Miranda en ocho contiendas. Edgardo Mondolfi Gudat
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Sería un error suponer que con ello pretendo decir que Miranda murió de manera más o menos feliz en La Carraca. Esto está lejos de ser el punto que se discute, y ni tan siquiera estoy haciendo referencia al caso de su criado, o el de los libros a los cuales pudo tener acceso, solo por poner de bulto la posibilidad de que tales indicios revelen la existencia de un trato menos inhumano o indecoroso durante su cautiverio. Simplemente he querido utilizar el caso del Miranda en La Carraca como ejemplo de la casi indestructible capacidad que tienen los mitos y, más aún, de cómo forman un poderoso sedimento y de cómo sobreviven al intento por cuestionarlos.
No confundamos mitos con valores. Porque no es precisamente que yo le niegue a Miranda el valor de ser un modelo; pero entiendo que una sociedad necesita de una conciencia histórica que la estimule, no que la engañe o degrade. En este sentido, el pensamiento crítico es también un valor sobre el cual deben fundamentarse las sociedades, y a duras penas los individuos pertenecientes a una comunidad determinada pueden elaborar sanamente modelos sobre la base de hipérboles, mendacidades, racionalizaciones infantiles o simplemente –como llevo dicho– de mitos que le sirven de pábulo al culto divino, a la exaltación militarista o a la visión puramente heroica de todo cuanto ocurriera –como en el caso de Miranda– durante los trágicos y violentos tiempos de ruptura que le tocó atestiguar.
Quisiera insistir una vez más en que no he pretendido recorrer todo cuanto informa la larga carrera de Miranda a través de estos ocho asaltos, todos los cuales fueron escogidos más o menos al azar, o bien dictados por alguna circunstancia particular. Antes, por el contrario, quisiera que fuese el propio lector quien se sintiera animado, a través de estas páginas, a completar los retratos que existen sobre Miranda en libros de mayor valía, como los que figuran citados al final de la obra.
Miranda es, para decirlo de la forma más visceral y directa posible, una pasión a la cual suelo recurrir con frecuencia. Espero que al concluir estas contiendas tal sea también la sensación que experimente el lector.
Caracas, 2019
Miranda y sus claroscuros
Hay algo extraño acerca de esas historias sobre mí. Algunas las inventé yo, o en todo caso alenté a que otros lo hicieran. Ahora me luce como si esas historias le pertenecieran a una persona distinta.
Miranda hablando de sí mismo, según V.S. NAIPAUL
Un viaje con luces a estribor
Para el escritor venezolano Mariano Picón Salas, autor de una de las más amenas biografías de Francisco de Miranda que se conozcan y sobre la cual figura un ensayo en este libro, abordar el tema del Generalísimo se traducía en un ejercicio de penetración psicológica que abarcaba al mismo tiempo lo individual y lo social, el irracionalismo y la lógica, la cultura y el instinto. Y nada resultaba mejor –a juicio de Picón Salas– en este esfuerzo por sintetizar categorías tan aparentemente contrapuestas que el drama de lo que significó el último año y medio de la vida política de Miranda, el período de su definitiva actuación venezolana que mediara entre diciembre de 1810 y julio de 1812 cuando, ya cansado de tantas conspiraciones, bajó por última vez «del país de la utopía a un áspero y limitado rincón de lo concreto».
Miranda se destaca, entre otros rasgos curiosos, por la asombrosa capacidad que tuvo de asumir papeles diversos, o de reinventarse a sí mismo, a lo largo de sus 66 años de vida. Tanto, que en sus documentos personales resulta muchas veces difícil deslindar lo real de lo simulado, o de lo fingido, o de lo simplemente inventado por su frondosa imaginación. Y una prueba contundente en tal sentido es que esa licencia para la hipérbole se incrementa a medida que el venezolano, quien en 1771 se embarca en La Guaira a bordo de una goleta sueca con destino a España, se va distanciando cada vez más de su lugar de origen.
Por ello no resulta extraño que en Rusia, uno de los lindes más apartados de su periplo europeo, llegara a presentarse como noble y coronel, granjeándose el reclamo del representante español en San Petersburgo debido a la portación de tan cuestionables títulos[21]. Sin embargo, por más que el ministro español protestara ante la audacia del venezolano, el historiador Caracciolo Parra Pérez ha dedicado un par de minuciosas páginas de su libro Miranda y la Revolución Francesa para explicar que no se trató de una simple impostura. Después de todo, la zarina Catalina II resolvió conferirle ese mismo rango honorífico dentro del Ejército ruso al almirante y aventurero medio español, medio napolitano, José Rivas. Y ya, en cuanto al título de «conde», la confusión emanó, al parecer, de las propias convenciones empleadas en la Corte rusa.
Aparte de haber contado con el «entero asentimiento» de Catalina en lo que a su coronelato se refiere, el mismo Miranda daría por sentado que el trato de «conde» era un rudo equivalente del «don» español, seguido, en cierta forma, como regla comúnmente observada en la Corte[22]. La explicación autojustificativa es poco creíble, por decir lo menos, y, en todo caso, la portación de tal título terminó dando lugar a una breve pero enervante querella en la cual tanto el cuerpo diplomático como la comunidad de expatriados que residía en San Petersburgo fueron tomando partido mientras duró la estancia de Miranda en Rusia.
Miranda actuaría siempre como una figura provista de tal pluralidad de máscaras que, por ejemplo, partió de Holanda rumbo a Suiza en 1788 con un pasaporte que lo identificaba como «Monsieur de Merov»; ese mismo año se paseaba por el norte de Alemania bajo el supuesto nombre de «Monsieur de Méran, comerciante livonio»; en Estocolmo, con una ligera variación, encubriría su identidad haciéndose llamar «M. de Meiroff, caballero de Livonia», siendo, al parecer, ese gentilicio estonio o letón («livonio») de su particular agrado. En otras oportunidades se encofraría bajo los nombres de «caballero de Meirst» (en Suiza), «coronel Mirandov» (durante su estancia en San Petersburgo), «señor Morprosán» (en algunas localidades de Suecia), «Monsieur Méroud» (en el sur de Francia), «Édouard Lerroux D’Helander», como fugitivo en París, «Eleuteriatikós» (en cartas sobre arte y política) o «coronel Martín de Maryland», lo cual vendría a ser el caso durante su estadía en Roma. Ni siquiera al final, al preparar los planes para una evasión del presidio de La Carraca en Cádiz, en julio de 1816, renunció al empeño de recurrir a un nombre ficticio. Como si consciente –o no– de verse en las vecindades de la muerte, no volviera a utilizar más su verdadera identidad y se firmara como «José de Amindra» en las afanosas cartas que les dirigiera a sus más consecuentes amigos ingleses para que lo ayudasen a conseguir una libertad que lucía cada vez más incierta.
En todo caso sus papeles personales, atesorados a lo largo de una vida de andanzas, permiten seguir al detalle el uso recurrente de heterónimos y cambios de identidad que vertió en pasaportes y en su abundante correspondencia, y que no solo le servía para ponerse a resguardo de las asechanzas a las cuales lo sometían las autoridades españolas sino que, hoy por hoy, y dadas las seductoras perspectivas que ofrece el tema, podría dar pie para explorar