Amad a vuestros enemigos. Arthur C. Brooks
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Esta descripción del desprecio les resultará familiar a muchos porque el desprecio se ha convertido en el leitmotiv de los discursos políticos modernos. Lo vimos al comienzo de la manifestación de Washington. Lo vemos en la televisión por cable y en las redes sociales y, cada vez más, en persona. Pero si nuestras reacciones al diálogo entre Tommy y Hawk nos dicen algo, es que el desprecio no es lo que realmente queremos. Más importante aún: nuestras reacciones indican que el dilema entre la ideología política o nuestros amigos y familiares, que tan a menudo defienden los líderes de hoy, es falso. Un momento como éste revela que a los estadounidenses nos han manipulado y amedrentado para convencernos de que debemos elegir entre nuestras convicciones más arraigadas y nuestros allegados. En el fondo, todos sabemos que la polarización que experimentamos en la política actual es tóxica. Detestamos las peleas, los insultos, la violencia y la falta de respeto.
Sin darse cuenta, Tommy y Hawk demuestran las ganas que tenemos los estadounidenses de seguir otros caminos. He comprobado por mí mismo que este mensaje de bondad frente al desprecio ha cosechado un amplio eco. El mismo año en el que se celebró el mitin de Washington, pronuncié un discurso en la Kennedy School de la Universidad de Harvard, que publicó un vídeo de la charla que duraba sesenta segundos y que transcribo a continuación, con algunos retoques para mayor claridad:
En la política estadounidense no tenemos un problema de ira. Tenemos un problema de desprecio. […] Si os fijáis en cómo se habla la gente de la escena política actual, os daréis cuenta de que es con puro desprecio.
Cuando alguien que tienes cerca te trata con desprecio, ya no se te olvida. Por lo tanto, si queremos resolver el problema de la polarización, tenemos que resolver el problema del desprecio.
A veces colaboro en la redacción de proyectos con el dalái lama. Hace poco, pensando en el problema del desprecio, le pregunté: «Santidad, ¿qué debo hacer cuando sienta desprecio?». Y me contestó: «Practica el afecto».
Empecé a darle vueltas, y tenía razón. Si hago eso, si lo hacemos, si tenemos líderes que puedan hacerlo, el mundo cambiará por completo. La próxima vez que se te dirijan con desprecio, puedes demostrar verdadera fortaleza respondiendo con afecto.
Cada uno de nosotros va a tener la oportunidad de responder al desprecio ajeno en las redes sociales o en persona. Así pues, ¿vais a hacer lo que es debido para que el mundo sea un poco mejor: mostraréis vuestra fortaleza y trataréis de convertir a vuestros enemigos en amigos? ¿O vais a empeorar el problema? Ésa es una pregunta que cada uno de nosotros tendrá que responder probablemente en las próximas veinticuatro horas.
En el siguiente capítulo, regresaré a esa conversación con el dalái lama, pero aquí quiero contar otra cosa sobre el vídeo de un minuto: recibió once millones de visitas en Internet. Ya ves, no soy un famoso ni el presidente de los Estados Unidos. Soy un tipo de cincuenta y cuatro años que dirige un laboratorio de ideas y que daba una conferencia en Harvard. Once millones de visitas es un montón.
Gracias a esos dos vídeos, pude hacer un estudio de mercado en condiciones: una muestra de 68 millones de espectadores indica que la cultura del desprecio no es lo que millones de nosotros queremos. Me di cuenta de que podíamos luchar contra esa cultura; bastaba con saber el modo.
Y así nació este libro.
Puede dar la impresión de que éste es otro de esos libros que piden más cortesía en el discurso político y mayor tolerancia para con las opiniones distintas. No lo es. Esos objetivos son demasiado poco ambiciosos. ¿No te lo crees? Dile a la gente: «Mi pareja y yo somos muy corteses el uno con el otro», y te dirán que os busquéis un asesor matrimonial. O diles: «Mis compañeros de trabajo me toleran», y te preguntarán cómo te va en tu búsqueda de otro empleo.
