Miranda en ocho contiendas. Edgardo Mondolfi Gudat

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Miranda en ocho contiendas - Edgardo Mondolfi Gudat

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así en momentos en que comenzaba a definir mejor sus contornos individuales o distanciarse de aquel mundo de nexos coloniales que informara su biografía hasta que decidiera zarpar de Caracas en 1771.

      De hecho, según lo observa su biógrafo Joseph Thorning, el envenenado aire de Caracas debió hacer que, a través de su partida, Miranda intentara buscar satisfacciones compensatorias[57]. Inés Quintero concuerda a tal punto que, por su parte, apunta lo siguiente:

      En una sociedad fuertemente jerarquizada como la caraqueña del siglo XVIII, en la cual el futuro de las personas estaba determinado por la calidad e hidalguía de sus ascendientes, y cuando todavía estaba fresco el incidente que había enfrentado a su papá con los principales mantuanos de la ciudad, el hijo mayor de los Miranda Rodríguez tenía dos posibilidades: o se conformaba con vivir en un entorno en el cual sería considerado y valorado como el hijo de la panadera, un sujeto ordinario y de baja esfera, o se disponía a labrarse un futuro diferente fuera de su lugar natal[58].

      Más adelante, hallándose ya en Europa, sencillamente relega el primero de sus dos nombres de pila, o acaba por ignorarlo, y será solo Francisco de Miranda; tal vez lo haya hecho por percibirlo hasta entonces como un ingrato recuerdo y, por tanto, para sepultar en el olvido el linchamiento judicial que, por cuestiones de privilegio, promovieran los miembros del Cabildo de Caracas en contra de su padre Sebastián, a quien le negaban los méritos y servicios prestados en ciertas esferas, principalmente como oficial de una de las milicias locales conocida como Compañía de Blancos. Su hijo solo conservará la preposición «de» (o sea, Francisco de Miranda) porque entiende que esto le dará realce en el ambiente de cortes y salones en los cuales comenzaría a incursionar durante sus recorridos por Europa[59].

      De tal modo, es posible aducir –como lo apunta Antonio Álamo– que la humillación de lo ocurrido tras aquel amargo cruce en torno a una cuestión de honor estamental que tuvo como protagonista a su padre fuera una causa influyente en la formación del carácter de Miranda y que, en medio de ese pleito registrado entre Sebastián y los mantuanos, hubo de crecer en los meandros de su ser interior el discernimiento de la independencia política y la defensa personal, algo que más tarde le fue tan característico[60].

      Inés Quintero, en tiempos recientes y a la vista de nuevas evidencias documentales, es quien mejor ha recorrido las incidencias de este incómodo y escandaloso incidente ocurrido con los criollos principales de la capital en abril de 1769, llevándola a concluir que, en efecto, no pareciera una simple coincidencia que la decisión de Miranda de marcharse a Europa ocurriera poco tiempo después[61].

      A su juicio, todos los agraviados reiteraban el mismo argumento: no estaban dispuestos a alternar en el batallón de blancos con un hombre tan bajo, que tenía tienda abierta de mercader, que estaba casado con una mujer de baja esfera, sin ninguna estimación y que, además, ejercía el oficio de panadera[62]. Luego precisa lo siguiente a la vista de los miramientos estamentales: «Lo que les molestaba de manera más visible era que pudiese valer lo mismo ser un plebeyo isleño de Canarias, cajonero y mercader, hijo de un barquero, que ser caballero, noble (…) y aun titulado, como lo eran, en su mayoría, los agraviados»[63]. Lo importante era que Sebastián tampoco se quedaría quieto y así lo puntualiza la propia Quintero:

      Miranda, por su parte, abrió causa [contra dos de los capitulares] por injurias, promovió una certificación de limpieza de sangre que permitiese demostrar que tanto él como su mujer eran blancos y de notoria calidad y renunció al grado de capitán que le había sido otorgado en el batallón de la discordia[64].

