Miranda en ocho contiendas. Edgardo Mondolfi Gudat
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Un año más tarde esta oferta bastante discutible de beneficios territoriales se repetiría en el Acta de París (22 de diciembre de 1797), donde el acto de entrega de la soberanía sobre las islas de Puerto Rico, Trinidad y Margarita quedaría expresado del siguiente modo: «(…) podrán ser ocupadas por sus aliados Inglaterra y Estados Unidos, que sacarán de ellas provechos considerables»[9]. Lo decía así, como quien dispone de lo ajeno en un reparto y, por supuesto, sin que nadie fuera consultado al efecto.
Miranda no solo enunciará la necesidad de establecer «una sabia y juiciosa libertad civil» en el contexto de un país sumido en la confusión que supuso la dramática dislocación del orden borbónico sino que, desde muy temprano (desde 1790, cuando menos), fue dándoles colorido a sus propuestas constitucionales con figuras derivadas de otros tiempos y otras culturas: al ofrecer un producto sincrético que combinaba investiduras de origen romano (cónsules, ediles, censores, cuestores y demás) con cargos de abolengo nativo (curacas, hatunapas y amautas), así como usos y costumbres derivados del parlamentarismo británico, Miranda pondría todo el peso de su pensamiento en un país alejado de sus verdaderas partículas.
Las razones que lo condujeron al borde de la desilusión en distintos momentos de su vida son varias y trato de explorarlas de algún modo a lo largo de este libro. Es curioso, pero, así como Eça de Queiroz sostenía que lo mejor de Portugal era el tren del sur, por el cual podía escaparse para siempre, o que el escritor Juan Vicente Romero García apuntase, en célebre juego de ingenio, que la primera de las dos mejores cosas que podía hacer un venezolano era irse del país y, la segunda, no volver jamás, Miranda porfiará en creer en cambio que el país, de alguna manera, estaba allí, aguardando por la concreción de sus planes. Nada lo ilustra más trágicamente que la seguridad con que fijara por escrito estas palabras en una proclama librada en las playas de Coro, en agosto de 1806: «Obedeciendo a vuestro llamamiento, y a las repetidas instancias y clamores de la Patria (…), somos desembarcados en esta Provincia de Caracas»[10].
¿Eran tan ciertos tales «clamores» y «llamamientos» en la comarca gobernada por el entonces capitán general Manuel de Guevara Vasconcelos? Al menos consta cuál fue la respuesta que le mereciera al cabildo capitalino: «Solo un autor tan arrojado como Miranda pudo llegar al extremo tan indigno como el de suponer que los habitantes de estas provincias hayan sido ni sean capaces de haberlo llamado»[11].
También consta que lo primero que hicieron los vecinos de Caracas al enterarse de su solitaria expedición fue promover una colecta con el fin de ponerle precio a su cabeza. Curiosamente, no sería la primera vez que la parte superior de su cuerpo fuese tratada de tal modo. En Francia, en 1792, al verse ante el Tribunal Revolucionario, la turba delirante que aguardaba en la vecindad también había pedido la cabeza del «traidor» para enviársela a los austríacos disparada dentro de un mortero.
Si bien, en el caso que nos concierne, solo se recogieron al final de la colecta 19.850 pesos (es decir, apenas poco más de la mitad de la exorbitante suma de treinta mil pesos fijada por los vecinos de Caracas), lo que en todo caso vale y de lo cual queda evidencia documental, es la intención que tuvieron los principales actores de la provincia de repudiar semejante felonía. Por si fuera poco, algunos de quienes más tarde, es decir, entre 1811 y 1812, habrían de convivir con él durante la etapa más temprana del proyecto autonomista (Juan Germán Roscio, Francisco Rodríguez del Toro o Francisco Espejo) habían formado parte a su vez de la maquinaria burocrática que, en 1806, había pedido que él y su expedición se vieran reducidos a cenizas por el «agravio tan atroz y delincuente» de aquella empresa[12].
