Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea. Angy Skay

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Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea - Angy Skay Mafia de tres

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      —Podríamos ir a celebrarlo —añadió Alejandro, chocando su gran mano con Kenrick.

      —Sí, no sé adónde, porque a mí me quedan cinco euros —murmuró Ma entre dientes.

      —Venga, que en esta pelea han sido trescientos pelotes. —Nos guiñó un ojo. El otro lo tenía entrecerrado debido a un golpe—. Nos cogemos un kebab y nos lo comemos en el porche de casa. Invito yo.

      Angelines retrocedió para marcharnos de allí, pero se detuvo en seco al escuchar el comentario de Patrick:

      —Como siempre.

      El porte de mi amiga, rígido e inquietante, me alarmó. Tal y como había sospechado, se volvió lo justo para mirar al alemán y, elevando su mentón, le preguntó con seriedad y firmeza:

      —¿Algún problema?

      Patrick hizo una mueca con los labios. Después de una mirada cargada de enfado, adelantó el paso y desapareció en dirección al coche sin esperarnos.

      El camino a casa fue un poco raro y de mal gusto. Habíamos parado en el marroquí de siempre, comprado la comida, el tabaco y una botellita de anís para brindar después. Todo eso se había resumido a unos cincuenta euros, y la vena del cuello del alemán cada vez estaba más y más gorda, hasta que explotó y me pilló a mí en el coche. Angelines no era de montar broncas con él delante de nosotras, pero ese día parecía ser que el cosmos se había puesto en contra de todos y de todo.

      —¿Ocurre algo, Patrick? Tienes la cara como los pies de otro.

      Y para qué quiso más. El alemán despegó los ojos de la carretera cuando nos paramos en un semáforo y la fulminó con la mirada.

      —Ocurre que te quedas sin dinero si cada vez que ganas una pelea de mierda te lo gastas en celebraciones y gilipolleces. Ocurre que cada uno debería buscarse la vida para cubrir sus gastos y que tú dejarías de ser el banco de España, y…

      —Y ocurre que si yo —se señaló con énfasis— quiero gastarme el dinero en mí y en mis amigos, me lo gasto porque me da la gana. Con o sin esas peleas de mierda.

      La tensión casi se cortaba con un cuchillo tras la contestación de Angelines. Yo no era capaz de abrir la boca, así que decidí mirar hacia la ventanilla cuando vi los ojos de ambos clavarse como puñales el uno en el otro. El alemán habló con mal humor después de un intenso suspiro:

      —Muy bien. En una semana me vuelvo a Alemania. Tengo que solucionar cosas de la empresa y tiene que ser allí. Si quieres venirte conmigo, genial. Si no, puedes quedarte con tus amigos.

      Y dijo «amigos» por no decir «amigas». Pero ¿qué le pasaba a aquel estúpido con nosotras?

      —Me quedaré aquí —le contestó ella sin dudar.

      No le respondió. Arrancó cuando el semáforo se puso en verde y seguimos nuestro camino sin decir ni una sola palabra hasta que llegamos a la puerta de casa.

      Cinco minutos después, estábamos soltando todas las cosas sobre la mesa del jardín. Era finales de marzo y en la calle se podía estar tranquilamente, sobre todo aquel día, que no hacía ni frío ni calor. Ma dominaba la mesa con sus bromas, y parecía mentira que de vez en cuando le diesen esos arranques de mala leche que ninguna entendíamos.

      La cena fue bien. En realidad, habría sido genial si el rubiales hubiese cambiado el morro torcido y se hubiese pronunciado en algún momento, pero no fue así, y Angelines, lejos de querer enzarzarse en una pelea, lo ignoró. Lo ignoró hasta que Alejandro abrió la bocaza que tenía y terminó por rematar a su amigo:

      —Tengo una noticia del putas. —Miró directamente a Angelines. Los demás lo hicimos al momento y ella sonrió, sabedora de lo que iba a decir.

      —Eso, en castellano, quiere decir «buena» —lo tradujo Kenrick.

      —¿Estás diciendo que las putas son buenas? —le preguntó inquisitiva Ma, con una ceja levantada.

      —Yo también quiero hacer ruta —dijo el Linterna, visiblemente emocionado.

      —Nos desviamos del tema —intervine.

      —¿Qué pasa? ¿Habéis matado a alguien? ¿Traes droga de Colombia y empezamos a traficar? —les preguntó Ma, dejando de aniquilar con los ojos a su prometido, que simplemente la ignoraba.

      —Eso no sería una noticia buena —le contestó Angelines entre risas.

      Ma volvió al ataque:

      —¿Entonces? Madre mía, Alejandro, estás pareciéndote a Angelines, que siempre le gusta dejarnos con la intriga y desaparecer.

      La aludida la fulminó con una simple mirada.

      —Eso no es verdad —aseguró con mucha dignidad.

      —Anda que no —apoyé a Ma, porque no estaba diciendo ninguna mentira.

      Abrió la boca y volvió a cerrarla cuando Alejandro prosiguió:

      —Nos han elegido para participar en un campeonato de lucha. El más grande de Andalucía. Y el premio son diez mil euros. —Se acercó el kebab a la boca y le dio un bocado. Yo lo miré pasmada. Lo había dicho con un tono tan neutro, tan casual, que me costó asimilarlo.

      Al darnos cuenta de lo que suponía aquello, la sorpresa fue corriendo por la mesa como la pólvora, como lo hacían nuestros vasos de plástico brindando por la excelente noticia mientras fantaseábamos con lo que podríamos o no arreglar con ese dinero. Las felicitaciones, las sonrisas y los comentarios iban y venían de una punta a otra, pero todo se fastidió y el silencio volvió a reinar en el ambiente cuando escuchamos una silla arrastrarse con mal genio.

      Patrick se levantó sin mirarnos a ninguno, cogió sus pertenencias y murmuró con tono hosco:

      —Buenas noches.

      Cogiendo medidas

      —Los modales alemanes —bromeó Ma, intentando romper la tensión que se había creado de repente—. Si fuera español, le habría hecho un gesto despectivo con la cabeza o mandado a tomar por culo.

      —Ma —la advertí. El horno no estaba para bollos.

      Los vítores de alegría se convirtieron con rapidez en un silencio sepulcral. Las copas alzadas se apoyaron sobre la mesa y las sonrisas menguaron. Un solo minuto después, alguien carraspeó dispuesto a romper el silencio. Era Ma. Qué sorpresa.

      —A ver… Ahora en serio, quizá deberías planteártelo, Angelines. Patrick solo está preocupado por ti, y lo hace con motivos. Rara es la vez que sales de un combate sin un rasguño.

      —Es lo que tiene darse de hostias —le dijo ella, muy en su postura de hacer lo que le diera la gana, como siempre.

      —Yo también lo estaría si fuera mi pareja —la apoyó Kenrick mientras miraba a la que en pocos días sería su mujer. Ella le correspondió con una sonrisa y le apretó la mano en un gesto cariñoso.

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