Miranda en ocho contiendas. Edgardo Mondolfi Gudat

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Miranda en ocho contiendas - Edgardo Mondolfi Gudat

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tendría razones, pues, para jactarse más adelante de decir que había hallado la forma de escapar a la «venganza» de España «por el apoyo decidido (…) de esta mujer célebre»[28]. Tanto así que, como puede verse, la mano larga y generosa de Catalina II hizo posible que Miranda fuese agregado a la lista del personal de la embajada rusa en Londres para que lograra acogerse a la inmunidad que le confería esta figura.

      Se trata sin duda de otra prueba de la alta distinción que le dispensara la zarina y que además, en este caso, ha servido para darles pábulo a las más jugosas fantasías, como las supuestas hazañas de alcoba de Miranda a la hora de granjearse los favores de su protectora, algo que compite también con el poderoso mito que lo señala como afanoso coleccionista de vellos púbicos y otros trofeos de similar naturaleza.

      De acuerdo con Karen Racine, biógrafa de Miranda, la popularización que ha cobrado la idea del Miranda «erotómano», o sea, del depredador incapaz de controlar su libido, ha terminado sirviéndole la mesa a un lamentable estereotipo cultural que, entre otras cosas, oscurece totalmente el hecho de que Miranda fuese –como también lo testimonian las páginas de su Diario y su correspondencia personal– muy sensible y respetuoso de las opiniones femeninas[29].

      Aún más, el mito del erotómano relega a la trastienda lo que, en el caso de Miranda, figura como una auténtica rareza entre sus contemporáneos. Me refiero a lo mucho que hizo por llamar la atención sobre la desvalida condición en que se hallaba la mujer en algunas de las sociedades que llegó a examinar de cerca o, incluso, por abogar a favor de sus derechos, tal como lo hizo mediante un atrevido documento dirigido a la Asamblea Nacional francesa en 1792 proponiendo la concesión de derechos políticos al sexo femenino, considerándolo una necesidad social. Incluso le escribiría lo siguiente a Jérôme Pétion, su amigo girondino y miembro de la Convención Nacional:

      ¿Por qué dentro de un gobierno democrático la mitad de los individuos, las mujeres, no están directa o indirectamente representadas, mientras que sí están sujetas a la misma severidad de las leyes que los hombres hacen a su gusto? ¿Por qué al menos no se las consulta acerca de las leyes que conciernen a ellas más particularmente como son las relacionadas con matrimonio, divorcio, educación de las niñas, etc.? Le confieso que todas estas cosas me parecen usurpaciones inauditas y muy dignas de consideración por parte de nuestros sabios legisladores[30].

      De modo pues que la imagen que ha prevalecido en torno al inescrupuloso seductor de mujeres, una suerte de Lotario como aquel descrito por Cervantes, se aviene mal a la idea antes señalada según la cual, y a diferencia de muchos de sus contemporáneos, las convicciones liberales de Miranda se aproximaban en este caso a lo que debía ser una relación un tanto menos desigual de género en la esfera pública[31].

      Volviendo al caso de la zarina, si algo llama primeramente la atención al respecto es que Miranda, tan afanoso como lo fue para el detalle, no dejó apuntada una sola línea en su Diario de viajes respecto a los supuestos encuentros furtivos con Catalina II, como sí lo hizo en cambio acerca de otras muchas mujeres, aun de probada condición noble. Podría aducirse que no se trataba de cualquier partido de la alta sociedad sino de la emperatriz de todas las Rusias, lo cual habría hecho especialmente imprudente confiar semejantes intimidades a las páginas de su Diario. Ahora bien, podría uno preguntarse: ¿es que acaso cualquiera se vería forzado a dejar prueba de ello?

      Algunos biógrafos, muy escrupulosos en tal sentido, como el estadounidense Joseph Thorning, hablan de lo imposible de tal relación «indecorosa» sin que ningún testimonio de la época sea capaz de sugerir que semejante cosa tuviese lugar[32]. Sin embargo, tampoco existen razones para descartar totalmente la especie como si fuere obra del más puro invento. Al menos cierta comidilla entre los propios contemporáneos de Miranda da a entender que la zarina, entrada en años, y el viajero venezolano, que justamente cumpliría en Rusia los 37 años, se entregaron a mutuos extravíos.

