Miranda en ocho contiendas. Edgardo Mondolfi Gudat

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Miranda en ocho contiendas - Edgardo Mondolfi Gudat

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se referiría de esta forma al expediente de sus nombres falsos:

      A veces para confundir, a veces para ocultarse, a veces, acaso, por la pura dicha de inventar un personaje o de hacer más perfecta e increíble la aventura, es coronel, conde, mártir de la Inquisición, Monsieur de Meyrat, el caballero Meiroff, o, como el anagrama de una novela sentimental, el señor Amindra, pero siempre y en todo momento el caraqueño Francisco de Miranda al servicio de la independencia de América[23].

      El colombiano Ricardo Becerra; el español Antonio Egea López; los españoles de origen Pedro Grases y Carlos Pi Sunyer; los estadounidenses William Spence Robertson y Joseph Thorning; el ecuatoriano Alfonso Rumazo González, y los venezolanos Caracciolo Parra Pérez, Mariano Picón Salas, Ángel Grisanti, José Nucete Sardi, Santiago Key Ayala, Manuel Segundo Sánchez, Héctor García Chuecos, Alfredo Boulton, el Hermano Nectario María, José Manuel Siso Martínez, José Luis Salcedo Bastardo, Josefina Rodríguez de Alonso y Miriam Blanco-Fombona de Hood son autores que llegaron a consagrarse al estudio de Miranda en sus respectivos tiempos. Además, en ciertos casos, tal fue el grado de su aporte que algunas tentativas posteriores (con excepción de lo emprendido por Rafael Pineda en relación con el tema de Miranda y las artes, o por Gloria Henríquez y Miren Basterra en lo que toca a la reordenación de su archivo) pueden ser tomadas como simples variaciones de lo escrito por aquellos.

      Con todo, lo que más tiende a sobresalir por aquí y por allá al revisar buena parte del registro bibliográfico es una visión pintoresca o audaz de Miranda, cuyos disímiles conocimientos le permitían acceder a una posición inusitada y moverse libremente por el universo culto de su tiempo, cautivando por igual a cortes y filósofos gracias a su reputación de hombre ingenioso, de buen conversador y de inteligente hombre de mundo.

      Aun a riesgo de semejantes simplificaciones o lugares comunes, no hay duda de que, al menos cronológicamente hablando, Miranda llegó a ser el primer hispanoamericano que obró dentro de una dimensión internacional. Fue sin duda el primero que incursionó en el juego de la política a ambas orillas del mundo atlántico, intentando derivar de ello un provecho significativo a la hora de estimular la ruptura de los dominios españoles de ultramar, y quien se presentaba como portavoz de un vasto movimiento insurreccional haciendo gala de una sorprendente capacidad conspirativa con la cual movilizó a influyentes amistades, desde la zarina Catalina II hasta los diputados de la Gironda, pasando por los financistas ingleses, los gobernantes británicos de Jamaica y Trinidad, los comerciantes de Boston y los políticos de Washington y Filadelfia[24]. El hecho de que haya visto o tratado de cerca a Jorge Washington, Federico el Grande, Napoleón Bonaparte, el príncipe Potemkin, Thomas Jefferson o Alexander Hamilton dice mucho a este respecto.

      Esta versatilidad de su figura es lo que le permite desplazarse por los salones donde urde inagotables aventuras aristocráticas, o participar en discusiones donde se elogia la «libertad racional» y se analizan la superstición y el fondo común de impostura que se atribuía a casi todas las religiones, o iniciar al joven Bernardo O’Higgins (más tarde director supremo de Chile) en el ámbito de una logia, o visitar un burdel en Italia y describirlo en su Diario de viajes con el lenguaje más soez y descarnado que cupiese imaginar de parte de un observador del siglo XVIII[25]. Es el Miranda que viaja sin cesar, amparado por pasaportes diversos y quien, luego de casi 30 años de azares (1784-1810), fue tramando una red de intrigas y conspiraciones que desorientaron durante largo tiempo a la diplomacia española.

      Ahora bien, no es cuestión de dejarse ganar por la idea de que Miranda guardó siempre una actitud altiva dada su condición de prófugo de la justicia española o, dicho de otro modo, que se considerara infalible o inapresable ante quienes reclamaban su entrega con el fin de que fuese juzgado por los cargos que pesaban en su contra. Lejos de ello, resulta más que probable que el hecho de cargar con semejante acusación a cuestas lo sumiera a ratos en una profunda ansiedad, alternada con estados de abatimiento y depresión.