El caso de lo proclamado en Coro, en agosto de 1806, resulta doblemente complicado a la luz de lo que, en este caso, pueda decirse respecto a las convicciones de Miranda. Nos referimos al hecho de que, por un lado, Miranda parecía hallarse bastante seguro de que bastaba con anunciar una propuesta como la suya para que la sociedad que supuestamente debía fungir como receptora de la misma, pese al peso que ejercieran sus arraigados prejuicios y fidelidades, saliera a darle acogida, o, en otras palabras, que bastaba con propalar a los cuatro vientos un concepto tan remoto a la sensibilidad de sus contemporáneos en la América española como la libertad racional para que toda una sociedad se movilizara en su nombre. Por otro lado, alguien ha dicho que el exilio distorsiona las perspectivas y tiende a hacer que se sobrestime la indispensabilidad de uno mismo con relación al tiempo transcurrido y la distancia interpuesta[13]. Algo de ello pudo haber ocurrido una vez que Miranda probara poner pie en la costa venezolana luego de más de 30 años de ausencia.
Quizá suene redundante lo que pretendo decir de seguidas, pero, por paradójico que parezca, los eternos reveses que le mordieron los talones a Miranda lo han puesto en cierto modo a salvo de la mala suerte que, no por causa de él mismo sino por obra de otros, ha corrido Bolívar. No en vano el propio Libertador fue el primero en confiarle lo siguiente a un destinatario: «(…) con mi nombre se quiere hacer en Colombia el bien y el mal, y muchos lo invocan como el [pre]texto de sus disparates»[14]. Y conste que, en este caso, Bolívar hablaba del aprovechamiento que de sus actuaciones hicieran sus contemporáneos y no de lo que la beatería bolivariana hiciera posteriormente con respecto a cada palabra que hubiese pronunciado en el curso de su vida.
Esto viene a propósito de un juicio que corriera por cuenta de Mario Vargas Llosa y que bien vale la pena citar aquí en relación con lo que significara que Bolívar, Miranda u otros de similar catadura (San Martín u O’Higgins, por caso) terminasen atrapados dentro de una dimensión mítica o cuasi religiosa. Observó Vargas Llosa en una oportunidad que, en su ambición deicida e iconoclasta, los filósofos franceses del siglo XVIII se dieron primero a la tarea de matar a Dios, luego a los santos y, finalmente, a hacer que la república llenase con héroes laicos el vacío dejado por aquellos.
No hay duda de que esta religiosidad republicana, esta religión sustitutiva, puede resultar extremadamente agresiva (porque crea su propia iglesia, su propia doctrina y le da curso a un celo inquisitorial tremendo a la hora de fulminar todo juicio que pudiese ser tomado por sacrílego de acuerdo con sus pautas). No obstante, al mismo tiempo, debo confesar que siempre me ha intrigado (y, en el fondo, fascinado) lo mucho que de operación falsificadora tiene el empeño por trasladar ciertos elementos de la nomenclatura cristiana con el fin de darles arraigo en los predios de la historiografía.
Por ejemplo, en fecha tan relativamente reciente como mediados del siglo XX, no era extraño que un autor se refiriera a Miranda como el «profeta», o como el «Juan Bautista», en tanto que Bolívar ocupaba –según el mismo escritor– el sitio reservado al Mesías. Otro lo calificaría como una suerte de «Moisés» que debía iniciar el camino hacia la Tierra Prometida[15]. Sin ir más lejos, basta ver hoy en día que Miranda sigue siendo definido en el léxico oficial como el «precursor», el «mártir» o el «apóstol» de la libertad (para no hablar de denominaciones incluso más babosas como la de «protomártir»). Sobra insistir en todo cuanto semejantes epítetos comportan a la luz de una simbología concebida para servirles de asiento a los bajorrelieves heroicos y que, por supuesto, yace instalada con fuerza en los espacios dominados por el discurso del poder. O puesta, única y exclusivamente, a su servicio.
No creo que se trate de una particular originalidad afirmar entonces que semejante culto impone un orden y una dirección que conduce a una difícil cohabitación con el pensamiento crítico, bien porque el culto no admita revisiones, bien porque, sencillamente, toda la mitología que dimana de la aureola de los héroes intenta desalentar el desafío que impone la tarea de comprender las cosas sin que tengamos que vernos sujetos a una procesión de necedades.
Aun así, comparado con Bolívar (y la comparación resulta demasiado tentadora a los fines de lo que aquí se discute), Miranda se salva por unos cuantos kilómetros de distancia de ser tan celoso objeto de los santos cuidados de la nación. Ello quizá se deba en parte al hecho de que, durante más de siglo y medio, una muy arraigada tradición –especialmente de orientación bolivarianista– se hizo