Miranda en ocho contiendas. Edgardo Mondolfi Gudat

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Miranda en ocho contiendas - Edgardo Mondolfi Gudat

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ello, aunque también a la hora de vivir de fondos prestados, Miranda debió ser, sin lugar a dudas, un surtidor inagotable de anécdotas y fantasías. Vale por lo redonda esta estampa que suministra Quintero:

      Definitivamente debía ser un sujeto de un carácter excepcional, entrador, extrovertido, sin complejos, entusiasta y vehemente en la presentación de sus ideas y proyectos, insaciable en su curiosidad, conocedor y conversador sobre las peculiaridades y vicios de las provincias americanas, elocuente, cautivador y seductor, además de bien parecido y cuidadoso en el vestir, con un poder de convencimiento y persuasión envidiables[104].

      Al mismo tiempo, el afecto circunstancial de ciertas damas de la nobleza (seducidas seguramente por obra de sus encantos personales) pudo ayudarlo a salir librado de sus aprietos económicos, como también pudo haberlo hecho en alguna ocasión la simple colecta, tal como le ocurrió en Kiev, donde un grupo de lugareños le echó una mano en materia de provisiones –quesos, jamones, cerveza– a fin de que pudiese continuar su viaje hasta Moscú[105]. En San Petersburgo, por ejemplo, el cónsul belga le facilitó algunos ducados provenientes de su propio bolsillo[106]. Consta además que uno de los momentos en que se vio más favorecido fue cuando la zarina Catalina extendió a su favor una carta de crédito por diez mil rublos[107].

      Desde luego, nada de lo dicho debió impedir que conociera temporadas de verdadera sequía financiera. Pero lo sorprendente es que, sin importar donde fuese, Miranda lograría trajearse y refinanciarse y, sobre todo, gastar con largueza, especialmente en libros, obras de arte y artículos personales. Los aprietos en tal sentido debieron ser muchos, pese a la ayuda que, mucho antes de que así lo hiciera formalmente el Gobierno inglés, le brindaran algunos amigos en concepto de préstamos y adelantos, probablemente sin mayores perspectivas de recobrarlos en su totalidad. Hablamos en este caso del comerciante John Turnbull (quien le destinaba cincuenta libras mensuales) y, más tarde, de Nicolás Vansittart (futuro lord Bexley, cuando actuase como canciller del Exchequer), quien solía girar letras de crédito a su favor. Que el tema fuese motivo de preocupación entre sus allegados lo testimonia, por ejemplo, una carta del propio Turnbull, escrita en marzo de 1790: «Sinceramente, mi estimado Señor, quisiera recomendarle que piense un poco en sus recursos futuros»[108].

      De acuerdo con Joseph Thorning, resulta innegable (al menos hasta que se hicieron los arreglos que le permitirían recibir una sólida fuente de ingresos pagaderos de manera regular) que la irascibilidad que se trasluce de su correspondencia durante ciertos períodos de su vida podría atribuirse a los problemas monetarios que confrontaba[109].

      Incluso, ya radicado en Londres, cierta tradición insistirá en que redondeaba su situación financiera a fuerza de dar lecciones particulares de matemáticas (algo bastante dudoso, por cierto). Pero lo más importante –y cierto en todo caso– es que logró, como se ha dicho, que se le proveyera de una pensión permanente. Es probable que en Londres viviera también, entre bailes y banquetes, de los salones de las representaciones diplomáticas (de la legación rusa y estadounidense, principalmente), capaces de renovarle valiosos contactos y oportunidades de crédito.

      De que mantuvo un estilo de vida más o menos regalado entre objetos de lujo y obras de arte (algo que seguramente no le fue fácil costear) lo demuestra su descomunal biblioteca personal reunida en Grafton Street. También es indicativo de la acumulación de tesoros personales el hecho de que en su primer testamento, otorgado en Londres en 1805, antes de partir en su expedición contra Venezuela, declarara haber dejado al cuidado de un amigo en París, y de su también amigo y otrora defensor Chaveau Lagarde, la colección de pinturas, bronces, mosaicos, aguafuertes y estampas a la cual se ha hecho referencia.

