Boda por amor. Trisha David
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Y, de alguna manera, lo lograron.
Justo a tiempo, cinco segundos más tarde, el avión explotó.
Pasaron algunos minutos antes de que pudieran hablar. Dev y Maggie se derrumbaron en la arena. Habían estado muy cerca de… Los rodeaba el ruido del fuego y todo olía a gasolina quemada. Un minuto más y…
Por fin, Maggie se recuperó lo suficiente como para que le funcionara el cerebro de nuevo. Ahora estaban suficientemente a salvo y el fuego no podía durar mucho. Se levantó y fue a ver al niño. El pequeño estaba mirando fijamente las llamas. Le puso una mano en el hombro y le dijo:
–Todo está bien, Dominic.
Lo abrazó protegiéndolo del calor, pero el niño seguía muy pálido.
–Tú y tu padre estáis bien.
Miró de nuevo al hombre que había en el suelo. Tenía los ojos cerrados otra vez, pero había corrido. Tenía que estar bien. Le echaría un vistazo, pero primero…
–Dominic, ¿estás seguro de que no había nadie más a bordo? –le preguntó.
Ya era tarde, pero si el niño se había equivocado…
–No –respondió el niño conteniendo las lágrimas–. Pero mi ordenador portátil iba en mi bolsa.
–Ah, vaya…
A Maggie le pareció que aquello era demasiado y le resultó muy difícil contener la risa, pero lo logró. Por lo que parecía, para ese niño la pérdida de su ordenador era muy importante, pero si eso era lo único que habían perdido…
–Seguro que el avión estaba asegurado –dijo–. Así que te podrás comprar un ordenador nuevo.
–Pero acababa de conseguir el Flight Warrior. Sam Craigiburn acababa de instalármelo en el disco duro y…
–Iré a ver si tu padre está bien –dijo Maggie decidiendo concentrarse en lo importante.
Devlin estaba tirado en la arena y, por primera vez, Maggie lo miró de verdad. Tendría unos treinta y tantos años y no parecía un hombre como para meterse con él. Grande y fuerte, muy musculoso, con unas facciones aquilinas y el cabello negro y rizado.
Mientras tiraba de él se había dado cuenta de que tenía unos bonitos ojos castaños, iguales que los de su hijo.
Miró de nuevo a Dominic y pensó extrañada que, mientras su padre estaba tirado inconsciente en la arena, ese niño estaba triste por su ordenador. No parecía preocupado por su padre. Algo no tenía sentido.
Devlin abrió de nuevo los ojos. Estaba consciente, pero parecía como si abrir los ojos le costara un gran esfuerzo. Tenía un buen golpe en la cabeza.
Y pudiera ser que también heridas internas.
Pero no tenía que pensar en eso ahora. Sonrió pensando que no debía dejarle ver el pánico que sentía.
–Está bien –le dijo–, ya no hay prisa. Vuelva a cerrar los ojos si quiere, Dominic está a salvo.
–El avión…
–El avión se está volviendo a toda velocidad un montón de cenizas. No se puede hacer nada para evitarlo.
–Pero si no hubiera venido usted…
–¿No es una suerte que lo haya hecho? Ernestine me indicó que había problemas, así que aquí estoy. Dele las gracias a Ernestine, no a mí.
–¿Quién es Ernestine?
–Una cabra. Y hablando de ello…
El ruido de una piedras cayendo la hizo levantar la cabeza y sonreír.
–Aquí llega la caballería –añadió.
A unos tres metros por encima de ellos, en el borde de las rocas, estaban Ernestine y treinta de sus secuaces. Dev abrió mucho los ojos.
–¿Eso es la caballería? –preguntó.
–Sí. La comandante Ernestine y sus tropas, buscando por si hay algo comestible. Eh, no tiene que levantarse. Mis cabras no rematan a los heridos.
Pero Dev lo estaba haciendo y, por la mirada que tenía, le estaba doliendo. Pero no lo iba a admitir.
–Si yo soy el peor aquí, no hay heridos –dijo firmemente–. Si las cabras esperaban una cena asada, se sentirán decepcionadas, gracias a usted.
Se dieron la mano entonces y él añadió:
–Yo soy Devlin Macafferty y no te puedes imaginar lo mucho que me alegro de conocerte. Hace un cuarto de hora no creía que fuera a conocer a nadie más.
–Es un sitio muy estúpido para aterrizar –dijo Maggie sonriendo–. En esta isla estamos un poco faltos de terreno para aterrizar.
–Ya me di cuenta de eso, pero no tuve más opción cuando el avión cayó.
–Supongo –dijo ella sin soltarle la mano–. Te has hecho daño en la cabeza, ¿pero te pasa algo más? Parece como si algo te doliera.
–Sobreviviré –respondió él sonriendo de medio lado y apretándole más la mano–. Gracias a ti. ¿Puedo preguntarte quién eres?
–Maggie Cray –le dijo ella.
Retiró la mano y se la metió en el bolsillo de los vaqueros. Un movimiento defensivo y estúpido que no entendió muy bien.
–Mi perra se llama Lucy y la jefa de las cabras es Ernestine. Las presentaciones individuales pueden esperar, pero todas estamos muy contentas de veros intactos, aunque nos hayáis estropeado la playa.
Estaba hablando demasiado aprisa, pensó ella y se preguntó por qué. Apartó la mirada de él para que esa sonrisa no siguiera provocándole cosas raras.
–Has destruido un montón de nuestro kelp.
–¿Perdón?
–Recolectamos kelp, algas, y ahora están todas llenas de humo de gasolina y cenizas, así que ya no sirven.
–¿Para qué las usáis?
Maggie sonrió. Parecía como si él se creyera que se las comía.
–Para antiguos rituales de brujería –dijo sin poder resistirlo–. Ya sabes, encantamientos con gatos muertos, incienso, lunas llenas y una o dos calaveras.
Se rió ante la cara de estupor de él y añadió:
–La verdad es que las secamos para exportarlas a Escocia, donde una gran empresa química las transforma en medicamentos. Yo sólo me quedo con unas pocas para los rituales, cosas como transformar a la gente en ranas y demás.
Entonces se volvió hacia Dominic, que seguía mirando fijamente