      Audacias aparte frente a quienes se empeñaran en seguirle los pasos, o a la hora de hacer su presentación de una corte a otra, o de deambular de un salón en otro, lo que no puede negársele será su persistente empeño por construir complejas redes de contacto a ambos lados del Atlántico y comprender el valor que, como rasgo distintivo de su época, revestía el acopio de información y la actividad publicitaria a los fines de la acción política. Con el correr del tiempo, Miranda se hará cada vez más diestro en tales menesteres.

      A tal grado llegó la obsesión con el «fugitivo» Miranda luego de su ruptura más o menos definitiva con España, en 1783, hasta su repudio absoluto a toda vinculación con la Corona a partir de 1790, que por doquier agentes, ministros y encargados de negocios ante diversas cortes de Europa intercambian inteligencias para gestionar su detención u obtener formalmente su extradición con el fin de trasladarlo a Madrid y someterlo a juicio en razón de una larga lista de insubordinaciones, infidencias y supuestos ilícitos cometidos por el venezolano mientras servía en las Antillas entre 1780 y 1783 como oficial al servicio de Carlos III.

      En cuanto al riesgo que corrió en más de una oportunidad de ser objeto de una orden de extradición, sobresale un caso curioso que bien vale comentar, aun cuando no sin antes hacer una pertinente aclaratoria al respecto. Si en alguna parte estuvo a salvo de semejante riesgo fue en Londres, asiento de su más larga residencia europea, todo ello para frustración de los diplomáticos españoles, los cuales, por más que insistieran en que Miranda había incurrido en graves delitos contra la Corona (al haber faltado a sus deberes como oficial español o al tramar conspiraciones en contra de las autoridades en las provincias americanas), debían tropezarse con los pruritos con que en Inglaterra era venerada la figura del asilo como parte de una tradición liberal muy asentada contra toda persecución por razones de índole política o religiosa.

      Ahora bien, donde las leyes no daban tregua en la isla –basándose para ello en otra premisa imperturbable dentro del firmamento liberal, como suponía serlo el principio de propiedad– era en materia de deudas. Y Miranda, desde luego, era quien –por sus aprietos económicos, su situación por lo general bastante ajustada, o debido a su estilo de vida a salto de mata– más podía temer que, aprovechándose de las disposiciones existentes sobre deudores, las autoridades españolas echasen mano de él, aun cuando se hallara aparentemente a salvo en la capital británica.

      El caso en cuestión figura bastante bien documentado y prueba los riesgos que corrió el venezolano, escaso como llegó a verse de fondos en más de una oportunidad. Se trató para más señas de una instancia que ni siquiera tenía asideros en la realidad y que un testigo resumiría así:

      (…) el embajador de España [en Londres] encargó (…) que se [le] presentase a un español endeudado, que se encontraba hacía ya más de un año en la cárcel, para prometerle su rescate si juraba que Miranda le debía dinero, lo que el otro hizo. Se encontró un abogado que exhibió ante un juez la reclamación del español y obtuvo la orden de arrestar a Miranda[26].

      Lo que lo salvó de este aprieto fabricado por la legación española fue que, entre las protecciones que en el pasado reciente le dispensara la zarina Catalina II, figuraba que las legaciones rusas (incluyendo la de Londres) lo alojasen en sus respectivas sedes cuando el viajero así lo creyera oportuno. Miranda se prevalió de tal privilegio en Estocolmo (octubre de 1787) y de nuevo en Copenhague (enero de 1788). Esa misma prerrogativa la explotó también hallándose por segunda vez en Londres, en 1789, cuando aún no disponía de domicilio propio. Por tanto, el fabricado caso lo sorprendería alojado en la residencia del ministro ruso ante la Corte de Saint James.

      Bien vale la pena escuchar el desenlace:

      El susodicho [juez], habiéndose presentado con su orden de detención en casa [del ministro ruso], Miranda declaró (…) que pertenecía al personal de la Embajada de Rusia y no pudieron arrestarle. Pero temiendo que, a pesar de todo, no le ocurra esto un día, sea de noche, sea en la calle, Miranda [le ha rogado al ministro ruso que] lo inscriba

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