      Todo cuanto recabara para el bolsillo resultaría insuficiente, como sería lógico suponer, para alguien que gustaba contar, además, con los servicios de un secretario y la ayuda de algún criado (en Londres, su criado de más larga data será el sueco Andrés Fröberg, a quien Miranda molerá a palos en más de una oportunidad a causa de sus intempestivas borracheras[110]). En todo caso, tampoco escaparía de aquellos azares la necesidad de empeñar sus propios bienes (incluyendo en algunos momentos parte de su biblioteca y los muebles de caoba, la loza, las alfombras, los lienzos, las esculturas y otros enseres de la casa de Grafton Street). Incluso, a tal grado montaban sus deudas que en cierta oportunidad llegó a deberles a sus libreros, o a los dueños de librerías de rebusca que solía merodear en la capital inglesa, un total de cinco mil libras[111].

      Los biógrafos y estudiosos de Miranda de origen español o hispanoamericano suelen ser bastante desaprensivos a este respecto, sobre todo los de viejo cuño, proclives a entregarse a interpretaciones providencialistas o teleológicas con respecto a la carrera de Miranda, al punto de considerar este aspecto de su vida personal como algo totalmente subalterno. Los sajones, en cambio, han tendido a mostrarse más atentos a la suerte que lo llevaran a correr sus apremios y obligaciones financieras. Por ejemplo, así como lo ha hecho con respecto a la trampa que, en materia de estereotipos culturales, pudiese continuar planteando su proverbial libido, Karen Racine ha puesto el ojo en esa serie de desajustes que, en algunos momentos, pudieron precipitar a Miranda a situaciones de alto riesgo personal en materia de deudas.

      Harto de aguardar por la concreción de sus planes, Miranda parte de Londres con destino a París en marzo de 1792, alojándose en el Hotel Deux Écus, calle De la Tour. Desde entonces y hasta que cruce de vuelta el canal de la Mancha en 1798 (portando a tales efectos una peluca y anteojos verdes y provisto de un pasaporte alterado mediante el uso de ácido muriático oxigenado[112]), serán los años signados por su resbaladiza y peligrosa relación con la Revolución Francesa, tiempos en los cuales estuvo preso y corrió el riesgo de ser ejecutado. Y si bien, al decir de Inés Quintero, logró salir con vida de semejante trance, lo hizo con las manos vacías, puesto que jamás logró persuadir a los franceses de que se interesaran realmente en su proyecto[113]. A Miranda esto le servirá a la larga para rectificar creencias y también, por cierto, para curarse de profundos desengaños. Por algo, escaldado a raíz de tal experiencia, apuntaría más tarde: «Dos grandes ejemplos tenemos delante de los ojos: la Revolución americana y la francesa; imitemos discretamente la primera; evitemos con sumo cuidado los fatales efectos de la segunda»[114].

      Dos razones, al menos entre las menos vagas, pudieron haberlo conducido a París: por un lado, su siempre proverbial amigo desde los tiempos de Cádiz (John Turnbull) continuaba manteniendo relaciones de trato comercial con algunos agentes en Francia, aun en medio del fermento revolucionario; por el otro, es posible incluso que Miranda hubiese llegado a tener algún contacto con Jérôme Pétion y otros dirigentes del sector girondino que se hallaron de visita en Londres en noviembre de 1791. En todo caso, su primera aproximación a las autoridades francesas obraría casi a modo de tímido globo de ensayo, pues todo parece indicar que su papel era el de ser un mero observador de los acontecimientos que se suscitaban en París.

      Ahora bien, la pregunta obligante es ¿por qué Francia? El historiador Manuel Caballero se ha hecho cargo de responderla del siguiente modo: «Por Francia misma, aunque suene a perogrullada». «Ese país –continúa observando– no es solamente el faro intelectual de Europa, la patria de la Ilustración, sino una gran potencia comparable a Inglaterra y a Prusia». Respecto a esto último, puede que Caballero esté totalmente en lo cierto como hecho objetivo, es decir, si comparamos estadísticamente los recursos materiales, económicos y humanos con que contaban las tres naciones aludidas.

      Sin embargo, también resulta razonable insistir en el hecho de que cuando Miranda sale de Londres en marzo de 1792 lo hace, más que por obra de una convicción, como un gesto de desesperanza, harto como se hallaba –y como lo estaría muchas veces en otras latitudes y momentos de su vida– de esperar por una aceptación de sus planes. Además, si algo intriga de este interludio francés es que Miranda había cultivado, desde mucho antes, profundos prejuicios y antipatías hacia la política francesa, por no hablar de lo que revelan sus propias anotaciones de viajes, en

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