      Existe por ejemplo un testimonio que corrió por cuenta de Stephen Sayre, caracterizado además por la más pícara ambigüedad, según el cual «Miranda viajó provisto de enormes ventajas y nada ha escapado a su penetración, ni tan siquiera la emperatriz de todas las Rusias»[33]. El envidioso Sayre (quien, por cierto, rivalizaría ferozmente con Miranda más tarde, en el contexto de la Revolución Francesa) remataría haciendo un ingenioso e impúdico juego de palabras en torno a la reciente expansión territorial rusa bajo el empuje de Catalina: «Debo hacer la mortificante confesión de haber permanecido 21 meses en la capital [rusa] sin haberme familiarizado nunca con las partes internas de los muy extensos y conocidos dominios de la zarina»[34]. Thomas Paine, el autor de Los derechos del hombre, sería, en cambio, un poco más discreto: «[Miranda] no me hizo mención de sus aventuras con Catalina de Rusia, ni tampoco yo le dije lo que sabía al respecto»[35].

      Como quiera que sea, el tema llegó a suscitar tanto ruido con el correr del tiempo que ni siquiera alguien tan atildado como Parra Pérez desestimó opinar al respecto. Veamos lo que llegó a decir:

      ¿En qué consistieron realmente las relaciones de Miranda con la zarina? Se ha escrito que cierto día nuestro venezolano habría gozado del privilegio de «alcoba» y que por ello se explica la protección que le fue concedida por Catalina. Otros han negado el hecho. A decir verdad, en ello no habría habido nada de extraordinario.

      Todo el mundo sabe que Catalina buscaba los hombres guapos y no vacilaba mucho para otorgarles el más íntimo favor; suministró pruebas de su escandaloso ardor más allá de sus 60 años. Miranda, por su parte, era demasiado listo para desperdiciar la ocasión, si se hubiese presentado, y cuanto puede afirmarse es que, si el hecho no está probado, en lo que le concierne, ciertamente no es inverosímil[36].

      Sin que sepamos de qué forma el proverbialmente meticuloso historiador arribó a semejante conclusión, Parra Pérez da por sentado que nada de extraño habría tenido que la zarina, en medio de su «escandaloso ardor», gustase físicamente de Miranda puesto que, en ella, los «instintos sexuales» dominaban su «facultad psicológica»[37].

      La historiadora Inés Quintero, quien también quiso terciar en este terreno lleno de ambigüedades y de más dudas que certezas, es rotunda a la hora de formular su parecer:

      Uno de los aspectos que mayor atención ha despertado entre los estudiosos de Miranda y entre quienes se interesan o sienten curiosidad por este personaje ha sido su relación con Catalina de Rusia. Llama la atención que una de las convenciones más recurrentes se refiere a la posibilidad de que haya habido un romance entre el caraqueño y la zarina. Los más entusiastas están convencidos de que fue así y, por lo general, en las conversaciones informales, cuando se habla del tema, siempre aparece algún fan de Miranda que da por descontado el éxito obtenido por este donjuán tropical en la lejana Rusia, nada más y nada menos que con la poderosa Catalina la Grande. Yo misma he sido interrogada al respecto en más de una ocasión y mi respuesta ha sido más bien disuasiva. La verdad, no creo que haya ocurrido, de ninguna manera. Los indicios, el trato, los testimonios no van en esa dirección. (…)

      Todas las menciones que hace Miranda en su Diario respecto a los encuentros, contactos personales y diálogos sostenidos con la zarina dejan ver el protocolo, la distancia, el entorno cortesano en el cual se desenvuelven[38].

      Como quiera que fuere, en ese Miranda apasionado, tenaz, enigmático, urdidor de conjuras y rápido para el encubrimiento de sus pasos y de su verdadera identidad, tuvo pues la monarquía española a uno de sus más constantes adversarios. Aquel que transitaba con comodidad y soltura en medio del carácter apolíneo y materialista de su época profesando al mismo tiempo el gusto por el misterio, «el lado nocturno de la naturaleza humana» que animaba a las sociedades secretas, o admitiendo la seducción que le suscitaban algunos cultos iniciáticos y hasta ciertas corrientes pretendidamente científicas, entonces en boga, como el mesmerismo y la frenología[39].

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