      Ahora bien, en este punto se plantea una cuestión interesante puesto que la malquerencia de Miranda (hijo) irá dirigida, por igual, durante el resto de su vida, hacia los criollos principales, por una parte, y hacia la Corona, por la otra. Sin embargo, lo que llama la atención acerca de la enervante disputa de la cual fuera testigo a los diecinueve años es que fue la propia Corona la que, a fin de cuentas, mediante una disposición expresa como resultado del Cabildo en querer insistir con el caso, le quitó la razón a este para concedérsela en cambio al vituperado Sebastián. Quintero resume el desenlace del pleito de esta manera:

      El Cabildo insistió en la querella y dirigió al monarca un largo memorial denunciando la afrenta irrogada a la nobleza de la ciudad (…). Alegaba el Cabildo que lo ocurrido (…) había sido una ofensa inadmisible contra la parte más virtuosa y decente de la ciudad. (…)

      Transcurrido más de un año, el rey se pronunció sobre el suceso. La respuesta del monarca no solamente desautorizaba de manera contundente todas las actuaciones del Cabildo capitalino, incluyendo la persecución a Miranda por el uso del uniforme, sino que le ordenaba abstenerse de tomar resoluciones sobre materias para las cuales no estaba facultado. (…)

      [Se] exigía perpetuo silencio sobre la indagación de la calidad y el origen de Sebastián de Miranda, mandando a privar de sus empleos y condenando a severas penas a cualquier militar o individuo que, por escrito o de palabra, lo motejara o no lo tratase en los mismos términos que acostumbraba anteriormente[65].

      El biógrafo estadounidense de Miranda, Joseph Thorning, deja caer por su parte este comentario a propósito de la disputa, bien que exagerando un tanto la celeridad con que tuvo lugar su resolución[66]:

      Teniendo en cuenta los medios de comunicación (…) debe convenirse en que la respuesta vino con rapidez casi meteórica. Más aún, el decreto real era claro y decisivo. Los miembros del Cabildo de Caracas y sus aliados, los comandantes de la milicia, fueron reprendidos. Don Sebastián de Miranda y Ravelo era apoyado en todos los particulares. El tendero-agricultor era reconocido por Carlos III como capitán de milicias retirado, con perfecto derecho a su bastón y atuendo marcial. En breve, en cada uno de los puntos específicos en disputa, fue confirmado[67].

      De modo que todo ello debió gestar en el hijo que recién salía de la pubertad una reacción emocional compleja ante tan ruidoso pleito. Tanto así que Miranda –y es lo que explicaría una pareja animadversión en este caso– pudo llegar a experimentar un resentimiento tan amargo hacia el núcleo de los principales de Caracas como hacia el hecho de que su padre hubiese tenido que depender, única y exclusivamente, de una remota autoridad situada al otro lado del Atlántico para validar sus logros personales y poner a salvo su decoro[68].

      Quizá no sea el lugar de hacerlo aquí, pero así como figura ampliamente documentada su letanía de quejas en contra de la Corona y su falta de fe en el sistema español de gobierno, tal vez convendría examinar en algún momento lo que también fuera la complicada relación que, en la órbita espiritual y prácticamente hasta el final de su existencia, sostuvo el Miranda «criollo» con su cercanísima identidad española, al punto de confesarse en cierto momento discípulo de Diego Saavedra Fajardo[69].

      Después de marcharse de Venezuela en 1771, bien provisto de cartas de crédito facilitadas por su padre en razón de los beneficios de su comercio en el ramo de telas, cueros y frutos, Miranda se inicia en el mundo militar español, para lo cual adquiere el rango de capitán en los ejércitos de Carlos III. Luego de una breve permanencia en la propia Península, entre sus primeras aventuras (1773-1775) no pasa inadvertida su participación en la defensa de los dominios en África del Norte. Actuó primero en Melilla, en respuesta a la amenaza planteada por el sultán de Marruecos contra todas las fortificaciones y presidios españoles que se extendían entre Orán y Ceuta, y, luego, en el curso de una malograda expedición destinada a Argel.

      Durante esta temprana experiencia de tipo militar, el joven caraqueño somete a la opinión de los oficiales superiores sus variadas hipótesis de campaña con la soltura y el convencimiento propios de quien se iniciaba precozmente en tales lides pero que, en el fondo, daba muestras de exhibir también cierta arrogancia de la cual no dejó de hacer gala. Tanto así que, a propósito de las recomendaciones que formulara durante la campaña norafricana y su propia participación en medio de los asedios y combates

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