Miranda en ocho contiendas. Edgardo Mondolfi Gudat
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El hecho de que esa acusación que lo señala como el responsable más visible o casi único de la pérdida de la república en 1812 cobrara tan poderoso arraigo impidió comprender durante mucho tiempo que su actuación, en medio de las mayores dificultades y contradicciones, contribuyó a hacer posible que una Venezuela en transformación evitara verse totalmente sumida en el caos por obra de las decisiones que debió tomar en su calidad de dictador entre abril y julio de 1812. No obstante, siguió siendo a él, en vista de su determinación por acordar un armisticio con Domingo de Monteverde, a quien se le atribuyó la insostenible situación planteada en julio de ese año 12.
Ello es tan cierto que, según lo observa el ya mencionado Manuel Lucena, la imagen de Miranda para la posteridad se asoció a un fracaso, del cual muchos otros (incluyendo a Bolívar, en primer lugar) lograron salir indemnes[16]. Tampoco es cuestión –como agrega el propio Lucena– de incurrir en el planteamiento contrario y exculparlo totalmente de la consecuencia de sus acciones[17]. Pero el hecho cierto es que, hasta que historiadores como Mariano Picón Salas, Caracciolo Parra Pérez y Augusto Mijares se hicieran cargo de la tarea de formular un entendimiento más complejo de lo ocurrido y, por tanto, de advertir que resultaba necesario analizar en su conjunto tantos desastres reunidos para penetrar en las causas más complejas del fracaso en que pronto se hundió aquel ensayo de república, el peso de la derrota continuó haciendo que Miranda, en tanto que principal responsable, se viera relativamente a salvo del patriotismo más cerril.
Otra limitación (aunque esta resulte más bien afortunada) conspira también contra la incorporación plena y total de Miranda al culto idolátrico de la liturgia republicana. A diferencia de Bolívar, y por más variable o contradictorio que luciera el pensamiento de este según el momento y las circunstancias en que le tocara obrar, Miranda se limitó más que nada, a lo largo de su vida, a adquirir toda clase de conocimientos acerca de otras sociedades y sus prácticas políticas, pero nunca articuló para sus contemporáneos un cuerpo doctrinario (como fue el caso de Bolívar) sobre los modelos disponibles o las distintas formas y alternativas de gobierno deseables.
Abunda por tanto en Miranda el afán por el conocimiento acumulativo, pero no la sistematización de ideas ni discursos de los cuales pudieran derivarse apotegmas y aforismos con fines pedagógicos o de provecho aleccionador. Cuesta extraer de sus papeles –y doy fe de la experiencia– alguna frase deslumbrante o efectista. No hay duda de que, a diferencia del estilo muy galo de Bolívar –febril y verboso–, en Miranda pesa mucho el elemento inglés. En tal sentido, la frase precisa y pequeña, muchas veces fría, con la cual expone sus planes de gobierno o sus proyectos constitucionales (por muy alejados que estuviesen de la realidad), cunde por doquier para desconcierto de quien busque una línea electrizante para plasmarla en un mural o a la entrada de un cuartel.
Existe algo que se complementa con lo anterior, y es que, acostumbrados como nos hemos visto a reconocer a Miranda como patrimonio exclusivo de una época anterior a las formas sociales concebidas por el romanticismo, no hay manera de evitar verlo convertido en una figura hierática y remota, obligado a vivir como contundente ejemplo del racionalismo más antipático (y aquí Bolívar traza una nueva frontera con Miranda y se impone entre nosotros como un exponente de ese brío romántico, de las hazañas demenciales que maravillan y conmueven: «Si la naturaleza se opone», o bien «Vencer, vencer, vencer, esa es nuestra divisa»).
Ciertamente, Miranda perteneció toda su vida al mundo del siglo XVIII de la Ilustración. Pero, en todo caso, el siglo XVIII estuvo muy lejos de ser esa edad que jamás llegó a existir y que una deformante tradición romántica se hizo cargo de describir como la del puro pensamiento abstracto, del predominio de la razón fría sobre el sentimiento. No hay duda de que, siguiendo muy de cerca las pautas intelectuales del siglo XVIII, Miranda se empeñó en ensalzar las virtudes de la observación directa de la realidad a la hora de analizar todo cuanto lo rodeara. También, muy acorde con ese siglo, se esmeró en mantener un encuentro vitalista con los clásicos, simpatizar con el desarrollo, cada vez más sostenido, de las invenciones mecánicas, y, no por último menos importante, privilegiar el valor de la razón como instrumento para ordenar la experiencia.
