La casa de las almas. Arthur Machen

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La casa de las almas - Arthur Machen

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de gas gótica, era una blasfemia misteriosa y elaborada. Los cánticos a Joll se entonaron en si bemol, y eran “anglicanos”, y el sermón fue el evangelio para ese día, amplificado y presentado en el inglés más moderno y elegante del pastor. Y Mary se regresó.

      Tras la cena —un excelente trozo de carnero australiano, comprado en las Tiendas del Mundo en Hammersmith— se quedaron un rato sentados en el jardín, protegidos de modo parcial de la mirada de sus vecinos por el enorme árbol de moras. Edward fumaba su aromático y Mary lo miraba con plácido afecto.

      —Nunca me cuentas de los señores de tu oficina —dijo ella al fin—. Algunos son gente agradable, ¿no es cierto?

      —Oh, sí, son muy decentes. Debo traer a algunos a la casa uno de estos días.

      Recordó con una punzada que sería necesario ofrecer whisky. A un invitado no se le podía pedir que bebiera cerveza de mesa de diez centavos el galón.

      —Pero ¿quiénes son? —dijo Mary—. Pienso que quizá te dieron un regalo de bodas.

      —Pues no lo sé. Nunca hemos hecho ese tipo de cosas. Pero son muchachos muy decentes. Pues bien, está Harvey; Salsa, le dicen a sus espaldas. Está loco por el ciclismo. El año pasado compitió por el récord de tres kilómetros para aficionados. Y lo habría ganado de haber tenido mejor entrenamiento. Después está James, un deportista. Creo que no te agradaría. Siempre me parece que huele a establo.

      —¡Qué horror! —dijo la señora Darnell, que sentía que su marido estaba siendo un poco franco y bajó los ojos al hablar.

      —Dickenson podría divertirte —prosiguió Darnell—. Siempre tiene un chiste, aunque es un mentiroso de lo peor. Cuando cuenta algo, nunca sabemos qué tanto creerle. Juró que el otro día había visto a uno de los jefes comprando berberechos de un carretón cerca de London Bridge, y Jones, que venía llegando, se lo creyó todo.

      Darnell se rio al recordar el buen humor de la broma.

      —Y tampoco estuvo mal el cuento que inventó de la esposa de Salter —prosiguió—. Salter es el gerente, como sabes. Dickenson vive cerca, en Notting Hill, y una mañana dijo que había visto a la señora Salter en la calle Portobello, de medias rojas, bailando música de órgano.

      —Es un poco vulgar, ¿no crees? —dijo la señora Darnell—. No me parece muy divertido.

      —Bueno, ya sabes, entre hombres es diferente. Quizá te agrade Wallis, un fotógrafo estupendo. A menudo nos enseña las fotos que les toma a sus hijos; bueno, a su hija, una niñita de tres, en la tina. Le pregunté cómo cree que se lo va a tomar cuando cumpla veintitrés.

      La señora Darnell bajó la vista y no respondió nada.

      Hubo silencio algunos minutos mientras Darnell fumaba su pipa.

      —Oye, Mary —dijo al fin—, ¿qué te parece si tenemos un inquilino?

      —¡Un inquilino! Nunca lo había pensado. Pero ¿dónde lo meteríamos?

      —Pues estaba pensando en el cuarto desocupado. Ese plan obviaría tu objeción, ¿no es cierto? Muchos hombres en la Ciudad los toman y de eso también se gana un dinero. Calculo que agregaría diez libras al año a nuestros ingresos. Redgrave, el cajero, ha visto que le conviene rentar una casa grande a propósito. Tienen una cancha para jugar tenis y un cuarto de billar.

      Mary lo consideró en actitud seria, siempre con sueño en los ojos.

      —Creo que no podríamos, Edward —dijo—. Sería inconveniente de tantas maneras —titubeó un momento—. Y no creo que me gustaría tener a un hombre joven en la casa. Es tan pequeña y nuestras habitaciones, como sabes, son tan reducidas.