Quiero algo más radical y subversivo que la cortesía y la tolerancia, algo que corresponda a los designios de mi corazón, a la primera palabra del título de este libro: amor. Y no sólo dispensado a los amigos y los que están de acuerdo conmigo, sino también a los que discrepan de mí.
Tal vez amor te suene cursi, como si yo fuera una especie de hippie (una acusación no sin fundamento), o te parezca un ideal filosófico imposible. El problema con el amor no es el concepto en sí, sino su definición devaluada en nuestro discurso popular. En la actualidad, la gente suele definir el amor como una emoción, un sentimiento intenso, que no puede servir de base sólida para un programa de renovación nacional. Cuando hablo de amor en este libro, no me refiero a algo difuso y sentimental, sino concreto y estimulante. En su Suma teológica, santo Tomás de Aquino dijo: «Amar es querer el bien del otro».10 El filósofo moderno Michael Novak afina aún más la idea con el añadido de cuatro palabras: «Amar es querer el bien del otro en cuanto que otro» (la cursiva es mía).11 Y agrega: «El amor no es sentimental, ni se duerme en fantasías, sino que permanece despierto, alerta y listo para seguir la realidad. Persigue lo real como los pulmones anhelan el aire». Exactamente. Cuando propongo que el amor nos sirva de guía, pido que escuchemos nuestros corazones, por supuesto. Pero también que pensemos con claridad, examinemos los hechos y hagamos cosas difíciles cuando sea preciso para que podamos animar a la gente y unirla de verdad.
Así que el amor no es algo blandengue ni ñoño. Pero ¿amar a quién? Amar a los amigos es fácil. ¿Amar a los desconocidos? Factible. Pero ¿amar a tus enemigos? Tal vez te parezca imposible. Quizás digas: «Hay personas que se sitúan más allá de lo admisible. Existen millones de personas malísimas en este país que defienden ideas que no podemos tolerar. ¡Merecen nuestro desprecio, no nuestro amor!». He oído expresar este sentimiento a periodistas serios, académicos respetados y políticos convencionales. Yo mismo lo he pensado.
Pero esa actitud es errónea y además peligrosamente radical. Quien sea incapaz de distinguir entre un partidario común de Bernie Sanders y un revolucionario estalinista, o entre el votante promedio de Donald Trump y un nazi, demuestra una ignorancia intencionada o necesita salir de casa más a menudo. Hoy en día, nuestro discurso público atribuye de forma escandalosamente exagerada ideologías históricamente asesinas a las decenas de millones de estadounidenses de a pie con los que discrepamos rotundamente. El hecho de que no estés de acuerdo con algo no significa que ese algo sea una incitación al odio ni que la persona que lo diga sea un degenerado.
Además, este desprecio se basa en la premisa equivocada de que no podemos tener puntos en común con los demás, de modo que no hay razón para no polarizar con los insultos. Pensemos en Hawk y Tommy. Si fueras un conservador convencido y vieras a Hawk con el puño levantado al principio del mitin, ¿no te parecería que es un revolucionario radical de la peor calaña, indigno de consideración? Si fueras un progresista convencido, ¿qué pensarías de Tommy y de los demás manifestantes de grupos como Moteros a favor de Trump? ¿Pensarías que son individuos incapaces de razonar? Y, sin embargo, gracias a una afortunada exhibición de integridad, mira lo que pasó.
Vale, dirás, pero ¿y los malos bichos que sí son estalinistas y nazis? Se trata de marginales que predican teorías de la conspiración, el odio y el racismo, a lo que en circunstancias ordinarias considerarían un puñado de chalados, pero que, en el clima actual de desprecio, captan la atención del público. Algunos lo hacen con su propio nombre; otros desde el anonimato. ¿Qué hacemos con ellos?
Empecemos con los troles de las redes sociales. Tengo un montón de odiadores en Twitter, tanto de izquierdas como de derechas. Casi siempre son anónimos, y muchos, sin duda, ni siquiera son personas reales, sino bots que generan contenido polémico. En este libro defiendo repetidamente que no hay