Miranda en ocho contiendas. Edgardo Mondolfi Gudat

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Miranda en ocho contiendas - Edgardo Mondolfi Gudat

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de doscientas mil libras anuales para sostener la presencia de emigrados (la mayoría de ellos franceses, huidos a partir de lo ocurrido en 1789) y, sin duda, los servicios de Miranda podían continuar siendo inmensamente valiosos, especialmente en lo tocante a percepciones personales o a la provisión de material informativo, en caso de registrarse una crisis en el mundo americano-español.

      Pese a tales altos y bajos, el Gabinete dirigido por Pitt (de quien tan amargamente se quejaría Miranda hasta el punto de tacharlo en algún momento de ser un «Maquiavelo», pese a que fuera él mismo quien se hiciera cargo de gestionar su tranquilidad económica) le abonaría una pensión por la suma de 1.200 libras en 1790, aumentada incluso, al poco tiempo, a 1.300 libras, provenientes del fondo de gastos reservados al cual se ha hecho referencia para el sostenimiento de emigrados políticos. Si bien el propio Miranda, tan urgido como siempre de dinero, se quejaría de que semejante cantidad no le bastaba para sobrevivir en la siempre muy cara Londres, aceptaría, sin reservas, la asignación que le concediera el Gobierno británico. A fin de cuentas, ese abono sería lo que precisamente le permitiría contar, a partir de entonces, con domicilio propio: su casa ubicada en el N.º 27 de Grafton Street[94].

      Lo dicho con relación a su casa hace prácticamente innecesario aclarar que tal pago no montaba a una pensión modesta. Tomemos, a modo de contraste, lo que recibiera por iguales conceptos Juan Pablo Viscardo y Guzmán, uno de los jesuitas expulsados de América como resultado de la política seguida por Carlos III hacia la Compañía de Jesús, autor de uno de los documentos que más le servirían a Miranda para apalancar su causa (la llamada Carta a los españoles americanos) y quien, a diferencia de muchos de sus correligionarios, resolvió residenciarse en Londres en lugar de Roma o Bolonia. Pues bien, Viscardo y Guzmán recibiría una magra pensión de trescientas libras que apenas le servirían para mal vivir en la capital británica[95].

      También cabe preguntarse si, a cambio de lo que se le confería, el Gabinete británico no esperaba que Miranda actuase con mayor ahínco a partir de entonces como surtidor de material informativo relacionado con los asuntos americanos, promotor de valiosos contactos con otros agentes hispanoamericanos o generador de propaganda útil en contra de la política implementada por los borbones en las provincias americanas. En todo caso, el historiador español Antonio Ballesteros se detuvo a examinar de cerca estos compromisos para luego apuntar, con sobrada razón, lo siguiente: «Ningún gobierno es tan generoso y siempre exige a sus agentes servicios útiles. Lo contrario sería necio. Por tanto, los que luego dirán que Miranda era un espía de Inglaterra quizás no estaban tan descaminados. El creer que trataba de potencia a potencia resulta inocente»[96].

      Apenas un breve incidente (relativo a ciertos derechos territoriales no resueltos en la América del Norte entre España e Inglaterra) avivó los desencuentros con la Corte de Madrid hacia 1790, al punto de hacer que los proyectos de Miranda fuesen tenidos nuevamente en cuenta por parte del Gabinete a cargo de Pitt. No obstante, el caso es que tal discordia fue resuelta sin mayores tropiezos a partir de un tratado que permitió ajustar los puntos en discusión.

      Ahora bien, lo interesante es que el propio Miranda, así como cierta tradición generada a partir de su testimonio según el cual se había sentido «vendido por un tratado de comercio»[97], ha tendido a dramatizar en exceso tal circunstancia. Ello es así puesto que difícilmente podría suponerse que Inglaterra –con una Francia atada todavía al pacto de familia de los borbones en 1790– habría estado dispuesta a entrar directamente en un conflicto armado con España a causa de un tema de aguas adyacentes a las costas de lo que es la actual Alaska. Lo cierto del caso es que un entendimiento práctico al respecto hizo tanto por apaciguar los ánimos entre Londres y Madrid como por posponer la atención que Pitt pudo haberles prestado de nuevo a los planes y tratativas del venezolano, para indignación de este.

