Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea. Angy Skay
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—¿Qué pasa? —le pregunté. Tenía la mirada perdida—. Patrick… Eo. —Me puse en su campo de visión y moví la mano delante de su cara—. ¿Estás bien?
—¿En qué se ha convertido mi vida? —susurró a la nada.
—¿Por qué dices eso?
Volvió en sí un segundo, solo para mirarme. Después señaló la estancia completa y yo reparé en ella con detenimiento. A la izquierda, en el fondo, había una cama litera con las patas de madera rodeada de luces con casquillos supergordos, como si estuviéramos en plena Navidad. En ese momento, el Pulga estaba en la superior, con el móvil en las manos. Justo enfrente había un pequeño aseo con solo una ducha, un váter y un lavabo. En mitad de la estancia, sin separación alguna, se erguía un futbolín al que todos estábamos viciados, junto con una diana en la pared y un pequeño sofá con una tele enfrente. En el lado derecho se situaba un taller de costura en el que el Linterna buscaba en ese momento algo entre telas, hilos y retales, con una tabla de planchar, una máquina de coser y una gran mesa de corte. Para finalizar, en las esquinas superiores del techo, altavoces pequeños pero potentes. Daba fe.
—¿Qué? —dije sin entenderlo—. Son quienes mejor viven… Y no se han hecho una cocina para poder compartir tiempo con nosotros, que si no…
—No, no es eso. Yo… Yo tenía una vida… diferente, Anaelia. —Agradecí que escogiera el término «diferente», porque cualquier otro se me habría clavado en el pecho—. Una empresa que cada día prosperaba más, negocios externos, lujos…
—Sí, pero en ella no estaba Angelines.
Me miró con sus ojos claros muy abiertos. Estaba afectado de verdad.
—Es el único motivo por el que estoy aquí. —Mi rostro debió cambiar, porque rectificó—: No me malinterpretes, todos me caéis muy bien. Sois divertidos, vuestra vida es… emocionante; siempre pasan cosas. Pero me supera. Te juro que me supera. Todos aquí metidos, Angelines siempre entrenando o partiéndose la cara, los escoceses acoplados. —El Pulga levantó la mano sin despegar la mirada del móvil y saludó—. Sin hablar de cuando estoy en el baño y tu rat…, Azucena se cuela por el cuadradito ese pequeño.
Rectificó. Claro que lo hizo, pero a mí el tono ya me salió amargo aposta.
Era mi Azucena. Mía.
—Azucena tiene acceso a varias estancias de las que no voy a privarla.
—Tiene una habitación para ella sola. ¿Crees que es necesario que pase al baño cuando alguien está dentro?
—Sí.
—¿Para qué?
—Para hacerme compañía mientras cago, como ha hecho siempre. —Arrugó el rostro. Al parecer, en su vida refinada no cagaban las mujeres—. Lo siento, pero ella no entiende quién hace sus necesidades en ese momento, si tú o yo, y si tiene que buscarme…, lo hace en todas las estancias.
—Pero…
—No pienso ser flexible en eso —lo interrumpí para ahorrarle saliva.
—¿Y la cabra? Cuando menos te lo esperas, ¡pum!, aparece en el salón. Sin contar el día que me agaché para recoger su mierda con las manos, creyendo que eran conguitos.
Aguanté la risa porque estaba al borde del llanto, pero recordar el momento me alegraba la vida.
—Vamos a ver, Patrick… Es verdad que analizándolo así puede que sean unas vidas un poco estrambóticas. Pero es la que tenemos, al menos ahora mismo.
—¡Ese es el problema!, ¡la tenéis porque queréis, porque Angelines es cabezota y no acepta mi ayuda!
—No voy a entrar en eso. No me incumbe.
Dejó caer los brazos, derrumbado.
—Solo dime algo… Si fueras tú, ¿la aceptarías?, ¿te vendrías a vivir a Alemania?, ¿cambiarías tu vida?
Negué con la cabeza.
Cerró los ojos, abatido. Pero los abrió con rapidez, justo cuando el Linterna llegó hasta él y le tocó la chorra con la excusa de colocarle una tela encima. Saltó hacia atrás del susto, pero al final suspiró y se resignó ante su situación.
—Tendrás que valorar si te merece la pena; yo ahí no puedo hacer nada. Sabes lo que te quiere mi amiga, pero también lo dura de mollera que puede llegar a ser. Si tu decisión es que deseas marcharte…, tú eliges.
—Si ella tuviera que hacerlo, tengo claro cuál sería su elección.
Me mantuve en silencio porque yo también lo sabía. No dudaría un segundo en escogernos a nosotras.
—Un momentitou y ya estar contigou —añadió el Linterna, cogiendo los alfileres.
—Necesito dejarlo todo. Tomarme un tiempo y…
—¿Vas a dejar a Angelines? —lo interrumpí con sorpresa, pensando mal.
Mi asombro fue evidente; la vena de mi cuello también. Yo la notaba palpitar y él la miraba fijamente. Al escucharme, agrandó sus ojos e intentó sacarme del error, sin éxito.
—¿Qué? ¡No! Yo no he…
—¿A quién vas a dejar?
El torrente de voz que se escuchó desde las escaleras nos dejó sin habla, nunca mejor dicho. Angelines descendió los dos escalones que le quedaban para llegar hasta nosotros, se cruzó de brazos, alzó la barbilla y contempló a su impresionante hombre, que fue menguando poco a poco.
—Yo no voy a dejar a na…
Lo cortó:
—Has dicho que ibas a dejarme.
—¡Ha sido ella! —Patrick me apuntó con su dedo.
Yo me señalé con sorpresa, entrando en la conversación:
—¿Yo? ¡Tú has dicho que ibas a dejarla!
—¡Yo no he dicho eso! ¡Has sido tú! —El alemán me fulminó con los ojos.
—Así que piensas dejarme… —susurró Angelines, sin poder creérselo.
—No, fiera, no. Escúchame…
—¡No, escúchame tú! —Apartó su gran mano con un manotazo cuando intentó arreglarlo—. Estás más raro que un perro verde, y ahora te escucho decirle a mi amiga ¡que quieres dejarme!
—Creo que todo se ha malinterpre…
Suspiré agotada por la conversación de besugos que estábamos teniendo,