La casa de las almas. Arthur Machen

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La casa de las almas - Arthur Machen

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flores en los arriates y los bordes. Muy pocas estaban en flor, pero todo se hallaba muy ordenado.

      —Éstas son begonias de Glasgow de tallo subterráneo —explicó, mostrando una rígida fila de plantas enanas—, ésas son esquintáceas, ésta es nueva, la Moldavia semperflorida andersonii, y ésta es una Prattsia.

      —¿Cuándo salen?

      —La mayoría a fines de agosto o principios de septiembre —dijo Wilson brevemente; estaba un poco molesto consigo mismo por haber hablado tanto de sus plantas, pues veía que a Darnell las flores no le interesaban en lo más mínimo.

      Y, en efecto, el visitante a duras penas lograba disimular los vagos recuerdos que le llegaban de un antiguo jardín crecido, lleno de aromas, bajo muros grises, de la fragancia de la ulmaria junto al arroyo.

      —Quería consultarte sobre unos muebles —dijo por fin Darnell—. Como sabes, tenemos un cuarto desocupado y estoy pensando en ponerle algunas cosas. Todavía no me decido, aunque pensé que podrías aconsejarme.

      —Pasa a mi estudio —dijo Wilson—. No; por acá, entremos por atrás —y le mostró otro arreglo ingenioso en la reja lateral mediante el cual una violenta campana de tono agudo se soltaba a sonar en la casa en cuanto uno tocaba el cerrojo.

      En efecto, Wilson lo abrió con tanta energía que la campana sonó una alarma frenética y la criada, que estaba probándose las cosas de la señora en la recámara, pegó un salto enloquecido hasta la ventana y empezó a bailotear como histérica. El domingo en la tarde encontraron yeso en la mesa de la sala y Wilson escribió una carta al Crónica de Fulham, atribuyendo el fenómeno a “alguna perturbación de carácter sísmico”.

      Por el momento no sabía nada de los grandes resultados de su artilugio y condujo a su invitado con solemnidad hacia la parte de atrás de la casa. Ahí había un tramo de césped que empezaba a verse un poco amarillo, con un fondo de arbustos. En medio del césped había un niño de nueve o diez años que estaba solo, parado con ciertos aires.

      —El mayor —dijo Wilson—. Havelock. ¿A ver, Lockie, ahora qué haces? ¿Y dónde están tus hermanos?

      El niño no era nada tímido. De hecho, parecía ansioso por explicar los acontecimientos.

      —Estoy jugando a que soy Dios —dijo con una franqueza cautivadora—. Y mandé a Fergus y Janet al infierno. Es allá, en los arbustos. Y nunca más volverán a salir. Y arderán por los siglos de los siglos.

      —¿Qué te parece? —dijo Wilson, admirado—. No está mal para un jovencito de nueve, ¿no crees? En el catecismo les parece una maravilla. Pero pasa a mi estudio.

      El estudio era una habitación que sobresalía de la parte de atrás de la casa. Había sido diseñada como cocina trasera y lavandería, aunque Wilson había envuelto la caldera en muselina para artistas y cubierto el fregadero con tablas, de modo que ahora servía como mesa de trabajo.

      —Acogedor, ¿no? —dijo, mientras empujaba hacia delante una de las dos sillas de mimbre—. Aquí me salgo a pensar cosas, ¿sabes? Es tranquilo. ¿Y qué has pensado de los muebles? ¿Quieres hacerlo a gran escala?

      —No, en lo absoluto. Todo lo contrario. De hecho, no sé si la cantidad a nuestra disposición será suficiente. Verás, el cuarto desocupado mide tres metros por tres y medio, orientado hacia el oeste, y pensé que, si pudiéramos costearlo, se vería más alegre amueblado. Además, sería agradable poder tener un invitado; por ejemplo, nuestra tía, la señora Nixon. Pero ella está acostumbrada a que todo sea muy fino.

      —¿Y cuánto quieren gastar?

      —Bueno, pienso que con dificultad podríamos justificar gastar mucho más de diez libras. Con eso no alcanza, ¿no?

