Activos de aprendizaje. Fernando Trujillo Sáez

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Activos de aprendizaje - Fernando Trujillo Sáez Biblioteca Innovación Educativa

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reformar los espacios con la confianza de que, rompiendo las paredes y acristalándolas, comprando nuevo mobiliario y enmoquetando las salas, se obrará el milagro de transformar la educación, yo me digo a mí mismo:

      –“¡Es el tiempo, estúpido!”.

      También, cuando veo que queremos cambiarlo todo comprando tecnología, sustituyendo la pizarra tradicional por su homóloga digital, teniendo un buen carro de portátiles o de tabletas y utilizando todo tipo de apps disponibles en el repositorio de Apple o de Google, yo me digo a mí mismo:

      –“¡Es el tiempo, estúpido!”

      Así mismo, cuando veo que centramos nuestro interés en cómo redactar la programación, o debatimos durante largas horas si hay objetivos o no en el nuevo currículo; cuando invertimos nuestras fuerzas en marcar la diferencia entre estándares o indicadores; o cuando rellenar tablas y tablas con cada uno de los elementos del currículo es lo que ocupa buena parte de nuestras tardes, yo me digo a mí mismo:

      –“¡Es el tiempo, estúpido!”

      Cuando participamos, uno tras otro, en planes y programas de innovación o en innumerables experiencias de formación del profesorado; cuando renovamos nuestros libros de texto y las editoriales nos facilitan todo su material complementario; cuando abrimos nuestras plataformas y las cargamos de contenidos y actividades, porque en el fondo seguimos pensando que nuestra tarea es transmitir cuánto más mejor y la suya limitarse a recibir, yo me digo a mí mismo:

      –“¡Es el tiempo, estúpido!”.

      Dice Byung-Chul Han en el libro El aroma del tiempo (2015):

      “La inquietud hiperactiva, la agitación y el desasogiego actuales no casan bien con el pensamiento”.

      Según el filósofo, podemos distinguir entre sujetos de rendimiento y sujetos de experiencia. Los primeros no pueden detenerse a pensar y se ven conducidos a rendir (supuestamente) más y mejor, aunque la misma carrera en la que están inmersos les impide hacerlo realmente: van “haciendo zapping por el mundo”; los segundos son los que dominan el tiempo para poder vivir experiencias realmente significativas, porque “en contraposición al saber y la experiencia en sentido intenso, las informaciones y los acontecimientos no tienen un efecto duradero o profundo”.

      Pues bien, la escuela hoy tiene más que ver con “las informaciones y los acontecimientos” que con “el saber y la experiencia”, con la educación de sujetos de rendimiento más que con la más deseable educación de sujetos de experiencia. Tanto el alumnado como el profesorado están sometidos a una velocidad vertiginosa, acuciados los unos por un horario de escenas académicas fulgurantes que se suceden ante ellos como brevísimos expositores de contenidos, mientras que los otros, el profesorado, corren pasillo arriba y pasillo abajo de una clase a otra en una sucesión rápida de caras, unidades y actividades.

      Quizá ha llegado el momento de frenar, de agrupar, de integrar. Buscar la coherencia en nuestra propia voz puede que esté más relacionado con tener una visión más holística de nuestras materias, que con verlas como pequeños botes de contenido curricular que tenemos que abrir a toda prisa a lo largo del año para que nuestros estudiantes puedan aspirarlos mínimamente. Quizá ha llegado la hora de darnos cuenta de que disponer de treinta semanas de clase no quiere decir que tengamos que dividir nuestro trabajo en quince unidades inconexas, incluso si así lo indica el libro de texto. Quizá haya llegado el momento de tomar el control del currículo porque, como dice Byung-Chul Han (2015):

      “La experiencia de la duración, y no el número de vivencias, hace que una vida sea plena. Una sucesión veloz de acontecimientos no da lugar a ninguna duración”.

      Es el tiempo, amigo mío, el tiempo.

      ¡Qué bien funciona la escuela!

