Boda por amor. Trisha David

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Boda por amor - Trisha David Jazmín

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pensando, no se le habría pasado dejarle un orinal en la habitación.

      Pero por suerte, le había ahorrado esa indignidad.

      Los minutos pasaron y, por fin, se le calmó el dolor de la pierna. La movió para probar y no pasó nada. Por la ropa y el bastón, era evidente que Maggie creía que se podía levantar. No podía decepcionarla.

      Maggie.

      La verdad era que, si lo pensaba bien, esa mujer le había causado un impacto evidente.

      Hacía mucho tiempo que ninguna mujer le impresionaba así.

      ¿Mucho tiempo? Esa reacción no había sido sólo física, pensó al recordar el aspecto de Maggie a la luz de la vela la noche anterior. Su contacto… su olor.

      La verdad era que no podía recordar haber sentido algo así por ninguna otra mujer. Lo que era curioso, porque a él le gustaban las mujeres bien arregladas.

      El aspecto de Maggie estaba muy bien para una isla y estaba muy bien para agradar a un enfermo, pero en la vida real…

      En la vida real, Maggie estaba claramente esperando que se levantara de la cama y un hombre tiene su orgullo, así que se decidió a hacerlo.

      Le costó, pero al cabo de diez minutos estaba decente. Una vez salió de la habitación, la organización de Maggie se hizo evidente de nuevo, ya que una nota clavada en la pared de enfrente le indicaba dónde estaba ella, y que la cocina estaba a la derecha y el baño a la izquierda.

      Pasó unos minutos muy malos en el cuarto de baño, mirándose al espejo y tratando de imaginarse cómo quedaría cuando se le bajara la hinchazón y si quería lavarse con el agua helada que salía del grifo. No había manera de poder afeitarse.

      Por fin, salió de allí y, apoyándose en el bastón, se dirigió a la cocina.

      Allí había esperado encontrarse a Maggie o a Dominic o, por lo menos, a Lucy, pero lo que se encontró fue a algo muy parecido a un gnomo viejo.

      El anciano estaba sentado en un sillón al lado de la estufa de madera. Parecía tener unos cien años, pensó Dev. Pero los ojos con que lo miró estaban llenos de vida. Brillaban con la misma luz verde que había visto en los de Maggie.

      –Bueno, bueno…

      El gnomo no se levantó, pero lo recorrió de arriba abajo con la mirada.

      –Así que estos son los restos que ha recogido Maggie. Yo soy Joseph Cray, el abuelo de Maggie. Usted debe de ser Devlin Macafferty, el padre del joven Dominic. El jersey y los pantalones que lleva son míos. Es una suerte que le vengan bien. Bienvenido a la tierra de los vivos, señor.

      Le extendió una mano huesuda y Devlin se acercó para estrechársela.

      –Gracias –dijo Devlin.

      La mano era más fuerte de lo que se hubiera imaginado en alguien tan viejo. Firme y segura. Tal vez no fuera tan viejo como había pensado.

      –Y gracias también por la ropa. ¿Ha dicho que soy los restos que ha recogido Maggie?

      –Ha habido una mar muy dura los últimos días. Grandes vientos. Ayer Maggie dijo que, tan pronto como terminara con las algas iba a ver si recogía los restos que dejara el mar en la orilla. Y en vez de traer a casa un tronco de árbol o dos, lo trajo a usted.

      –Lamento haberlo decepcionado.

      Dev se sentó en otra silla al lado de la estufa.

      –Qué se le va a hacer. Sólo usamos esos troncos como leña y Maggie me dijo que usted estuvo a punto de quemarse. Y que se había hecho un par de heridas. ¿Le duelen?

      –No.

      –Mentiroso –dijo el anciano animadamente–. Pero es joven y sobrevivirá. El pequeño tuvo más suerte.

      –¿Dónde está Dominic? –preguntó Dev sin poder disimular la angustia.

      –Me parece que a Maggie le ha costado lograr que se pusiera uno de sus chándales, pero cuando el pequeño vio que no era rosa, se lo puso. Supongo que andará por alguna parte de la isla con Lucy. Yo no me preocuparía. Un niño de su edad no se puede meter en muchos problemas en un sitio como este. Además, parece bastante inteligente y se ha ido con la perra. Lucy lo cuidará. ¿Tiene perro su hijo?

      –No.

      ¿Un perro? No, no creía…

      –No parece muy seguro.

      –Ha estado viviendo con su madre.

      –Ya veo, uno de esos hogares rotos –dijo Joseph–. ¿Y qué pasa? ¿Que su madre no lo quiere? Esa es la impresión que da. Parece como si Lucy fuera la cosa más fiable que hubiera visto desde hace tiempo. ¿Tiene hambre?

      Dev parpadeó. Se notaba la ira en la mirada del anciano, pero no le estaba dando ninguna oportunidad de defenderse. Y… ¿tenía hambre?

      Se dio cuenta de que se moría de hambre. El día anterior le había comprado una hamburguesa a Dominic en el aeropuerto, pero él no había comido nada. Llevaba veinticuatro horas sin comer nada.

      –Eso pensaba –dijo Joseph y Dev frunció el ceño.

      Ese anciano parecía estar leyéndole el pensamiento.

      –Lo siento, pero va a tener que servirse usted mismo –añadió el anciano–. Ya sé que está herido, pero mis piernas no funcionan muy bien.

      –¿Es este su bastón, señor?

      –Llámame Joe –gruñó Joseph–. Todo el mundo lo hace. Joseph es para las presentaciones, bodas y funerales, pero últimamente no hay muchas bodas y todavía no estoy pensando en mi funeral. Y sí, es mi bastón, pero ahora no me sirve de mucho. Sufrí un ataque. Maggie dice que puede que vuelva a caminar, pero yo no estoy tan seguro. Dentro de nada empezará con eso de la recuperación y a darme órdenes, pero mientras tanto… Las sartenes están sobre la cocina, el beicon en la mesa, hay un par de huevos y pan en la alacena. Maggie me dijo que te dolerá, pero que lo podrás hacer si tienes bastante hambre.

      Y la tenía. Dev se puso en pie de nuevo y empezó a cocinar moviéndose lo menos posible y apretando los dientes. Pero cuando se vio delante de un plato con huevos fritos, beicon y pan frito, su pierna había mejorado mucho. Se podía mover más libremente y con menos dolor.

      De todos modos, cuando se sentó, se sintió aliviado.

      Nada más hacerlo, Maggie entró por la puerta, se detuvo en seco y lo miró fijamente. Lo mismo que hizo él.

      Ella iba como la había visto por primera vez. Con vaqueros y un chubasquero muy usado, sin calcetines y con unas zapatillas con un agujero por el que asomaba un dedo. Llevaba de nuevo el cabello recogido en un moño. La nariz respingona y las pecas la hacían parecer como si tuviera…

      ¿Catorce años?

      –Tengo veintinueve –dijo ella sonriendo al ver la cara que había puesto.

      Luego se acercó para servirse un café de la cafetera

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