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sociedad recién emancipada, muchísimo antes de que lo hiciera, aunque provisto de un ojo y un instrumental mucho más ambicioso para ello, Alexis de Tocqueville. Además, según lo apunta Quintero, ese contacto directo tendría mayor relevancia vivencial y política que la contingencia de su participación en Pensacola[80].

      Además, y de cualquier modo que se le mire, el Diario constituye el período mejor documentado de su vida, referente no solo a atisbos de carácter intelectual sino a minucias autobiográficas, gustos, intereses, prejuicios y pasiones. Además, aquí quedan registrados sus pareceres respecto a las ventajas y desventajas del sistema estadounidense de gobierno. Entre tales andanzas y observaciones se revelará, por ejemplo, lo mucho que le llamó la atención la forma en la cual la religión jugaba un papel preponderante dentro de una sociedad que se hallaba privada de otros espacios para la interacción social. Y será justamente durante este viaje donde deje especialmente asentadas sus reservas frente al excesivo y enojoso «igualitarismo» que creía observar a su alrededor.

      Inevitablemente, a consecuencia de lo anterior, es que queda en evidencia una actitud de reserva hacia ciertas tendencias que, a su juicio, rayaban en los excesos generados por la nueva democracia. Así, por ejemplo, dirá, visitando Boston:

      [En] varias ocasiones asistí a la asamblea general del cuerpo legislativo del Estado, donde tuve ocasión de ver patentemente los defectos e inconvenientes a que está sujeta esta democracia (…). Uno [de los miembros] venía recitando coplas que había [aprendido] de memoria en medio del debate que no entendía; otro, al fin de este y de estarse hablando por dos horas del asunto, preguntaba cuál era la moción para votar. (…)

      Y si consideramos que toda influencia [está] dada por su Constitución a la propiedad, los miembros principales no deben ser por consecuencia los más sabios [sino] gentes destituidas de principios y educación.

      Uno era sastre hace cuatro años (….), otro posadero (…), otro galafate (…), otro herrero, etc[81].

      Este es el tipo de puñetazos que Miranda suele descargar en las páginas de su Diario, y que, mal leídas, lo condenan a ser tenido como simple representante de la estratificada sociedad española que había dejado a sus espaldas. Pero el hecho de que profesase admiración a muchas de las prácticas vistas por él en distintas ciudades de la confederación estadounidense no lo eximiría, como en este caso, de consignar algunas opiniones implacables acerca del riesgo de que la democracia terminase dándoles mayor cabida a las opiniones de la clase propietaria que a la de quienes estimaba intelectualmente mejor dotados para conducirla. Sus prejuicios se repetirán a cada rato: en otra etapa de su viaje hablaría por ejemplo de un prodigioso antecesor del submarino capaz de adherirse al fondo de un barco, pero cuyos inventores tan siquiera habían recibido las gracias de parte de aquella novel república. Y al respecto agregaba con el filo de un bisturí: «Viva la democracia».

      Pero si algunos de los engranajes de la naciente democracia de los Estados Unidos caerían abatidos bajo su sarcasmo e ironía, su personalidad inquisitiva lo llevará a reservarse otras páginas para referirse en cambio a las bondades del novedoso ensayo como, por ejemplo, en relación con la eficiencia y pulcritud con que las cortes de justicia se hacían cargo de honrar el muy caro principio liberal de la igualdad ante la ley, en contraste con el sistema español, inclusive el francés. Una de las instancias más interesantes en este sentido lo constituye su observación acerca de la suerte corrida por un campesino (al cual calificaría de «rústico republicano») quien pretendió cobrarles un arrendamiento a las fuerzas militares francesas que acudieron en apoyo de los insurgentes y que, en este caso, habían instalado un improvisado campamento en tierras de su propiedad. Pese a que el oficial a cargo del contingente siquiera se dignara a responderle al agraviado, el campesino en cuestión se apersonó al día siguiente junto al sheriff de la localidad, quien no solamente procedió a arrestar al jefe del cantón sino a exigirle que cancelase el canon de arrendamiento correspondiente. Que el derecho a la propiedad fuese respetado aun en tiempos de guerra, y que los nativos lo valorasen como un principio intocable, era algo que debió suscitar de veras la curiosidad de Miranda.