      Wilson se levantó y cerró la puerta de la cocina trasera con un gesto imponente.

      —Mira —dijo—, me alegra que antes que nada hayas venido conmigo. Ahora sólo dime a dónde tenías pensado ir.

      —Bueno, había pensado ir a la calle Hampstead —respondió Darnell, titubeante.

      —Eso pensé que dirías. Pero te pregunto, ¿de qué sirve ir a esas tiendas caras del West End? No te dan un mejor artículo por tu dinero. Sólo estás pagando por la moda.

      —He visto algunas cosas lindas en Samuel’s. En esas tiendas superiores los productos tienen un pulido brillante. Ahí fuimos cuando nos casamos.

      —Exacto, y pagaron diez por ciento más de lo que deberían haber pagado. Es tirar el dinero. ¿Y cuánto dijiste que quieres gastarte? Diez libras. Bueno, pues yo puedo decirte dónde conseguir una hermosa recámara, con los mejores acabados, por seis libras con diez. ¿Qué te parece? Con todo y porcelana, por cierto. Y un cuadro de alfombra, de colores brillantes, sólo te costará quince chelines y seis peniques. Mira, cualquier sábado en la tarde ve a Dick’s, en la calle Seven Sisters, menciona mi nombre y pregunta por el señor Johnston. La recámara es color cenizo; “isabelina”, le dicen. Seis libras con diez, incluyendo la porcelana, y uno de sus tapetes “Oriente”, de tres por tres, por quince con seis. Dick’s.

      Wilson habló con cierta elocuencia sobre el tema de los muebles. Señaló que los tiempos habían cambiado y que el viejo estilo pesado estaba muy pasado de moda.

      —¿Sabes? —dijo—, no es como en los viejos tiempos, cuando la gente compraba las cosas para que duraran cien años. Bueno, justo antes de que mi esposa y yo nos casáramos, un tío mío se murió allá en el norte y me dejó sus muebles. Yo en ese momento estaba pensando en amueblar, y pensé que las cosas me vendrían bien, pero te aseguro que no había un solo artículo que a mi juicio ameritara el espacio que iba a ocupar en la casa. Todo era caoba vieja y deslucida; grandes libreros, secreteres, sillas y mesas con patas en forma de garra. Como le dije a mi señora —pues lo fue al poco tiempo—: “Una cámara de los horrores no es justo lo que queremos, ¿verdad?” Así que vendí todo y saqué lo que pude. Debo confesar que me gustan los cuartos alegres.

      Darnell dijo que había oído que a los artistas les gustaban los muebles anticuados.

      —Oh, ya lo creo. El “impuro culto al girasol”, ¿no? ¿Viste ese artículo en el Daily Post? En lo personal detesto esas tonterías. No es sano, ¿sabes?, y no creo que el pueblo inglés lo tolere. Pero hablando de curiosidades, aquí tengo algo que vale un poco de dinero.

      Se zambulló en un receptáculo polvoriento en un rincón del cuarto y le mostró a Darnell una pequeña Biblia apolillada, a la que le faltaban los primeros cinco capítulos del Génesis y la última hoja del Apocalipsis. Tenía fecha de 1753.

      —Soy de la idea de que vale mucho —dijo Wilson—. Mira los hoyos de polilla. Y como puedes ver es “imperfecta”, como dicen. ¿Te has fijado que algunos de los libros más valiosos a la venta son los “imperfectos”?

      La entrevista llegó a su fin poco después y Darnell se fue a casa a tomar su té. Pensaba con seriedad en seguir el consejo de Wilson, y después del té le contó a Mary su idea y lo que Wilson le había dicho sobre Dick’s.

      A Mary el plan la entusiasmó bastante cuando escuchó todos los detalles. Los precios le parecieron muy moderados. Estaban sentados uno a cada lado de la chimenea —que estaba oculta por una bonita pantalla de cartón, pintada con paisajes—, y ella apoyó la mejilla en la mano, y sus bellos ojos oscuros parecían soñar y contemplar extrañas visiones. En realidad,

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