Miranda en ocho contiendas. Edgardo Mondolfi Gudat
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A la hora de resumir lo actuado hasta entonces, Parra Pérez apuntará lo siguiente: «Sus jefes de África comprueban que ha demostrado valor, capacidad y aplicación notable (…) sin más reproche que el de ser algún tanto imprudente»[71]. Así, si el rasgo dominante de su temperamento lo constituía la audacia, este otro fue sin duda el causante de sus peores sinsabores: nada más entre julio de 1777 y enero de 1778, es decir en menos de seis meses, fue encarcelado en Cádiz por desacato y arrestado en otra oportunidad por insubordinación, siendo luego absuelto del cargo.
Incluso, es posible que no hubiese nada de falso en la imputación que señalaba a Miranda como responsable del uso impropio de las cajas del regimiento. No obstante, Parra Pérez niega de plano que tal pudiese haber sido el caso, apostando ciegamente a la honradez del venezolano. En este sentido, dirá para más señas: «[Miranda] no se entregó (…) en parte alguna a ningún género de especulación ilícita contraria a la probidad o a su honor de oficial español»[72]. Sin embargo, tal conjetura no tiene de nuestra parte un carácter preconcebido ni se trae a colación con el objeto de someterlo a alguna clase de desmerecimiento; solo que resulta factible suponer que, en más de una de sus actuaciones (tan propias a él como a cualquier oficial en una guarnición de frontera), Miranda pudo haber llegado a transitar los bordes de la legalidad, aunque no demasiado lejos del límite.
Con todo, pese a que llegara a defenderse atribuyéndole las cuentas incompletas del regimiento a un ayudante suyo[73], las imputaciones que pesaban en su contra no solo apuntaban a esas irregularidades que supuestamente observara en materia de intendencia, sino –lo que era más grave aún– hacia el hecho de haber incurrido en abuso de autoridad y tratos violentos hacia sus subalternos[74].
Para complicar aún más las cosas, y cuando ya había atravesado nuevamente el Caribe y venía de participar en una expedición que puso sitio a la ciudad portuaria de Pensacola, en la costa de Florida, con cuyo gesto el Ejército español (en alianza con Francia) tomó partido por los estadounidenses insurgentes durante la última etapa del enfrentamiento de estos con las autoridades británicas, se le acusaría en La Habana de ejercer influencias malsanas y fomentar celos entre sus colegas militares.
Otros hechos, ya más concretos, estimularían también la malquerencia y las celosas rivalidades. Desde que se le hiciera cargo parlamentar con el gobernador de la rendida plaza de Pensacola por el hecho de ser uno de los contados oficiales de la expedición que dominara la lengua inglesa, la confianza que le profesaran sus superiores en Cuba (y tal vez un alto grado de autoestima que le permitía creerse inmune) hizo que Miranda incursionara en ciertas transacciones cuya legalidad era ciertamente cuestionable. Por ejemplo, en la propia Pensacola compró tres esclavos (llamados Bob, Perth y Brown), recibiendo en obsequio un cuarto. Nada más se sabe de ellos, a no ser, y es probable, que Miranda los introdujese de contrabando a su regreso a La Habana para venderlos después.
Puede que lo anterior no pase de ser un dato difícil de probar y, por tanto, que se halle desprovisto de cierta fiabilidad. Pero, al propio tiempo, existen indicios suficientes que sí permiten suponer en cambio que, luego de verse a cargo de un canje de prisioneros tras la captura de Providencia, en las islas Bahamas, el venezolano viajó a Jamaica en nombre de Juan Manuel Cajigal (a quien servía en calidad de edecán) y obtuvo, en condiciones un tanto cuestionables, ciertas mercancías de origen inglés con la idea de ingresarlas en Cuba de manera subrepticia. Todo hace pensar que los treinta mil pesos que le fueran confiados para cubrir los suministros y el pasaje de los prisioneros que pretendían ser transportados a La Habana eran más que suficientes para tal fin, y que un excedente de dichos fondos llegara a ser utilizado para comprar artículos de manufactura inglesa, los cuales eran abundantes en Jamaica, para su rápida venta en los mercados de Cuba[75].
