, en este caso, toda la vida del planeta desaparecerá en cinco años.
Si el ser humano desaparece, toda la vida del planeta resurge porque el comportamiento del ser humano con este cerebro adicto pasó al estamento del depredador en la cadena alimenticia. Somos un virus para el planeta. Depredamos y fagocitamos. Ponemos a los árboles, las montañas y los ríos en la posición funcional en que la población humana lo requiere. Porque el código humano llamado «La enfermedad de la adicción» es un comportamiento y una mirada egocéntrica del ser humano en relación con el medio ambiente y con todo lo que pasa. Esta mirada más profunda y con tintes de fatalismo nos pone en un punto reflexivo en lo concerniente al código de la enfermedad de la adicción dentro del cerebro.
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