Sin embargo, pertenecer por temperamento y educación a ese siglo no significaba, entre otras cosas, que en Miranda estuviese ausente el culto a la aventura y otras complejidades propias del siglo XVIII desestimadas por el romanticismo del siglo XIX. No en vano, más de la mitad de su vida (50 años, para ser precisos) se refugian dentro de ese siglo XVIII que fue también el siglo de Cagliostro, del barón de Ripperdá y de Casanova, figuras todas muy emblemáticas de una época capaz de hacer que libertad y libertinaje conviviesen muy de cerca, algo que, por lo general, no transmite la imagen que se tiene acerca de un siglo XVIII exclusivamente amoldado a lo apolíneo.
Dentro de esta historia de lo posible y lo imposible por exaltar a Miranda a los altares republicanos, o de potenciar el sufrimiento trágico de su figura, no puedo dejar de hacer mención al peso que, en la construcción de su máximo grado de martirio, exhibe el célebre cuadro de Arturo Michelena Miranda en La Carraca (1896). Obviamente, si algún propósito tiene esta obra es vincularlo a la tradición hagiográfica que lo sitúa en el epicentro del fracaso (y, más aún, de lo que debía significar su redención para la posteridad). Así, si nos ceñimos a lo que Michelena quiso expresar, el pathos de Miranda se eleva a niveles cuasi siderales.
Al margen de sus indiscutibles méritos artísticos y contundente poderío visual, no hay duda de que este cuadro forma parte de las directrices que gobiernan nuestra percepción del personaje. Tan completamente domina el Miranda en La Carraca el mundo sensorial del venezolano que toda su trayectoria se ve reducida, así, sin más, a la imagen que transmite aquel prisionero abatido por su inmensa carga prometeica. Basta cerrar los ojos para comprobar enseguida lo que se dice. Lo que vemos en la oscuridad de nuestros cerebros es el jergón de paja que ha perdido las costuras y la mirada del reo, llena de tedio, alejada de todo contacto con el mundo exterior. Ahora bien, la dificultad de desafiar esta poderosa imagen que epiloga su tragedia, y que el crítico Rafael Pineda ha querido llamar «su arquetipo iconográfico por excelencia»[18], estriba en el hecho de que niega cualquier otra visión que no lo tenga por símbolo de la más contundente derrota.
De nuevo recurre aquí la sensación de culpa: murió abandonado y en soledad, reducido a grillos, y ni tan siquiera hemos sido capaces de encerrar sus escasos huesos (de ser cierto que sean suyos) dentro de aquel cenotafio que aguarda en el Panteón Nacional. En ese ambiente de La Carraca, tal como lo concibe Michelena, Miranda solo podía envilecerse hasta la muerte, y la tarea del artista consistía en mostrarlo de esta forma rotundamente trágica. Tanto así que la figura de Miranda tendido a cuerpo entero sobre su camastro, con el codo afincado en la almohada y un pie sobre un piso de ladrillos ajado por los años, sobresale visiblemente entre los demás objetos que lo rodean. Apenas una jofaina luce en un extremo del cuadro mientras que, en el otro, un par de libros hacen equilibrio sobre un taburete desmembrado, funcionando a modo de contraste con los grillos de presidiario que penden de la pared del fondo. El cuadro, en resumen, transmite la idea de quien, sin más, ha aceptado el fatal destino de morir en la cárcel como el precio que debía pagar por su irreductible papel de mártir.
Pero, ¿es ello tan cierto? El caso es que, con todo y haberse visto reducido a prisión –tal como lo retrata Michelena–, Miranda no quiso privarse de tener un futuro. O sea, de seguir actuando. Lo cual no estuvo lejos de ser lo cierto hasta el último momento puesto que, como lo observa Manuel Lucena, continuó conspirando para librarse de sus carceleros[19]. Así lo atestiguan las teclas que intentó pulsar primero entre los diputados liberales españoles o, inclusive, al dirigirse directamente más tarde a Fernando VII con el objeto de que se le conmutara la pena por la alternativa del exilio (si bien es cierto que tal propuesta jamás recibió contestación alguna); pero también lo atestigua el hecho de que intentase disponer de la ayuda que le facilitaran sus contactos ingleses con el fin de evadirse de La Carraca.