      El marco mental y cultural tradicional en relación con la escuela, mayoritario en la sociedad aún y también en muchos docentes, no es solo el que manejamos para entender y actuar en este contexto social, sino que es también el patrón según el cual valoramos la escuela. Sin embargo, cuando cambiamos las preguntas con las cuales interrogamos a la escuela, también cambian las respuestas: si en lugar de querer una “escuela de selección y exclusión” nos comprometemos con una “escuela de inclusión”, será necesario cambiar nuestra manera de ver y valorar la escuela.

      ¿Qué sensación ha provocado en ti el título de este texto? ¿Estarías de acuerdo con él o en desacuerdo? ¿Lo firmarías tú? ¿Te imaginas a ti mismo realizando tal afirmación en tu propio centro?, ¿en una reunión de amigas y amigos?, ¿ante unos padres?

      Lo cierto es que, a pesar de que ahora sea un deporte nacional hablar mal de la escuela, la escuela ha funcionado bien históricamente dadas las expectativas que había depositadas en ella, que eran, básicamente, la formación y la selección. Por un lado, la escuela debía preparar a los menores para la entrada en la vida adulta, mediante la adquisición de una serie de conocimientos atesorados y apreciados por la sociedad: la alfabetización, el gusto artístico, el conocimiento matemático o científico-tecnológico, etc. Eran cuestiones que se adquirían de manera fundamental en la escuela o quedaban, sin remedio, fuera del acceso del individuo.

      Por otro lado, la escuela ha sido la gran agencia de selección de personal. Antes de que llegaran los departamentos de recursos humanos para cribar a los mejores candidatos para un puesto de trabajo, la escuela ya organizaba a todos los individuos en un ranking competitivo, a partir de la superación de cientos de pruebas de evaluación realizadas a lo largo de todo el sistema educativo. Hablamos aquí, obviamente, de eficacia en los procesos de selección, pero no de justicia, pues el sistema es fundamentalmente injusto en beneficio de quienes más tienen y en perjuicio de quienes tienen menos o peor.

      Sin embargo, desde hace algunos años la escuela no posee ya el privilegio de la formación (que hoy comparte con muchas otras instituciones o servicios en la red), ni tampoco la superación de exámenes se estima como una evidencia necesaria del conocimiento o la competencia. Si existe la voluntad de aprender y tienes acceso a internet, es probable que exista ya una comunidad de aprendizaje y práctica en la cual puedas desarrollar tus intereses, satisfacer tus necesidades y demostrar tus conocimientos y competencias sin pasar por la escuela.

      ¿Significa esto el fin de la escuela? Francamente, no lo creo, pero sí implica una revisión en profundidad de su esencia. Hasta hace pocos años la escuela era un espacio centrado en los docentes y en su conocimiento (o en el libro y sus contenidos, como quieras verlo). Sin embargo, la nueva realidad llama a una reconstrucción de la escuela, centrada en los aprendices y su actividad, conectada a nodos de donde puedan tomar información que, después, es tratada con la ayuda de sus docentes y en compañía y cooperación con sus compañeros y compañeras.

      En este sentido, Mizuko Ito (Jenkins, Ito y Boyd, 2016: 91) llama nuestra atención hacia tres verbos que se retroalimentan: pertenecer, participar y contribuir: “La agenda educativa no debería concentrarse en llenar de cosas la cabeza de los niños sino en promover contextos de los cuales los niños puedan formar parte, en los cuales puedan participar y a los cuales puedan contribuir”.

      ¿Pertenece la escuela realmente a los aprendices? ¿Forman los aprendices realmente parte de la escuela o es para ellos un espacio extraño? ¿Está la escuela realmente abierta a su participación? ¿Creamos oportunidades de aprendizaje en las cuales los aprendices tengan que contribuir con su trabajo y su conocimiento para la resolución de problemas o retos relevantes? Estas son las preguntas que tendremos que responder si en los próximos años realmente queremos que la escuela siga teniendo un papel que jugar en la formación de los ciudadanos y

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