Esas operaciones destinadas a introducir artículos de contrabando para provecho suyo, y en complicidad con sus superiores, no tendría nada de extraño si nos remitimos a lo que él mismo apuntara acerca de La Habana, ciudad a la cual calificaría en su Diario como «el centro mismo del vicio y la corrupción». Pero lo importante es que Miranda también traería a cambio valiosa información acerca de la situación militar de Jamaica, así como una relación detallada de sus puertos, bahías, fortificaciones y principales poblados, lo cual acaso le permitiera matizar cualquier juicio acerca de aquellos oscuros negocios de los cuales se le acusaba.
De cualquier modo que fuera, estos líos por obra de trasgresiones y especulaciones, y otra larga acumulación de enojosos incidentes propiciados en gran medida por su carácter atrevido e inconforme, terminarían envolviéndolo en una madeja aún mayor de malquerencias. El carácter insistente de las acusaciones en su contra a raíz de la misión a Jamaica haría que, al iniciarse ya el año 1783, Miranda dudase de la imparcialidad con que podía llegar a ser juzgado en Cuba con arreglo a las órdenes dimanadas del Despacho Universal de Indias. Aun cuando se convino que permaneciera bajo la fianza y custodia de su superior Cajigal, y tal vez convencido de que la favorable disposición de este solo podía proveerle una protección temporal, el acosado subalterno optó entonces por refugiarse en el puerto de Matanzas[76]. Será entonces cuando, al decir de Inés Quintero, tome una determinación que le cambia la vida: decide escapar de territorio español y se esconde hasta conseguir la manera de salir de la isla[77]. Por su parte, María Elena González Deluca lo sintetiza así: «Sin opciones para una efectiva defensa, Miranda consideró que la única manera de eludir la condena era huir; se convirtió así en desertor del ejército español»[78]. El 1.º de junio de 1783 logrará tomar pasaje a bordo de una goleta que lo deposita en Carolina del Norte. Un mes más tarde, cuando ya se halle en tierras republicanas, se emitirá en su contra una sexta orden de captura. Esta vez vendrá firmada por el propio Carlos III[79].
El Diario de viajes
El Diario de viajes de Miranda es quizá uno de los mayores tesoros que de él se conserven y fue precisamente durante su recorrido por los territorios de la confederación estadounidense cuando, en calidad de desertor, siguió cultivándolo con esmero y asiduidad. Anteriormente había dejado apuntes sobre España y, especialmente, acerca de sus campañas en África y en el Caribe. Sin embargo, a partir de este punto (es decir, de junio de 1783, cuando arriba a Carolina del Norte luego de abandonar Cuba de manera furtiva), el tono se hace algo distinto.
Lo que antes no pasaban de ser notas tomadas al vuelo o poco redondeadas o que, incluso, figuraban apenas como un registro más cercano a la minuta que a las exigencias propias del género (como lo revelan, por ejemplo, sus apuntes sobre operaciones militares durante el asedio a Pensacola), la idea de un «diario» cobraría a partir de entonces un grado de mayor significación debido a sus particularidades estilísticas. Ahora bien, conviene precisar que tampoco se trataría de un «diario» en el sentido más cabal del término sino de un enorme mosaico de impresiones. Sin embargo, pese a la prisa con que fue capaz de escribirlas, sus páginas le darían mucha mayor cabida al humor, el desahogo, la paradoja o, incluso, a la nota mordaz e irónica a partir de su contacto directo con la experiencia estadounidense.
Con todo, se tratará todavía de un Miranda inicial, un Miranda en plena etapa de formación. Un Miranda «premirandino», si se quiere, desde el punto de vista de la maduración de sus ideas políticas; un Miranda anterior al hombre de los memorandos, documentos y proclamas, de sus negociaciones con los gabinetes europeos o, dicho de otro modo, al Miranda que se revelaría a través de sus planes de gobierno y proyectos constitucionales. Pero será sin duda ese Miranda el que se asome, más temprano que muchos de sus contemporáneos, como privilegiado observador del emergente ensayo de república en la América del Norte.
Después de todo, apenas siete años habían transcurrido desde que el Congreso Continental adoptara la Declaración de las Trece Colonias de América del Norte e, incluso, la guerra aún seguiría en pie para el momento en que Miranda se viera transitando las regiones de Carolina del Sur (de hecho, el viajero será testigo de la celebración del