      Se sonrojó ligeramente y Edward, aunque estaba un poco desilusionado, la miró con un anhelo singular, como si fuera un erudito confrontado con un jeroglífico dudoso, el cual podía ser maravilloso por completo o de lo más común y corriente. En la casa de al lado los niños jugaban en el jardín, estridentes, riendo, gritando, peleando, corriendo de un lado a otro. De pronto, una voz nítida, agradable, se oyó desde una ventana de arriba.

      —¡Enid! ¡Charles! ¡Suban a mi cuarto cuanto antes!

      Se hizo un silencio instantáneo y repentino. Las voces de los niños se apagaron.

      —La señora Parker supuestamente tiene a sus niños en orden —dijo Mary—. Alice me estaba contado el otro día. Estuvo hablando con la sirvienta de la señora Parker. La escuché sin hacer ningún comentario, pues no me parece que esté bien alentar el chismorreo de la servidumbre; siempre exageran todo. Y apuesto a que los niños a menudo necesitan ser corregidos.

      Los niños se habían quedado en silencio como si un terror pavoroso se hubiera apoderado de ellos.

      A Darnell le pareció oír una especie de grito extraño proveniente del interior de la casa, pero no podía estar seguro. Se volvió hacia el otro lado, donde un hombre mayor, común y corriente, de bigote gris, caminaba de ida y vuelta del lado más apartado de su jardín. Le llamó la atención a Darnell y la señora Darnell volteaba hacia allá en el mismo momento, y el señor saludó, muy cortés, levantando su gorra de tweed. Darnell se sorprendió al ver que su esposa se sonrojaba con intensidad.

      —Sayce y yo a menudo tomamos el mismo autobús para ir a la Ciudad —dijo él—, y da la casualidad de que últimamente nos hemos sentado juntos dos o tres veces. Creo que es agente de una compañía que vende cuero en Bermondsey. Me pareció un hombre agradable. ¿No son ellos los que tienen una sirvienta bastante guapa?

      —Alice me ha platicado de ella… y de los Sayce —dijo la señora Darnell—. Según entiendo, no los ven con muy buenos ojos en el barrio. Pero tengo que entrar a ver si ya está el té. Alice querrá irse cuanto antes.

      Darnell siguió con la mirada a su esposa mientras se alejaba caminando con rapidez. Apenas alcanzaba a entender, aunque podía ver el encanto de su figura, el deleite de los rizos castaños agolpados alrededor de su cuello, y otra vez tuvo la sensación del erudito confrontado con el jeroglífico. No habría podido expresar sus emociones, pero se preguntaba si algún día encontraría la llave, y algo le dijo que antes de que ella pudiera hablarle los labios de él debían dejar de estar cerrados. Ella había entrado a la casa por la puerta trasera de la cocina, dejándola abierta, y la oyó decirle a la muchacha algo del agua “de veras hirviendo”. Estaba asombrado, casi indignado consigo mismo, pero el sonido de las palabras llegaba hasta sus oídos como una música extraña y conmovedora, tonos de otra esfera, maravillosa. Y sin embargo él era su marido y llevaban casi un año de casados, si bien cuando ella hablaba él tenía que escuchar atento para hacerse una idea de lo que le estaba diciendo, conteniéndose, para no pensar que ella era una criatura mágica, conocedora de los secretos de un deleite inconmensurable.

      Miró por entre las hojas del árbol de moras. El señor Sayce había desaparecido, aunque veía el humo azulado de su puro flotar a través del aire lleno de sombras. Se preguntaba por el gesto de su esposa cuando se mencionó el nombre de Sayce, intrigado sobre qué podría andar mal en la casa de un personaje tan respetable, cuando su esposa apareció en la ventana del comedor y lo llamó a tomar el té. Ella sonrió cuando él alzó la vista y él se levantó deprisa y entró, preguntándose si no andaría un poco “raro”; tan extrañas eran las tenues emociones y los aún más tenues impulsos que surgían en su interior.

      Alice era toda morado brillante y fuerte aroma cuando trajo la tetera y la jarra de agua

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