      Seguirles la pista a las cuestiones financieras de Miranda resulta ser un asunto complicado, comenzando por las débiles evidencias que pueden recabarse al respecto, más allá de algunas cuentas pormenorizadas que sobreviven en su Archivo. Sin duda, la etapa de su residencia en Londres, ya definitiva a partir de 1800, le permitiría disfrutar de sus años de mayor holgura gracias a la pensión que le concediera, y que de tanto en tanto le incrementara, el Gobierno británico. Ahora bien, y el asunto no es un detalle menor, cabe tener presente que no sería sino al bordear ya la edad de cincuenta años cuando Miranda se acercara por primera vez al goce de cierta seguridad en esta materia[98].

      Con excepción de sus años ingleses, entre 1790 y 1810, y con algunos interludios mediante, el único otro período en el cual se vio suficientemente seguro para sus gastos fue al darse su viaje inicial a España en 1771. A tal respecto, Inés Quintero observa lo siguiente: «Hasta ese momento, la manutención y necesidades de Miranda las cubre su padre mediante el envío de fanegas de cacao a Cádiz, a cuyo cargo se descuentan los gastos del viajero, quien se ocupa de llevar las cuentas de manera minuciosa»[99]. No en vano, dado el hecho de verse aprovisionado por la familia, esos fondos bastante generosos desembolsados por su padre –gracias al carácter más o menos próspero de su comercio en el ramo de enseres– le permitirían a Miranda, además de cubrir los gastos relativos a su indumentaria y la contratación de maestros particulares, costearse un grado de capitán por la cantidad de ochenta y cinco mil reales de vellón, en 1773[100].

      Descontando los pagos que se le efectuaran durante sus años de servicio en África del Norte y el Caribe (a lo cual tal vez debieron contribuir algunas adiciones de origen dudoso pero que, en todo caso, como se ha dicho, formaban parte de una práctica común entre la milicia española), el resto de esa etapa de casi treinta años (1773-1800) permanece precariamente documentado, con excepción de su soldada, bastante mal honrada por cierto, como voluntario al servicio del ejército revolucionario en Francia, entre 1792 y 1793. Si se le presta cierta atención al caso, podrá verse con facilidad que su empeño por reclamar las sumas que le adeudaba el Gobierno francés montó a una lamentable antítesis de lo que fuera su actuación dentro de los más altos rangos del ejército revolucionario[101].

      De hecho, aparte de lo que a duras penas obtuviera en reclamo de tales servicios como oficial, Miranda hubo de buscar sustento en lo que pudieran proporcionarle sus casi extintos amigos del partido de la Gironda al término del régimen del Terror. Existe sin embargo un detalle que no deja de llamar la atención en este caso. Algunos de quienes lo visitaron más tarde, al salir con bien del juicio seguido en su contra por el Tribunal Revolucionario (1793), atestiguan de la calidad de las obras de arte y ornamentos que había llegado a atesorar. ¿Cómo o de dónde los obtuvo? Alguien tan reticente a la hora de admitir cualquier actitud cuestionable de parte de Miranda, como Caracciolo Parra Pérez, no duda en insinuar que pudo tratarse en este caso del resultado de los despojos practicados en Bélgica, aun cuando enmarque lo actuado dentro de cierto tono de indulgencia, afirmando que el saqueo formaba parte de una costumbre bastante extendida entre los jefes militares en todas las épocas[102].

      El tema y, especialmente, lo relativo a sus peores temporadas de escasez, suscita una enorme curiosidad entre todo aquel que se haya aproximado a Miranda. Si en algún punto cabe decir algo en firme (a la vista de lo que Quintero califica como «su insólita habilidad para conseguir que le prestaran dinero»[103]) es en relación con su etapa viajera (1784-1789), durante la cual el venezolano prestó invariable atención a quienes pudiesen resultarle útiles a la hora de sortear sus gastos en cualquier escala de la ruta. En este sentido, según su biógrafo Thorning, Miranda desarrolló una asombrosa habilidad a la hora de procurarse cartas de presentación o de anticiparse a las conexiones útiles que pudiese entablar con los círculos comerciales y bancarios en las ciudades que pretendía visitar.

      De hecho, esas cartas de presentación, usadas a lo largo de la ruta, le proporcionarían acogida y cierto alivio material adondequiera que fuese. Unos amigos lo referirán a otros y, así (llegando incluso a niveles bastante altos en muchas de las localidades que visitara), siempre habría alguien dispuesto a escuchar las curiosidades

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