La casa de las almas. Arthur Machen
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Читать онлайн книгу La casa de las almas - Arthur Machen страница 10
—¿Recuerdas lo que te dije la otra noche sobre la estufa?—preguntó la señora Darnell, mientras servía el té y les echaba agua a las hojas.
Le pareció que ésa era una buena introducción pues, a pesar de que su marido era un hombre de lo más afable, suponía que quizá estaba un poco herido porque ella no había apoyado su plan de amueblar el cuarto.
—¿La estufa? —dijo Darnell, que hizo una pausa para servirse mermelada y pensarlo un momento—. No, no me acuerdo. ¿Qué noche fue?
—El martes. ¿No te acuerdas? Tuviste “horas extra” y llegaste a casa bastante tarde.
Ella se detuvo un momento, un poco sonrojada, y luego empezó a recapitular las fechorías de la estufa y el dispendio escandaloso de carbón para la preparación del pastel de carne.
—Ah, ya lo recuerdo. Ésa fue la noche que me pareció oír al ruiseñor (la gente dice que hay ruiseñores en Bedford Park), y el cielo era de un maravilloso azul profundo.
Recordó cómo había caminado desde la estación de la calle Uxbridge, donde el autobús verde paraba, y a pesar de los hornos humeantes debajo de Acton un delicado aroma de bosques y campos veraniegos flotaba misteriosamente en el aire, y le había parecido oler rosas rojas silvestres colgando del seto. Al llegar a su reja había visto a su esposa parada en la puerta, con una lámpara en la mano, y él la había abrazado con ímpetu cuando ella lo recibía y le susurró algo al oído, besando su fragante cabello. Se había sentido bastante avergonzado unos momentos después y temía haberla asustado con sus tonterías; ella parecía temblorosa y confundida. Y luego ella le había contado cómo habían pesado el carbón.
—Sí, ya lo recuerdo —dijo él—. Qué fastidio, ¿verdad? Odio tirar el dinero de esa manera.
—Bueno, ¿qué piensas? ¿Qué tal si compramos una muy buena estufa con el dinero de la tía? Nos ahorraría mucho y me imagino que las cosas sabrían mucho mejor.
Darnell le pasó la mermelada y dijo que la idea era brillante.
—Es mucho mejor que mi idea, Mary —dijo con franqueza—. Qué bueno que se te ocurrió, pero hay que hablarlo bien; no es bueno comprar a las carreras. Hay tantas marcas.
Cada uno había visto estufas que parecían inventos milagrosos; él por los rumbos de la Ciudad; ella en las calles Oxford y Regent, cuando iba al dentista. Abordaron el tema a la hora del té y después lo siguieron discutiendo mientras caminaban dando vueltas y vueltas alrededor del jardín, en el dulce frescor de la noche.
—Dicen que la Newcastle puede quemar lo que sea, hasta coque —dijo Mary.
—Pero la Resplandor ganó la medalla de oro en la Exposición de París —dijo Edward.
—¿Y qué me dices de la estufa múltiple Eutopía? ¿La has visto en funcionamiento en la calle Oxford? —le preguntó Mary—. Dicen que su mecanismo para ventilar el horno es muy singular.
—El otro día estaba en la calle Fleet —respondió Edward— y vi las estufas de patente Bliss. Queman menos combustible que cualquiera del mercado. Eso afirman los fabricantes.
La abrazó de la cintura con suavidad. Ella no lo rechazó y murmuró en voz muy queda:
—Creo que la señora Parker está en su ventana —y él retiró su brazo con lentitud.
—Ya hablaremos del tema —dijo él—. No hay prisa. Yo puedo ir a ver algunos lugares cerca de la Ciudad y tú puedes hacer lo mismo en las calles Oxford y Regent, y en Piccadilly. Luego podemos comparar notas.
Mary estaba feliz por el buen carácter de su esposo. Era tan lindo de su parte no encontrarle fallas a su plan. “Es tan bueno conmigo”, pensó, y eso era lo que a menudo le decía a su hermano, que no le tenía mayor simpatía a Darnell. Se sentaron en el lugar bajo el moral, muy juntos, y ella dejó que Darnell le tomara la mano, y cuando sintió sus dedos tímidos, titubeantes, tocarla en las sombras, los apretó con mucha suavidad, y mientras él le acariciaba la mano ella sentía su aliento sobre su cuello y oyó su apasionado y titubeante susurro —“Mi amor, mi amor”— cuando sus labios le tocaron la mejilla. Ella tembló un poco y esperó. Darnell la besó con delicadeza en la mejilla y retiró su mano, y cuando habló estaba casi sin aliento:
—Será mejor que entremos —dijo—. Hay una humedad muy fuerte y te puedes resfriar.
Un vendaval cálido y fragante les llegó de más allá de los muros. Él anhelaba pedirle que se quedara afuera con él toda la noche debajo del árbol para poder susurrarse cosas y que el aroma de su cabellera lo embriagara y sentir su vestido rozándole los tobillos. Pero no podía encontrar las palabras, y era absurdo, y ella era tan buena que haría cualquier cosa que él le pidiera, por ridícula que fuera, sólo porque él se la pedía. No era digno de besar sus labios; se agachó y besó su corpiño de seda y otra vez la sintió temblar, y se avergonzó, temiendo haberla asustado.
Entraron a la casa con tranquilidad, hombro con hombro, y Darnell encendió la lámpara de gas en la sala, donde siempre se sentaban los domingos en la noche. La señora Darnell se sentía un poco cansada y se acostó en el sofá, y Darnell se acomodó en el sillón de enfrente. Estuvieron un rato en silencio y luego Darnell dijo de repente:
—¿Qué pasa con los Sayce? Me pareció que piensas que hay algo un poco extraño con ellos. Su sirvienta se ve bastante tranquila.
—Ay, no sé si una debería hacerles caso a los chismes de la servidumbre. No siempre son muy ciertos.
—Alice fue la que te dijo, ¿verdad?
—Sí. El otro día me estuvo contando, una tarde en que yo estaba en la cocina.
—Pero ¿qué era?
—Ay, preferiría no decírtelo, Edward. No es agradable. Y regañé a Alice por venir a repetirlo conmigo.
Darnell se levantó y se acomodó en una sillita frágil cerca del sofá.
—Cuéntame