      Por otra parte, de acuerdo con María Elena González Deluca, el sistema social no le pareció muy avanzado (basándose para esta comprobación en los rezagos que creía advertir en la condición de la mujer) ni tampoco –por curioso que luzca– pareció interesarse en el elemento más volcánico que se gestaba en las entrañas de esa sociedad: el carácter no precisamente en declive sino en franca expansión de la institución esclavista durante los años que coincidirían con su visita a los Estados Unidos[82].

      En todo caso, esta visión desde afuera es tan sorprendente que, no satisfecho con dejar consignadas sus impresiones acerca de escuelas y hospitales, bibliotecas y fortificaciones, fábricas y granjas, astilleros e iglesias durante un año y medio de recorrido desde Carolina del Norte hasta Boston, Miranda hallaría el momento para visitar los cementerios, verificar las edades de defunción registradas en sus lápidas, promediarlas y, a partir de allí, colegir algo acerca de las condiciones de salubridad que ofrecía el medio.

      Sus viajes en calidad de prófugo lo habían hecho olfatear los alcances de lo que significaba la novedosa experiencia de la confederación norteamericana, despertando en él los resortes de lo que sería la adopción gradual de un proyecto rupturista (de hecho, sus primeros planes en cuanto a alistamiento de efectivos y material de guerra se hallan recogidos en un memorando escrito en Nueva Inglaterra, en noviembre de 1784[83]).

      A lo largo de su viaje por los Estados Unidos, Miranda hizo acopio, como se ha dicho, de cuanta referencia creyera útil con relación a las nuevas instituciones y leyes republicanas, así como de observaciones sobre lo que debía ser el equilibrio del nuevo sistema frente a concepciones igualitarias extremas.

      Al mismo tiempo, sus universidades –Yale, Harvard e, incluso, la incipiente Princeton– le despertarían una enorme curiosidad. Y, así como no entalegó nada que estimara digno de encomio, criticaría en cambio, como también se ha dicho, todo cuanto considerara objeto de censura dentro de esta nueva sociedad. Por ejemplo, no dejaría de exaltar por un lado la tolerancia en el ramo espiritual («Cada uno es dueño de rogar y alabar a Dios en la forma y lenguaje que le dicte su conciencia; no hay religión o secta dominante, ¡todas son buenas e iguales!», anota en su Diario), pero, por el otro, ciertas devociones le merecerían el más rotundo reproche:

      Vaya una pequeña anécdota que me ocurrió aquí [en Charleston] para que se vea que todos los pueblos de la tierra, y aun los más civilizados, tienen preocupaciones de la más crasa superstición. Uno de los días que pasé en este lugar acertó ser domingo, y hallándome en casa sin poder salir a dar un paseo por lo mucho que llovía, tomé la flauta, y púseme a tocar una pieza por diversión cuando el patrón y ama de casa, sorprendidos y escandalizados, corren en busca de Mr. Tocker para que intercediese conmigo a fin de que dejase la flauta y no tocara en domingo. Mr. Tocker vino a mí inmediatamente, y refiriéndome el pasaje, hube de soltar la carcajada y dejar por supuesto el instrumento, con cuya circunstancia toda la familia se tranquilizó[84].

      Luego de su estancia entre Carolina del Norte y Boston, Miranda abandonaría esos «trece pequeños estados arrinconados entre el mar y un inmenso territorio», como calificara Manuel Caballero a la emergente república[85], con el fin de cruzar el Atlántico en dirección a Inglaterra. A modo de contraste, será en Londres cuando, durante una recalada de cinco meses, comience a percibir lo que entrañaba la compleja interacción entre los grandes centros de poder y las mutantes fórmulas del «equilibrio europeo».

      Miranda llegaría así a la capital británica durante una primera y fugaz residencia en enero de 1785 antes de emprender casi cuatro años de andanzas por Europa y Asia Menor. Fue una escala que el criollo supo capitalizar con el fin de enriquecer su círculo de contactos. A través de sus

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