Miranda en ocho contiendas. Edgardo Mondolfi Gudat
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Esto último puede sonar un tanto destemplado, producto quizá de alguna incomodidad o circunstancia pasajera experimentada por el viajero durante los momentos en los cuales recorría parte de la Francia «prerrevolucionaria» (enero-junio de 1789). Pero si nos detenemos a juzgar con cuidado la forma en que, más tarde, llegaría a apreciar el desenvolvimiento del sistema constitucional británico, cabe advertir que Miranda debió sentirse mucho más cómodo, en términos del modo en que entendía las formas liberales europeas, o de sus afinidades políticas, o de sus creencias en torno a la libertad racional y de ideario de gobierno, habitando espiritualmente al otro lado del canal de la Mancha.
Vale acudir a este respecto a lo que observa Karen Racine: «Para Miranda [cruzar las fronteras mentales entre Inglaterra y Francia] debió ser una decisión difícil de asumir. Durante toda su vida adulta se había sentido inclinado hacia las formas anglosajonas de democracia constitucional y, a pesar de sus claras simpatías republicanas, se veía generalmente más conforme con el modelo monárquico británico que con el de los Estados Unidos»[116].
Habría –sí– que concordar con Caballero en que, por muy poco complacido que luciera frente a lo específicamente francés, o por mucho que le costara superar ciertas aprensiones personales hacia Francia, Miranda había nutrido significativamente su repertorio de lecturas a partir del contacto con los autores de la Ilustración francesa. Pero al final, prosigue Caballero, existe otra razón que explica con un poco de mayor claridad su decisión de tirar esa parada que por poco le cuesta la vida: la Revolución misma.
En este punto también convendría precisar lo siguiente: para el momento en que Miranda se enrola en la aventura francesa, mucho de cuanto en Inglaterra llegara a interpretarse como los «excesos» de la Revolución derivaría de hechos que no se habían verificado aún (nos referimos con ello a las pavorosas masacres de septiembre de 1792 o, incluso, la ejecución de Luis XVI y, más tarde, de María Antonieta, o la política del «Terror», incluyendo la instalación del tribunal ad hoc ante el cual debió comparecer el propio Miranda).
Esto tiene mucho que ver, por tanto, con el grado de simpatía con que la revolución era juzgada todavía entre algunos círculos londinenses, muy a pesar de los desengaños que posteriormente produjera el proceso. En otras palabras, el hecho de que más tarde esos mismos círculos se vieran terriblemente impresionados con la «carnicería jacobina», o que la dinámica producida por la Revolución los llevara a colocarse del lado de su propia Corona frente a lo que lucía como una confrontación cada vez más inminente con Francia, es otra cosa. Lo que cabe destacar es que, en esa Inglaterra anterior a la partida de Miranda, no todos tocaban el clarín de alarma en contra de Francia e, incluso, lo más correcto sería subrayar que muchos panfletistas aplaudieron sin reservas la causa de la Revolución y la defendieron a través de apasionados libelos.
Además, para mayores muestras, algo dice a tal respecto lo que llegara a ser la creación por aquel entonces en la capital británica de una Sociedad de Amigos del Pueblo y otra de similar catadura que llevaba por nombre Sociedad de Estudios Constitucionales (ambas voceras de la causa francesa), algunos de cuyos miembros llegaron a entrar en estrecho contacto y amistad con Miranda[117]. Así, pues, nada de extraño tiene el hecho de que, a despecho de todo, un anglófilo a ultranza y admirador profundo de la tradición británica como Miranda fuese sensible a tales simpatías.
Al margen, pues, de la impaciencia de la cual pudo verse colmado por obra de las dilaciones que imponía el Gabinete británico, Miranda se asomaría y tentaría su suerte en un contexto que Caballero resume así:
Desde su comienzo, se vuelcan hacia Francia las esperanzas de todos los que, de una manera u otra, quieren liberarse de algún yugo, sea nacional, político o religioso. (…)
El sueño de todo revolucionario, y también de muchos simples aventureros, es poder cumplir con el mandato coránico de la peregrinación a la meca de la revolución: París[118].
De modo que tal inmediatez, así como todo cuanto de palpable estaba ocurriendo en la vecina Francia, lleva a suponer que Miranda no se perdería la oportunidad de ser espectador de semejante revolución[119].
A estas alturas también sobresale otro asunto que no debería pasarse por alto. Nos referimos a su nacionalidad de origen, la cual no pareció obrar como un estorbo, y mucho menos como un prerrequisito, a la hora de decidirse a participar en aquella empresa y ofrecerle su experticia militar al Gobierno francés. Tan cierto es ello que, según el historiador estadounidense Joseph Thorning, ni siquiera sus más allegados entre las filas girondinas tenían una noción lo suficientemente clara o precisa acerca de sus orígenes y anteriores servicios[120].
De hecho, vale precisar lo siguiente: Miranda había arribado a Francia en calidad de observador, sin que nada presupusiera hasta ese punto su involucramiento directo en el drama político francés. Tanto así que, ya para agosto de 1792, como lo observa Inés Quintero, Miranda tenía resuelto regresar a Londres[121].
Ella misma resume tal coyuntura de este modo:
No obstante, los últimos acontecimientos modifican de manera acelerada la situación política y sus planes de viaje: en el mismo mes de agosto se produjo el asalto al Palacio de las Tullerías, la Asamblea Legislativa suspendió las funciones constitucionales del monarca Luis XVI, fueron convocadas elecciones para elegir a los miembros de un nuevo parlamento que recibiría el nombre de Convención Nacional y los ejércitos de Austria y Prusia ya habían traspasado las fronteras de Francia[122].
De modo que la magnitud de la crisis, así como la complicada coyuntura, tal vez expliquen que, tras el ofrecimiento que se le hiciera de ingresar al servicio del Ejército francés, sus cargos fuesen confirmados sin demora por parte del Poder Ejecutivo Provisorio bajo la presunción de que Miranda había servido como brigadier general al lado de los insurgentes en América del Norte. Bien que no quede del todo clara la forma en que se impuso semejante presunción, lo cierto es que el venezolano tampoco hizo nada por desestimularla. Además, destaca un hecho que no deja de llamar la atención: Miranda tenía más de una década sin haber participado en algún lance militar y, si bien su experiencia norafricana y estadounidense se resumía fundamentalmente en lo que fuera el asedio a guarniciones enemigas, no parecía haberse involucrado hasta entonces, de manera directa, en choques armados a terreno abierto[123].
Volviendo al tema de su nacionalidad, Caballero pone de relieve otro detalle que facilitaría de algún modo el deseo de Miranda de integrarse al país revolucionario y hacer que se le juzgara con simpatía en tal contexto o, en el mejor de los casos, como un igual. Este elemento tan característico de aquel momento tiene que ver con la dificultad de precisar quién era francés en 1792 si se toma, a modo de ejemplo, el caso de los provenzales, quienes aprendieron a vivir intensamente sobre el telón de fondo de la Revolución sin que nada los distinguiera como «auténticamente» franceses durante aquella época.
De modo que su adscripción a aquel medio desconocido debe llevar también a preguntarnos, así sea por mera curiosidad, lo siguiente: ¿qué clase de francés hablaba Miranda? ¿Qué nivel de solvencia pudo haber llegado a tener con ese idioma como para impartir órdenes en medio de alguna refriega o para defenderse más tarde de sus acusadores ante el Tribunal revolucionario?
Ciertamente se trataba, como lo fue hasta hace poco, del idioma manejado por las clases ilustradas, y probablemente el propio Miranda no se viera exento de hablarlo a lo largo de sus viajes anteriores a su segunda