Boda por amor. Trisha David
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No se parecía a ninguna otra mujer que hubiera conocido anteriormente. Esa tarde, con los vaqueros y un jersey grande, le había parecido más un chico, con muchas pecas, una nariz muy respingona y unos brillantes ojos verdes. Le había parecido que debía de tener unos quince años.
Pero esa noche… No parecía tener quince años. Parecía madura, serena y encantadora.
¿Encantadora? Sí, podía decir que sí. Pero lo era de una manera a la que él no estaba acostumbrado. Las mujeres con las que solía salir eran habitualmente hermosas, sofisticadas, y vestían muy bien. Esa noche Maggie llevaba una falda con vuelo que le llegaba a los tobillos, una blusa color crema y un chal tejido a mano, al parecer. Los rizos le caían sobre los hombros como una suave nube. Parecía como salida de un camafeo antiguo.
–Mirar fijamente es de mala educación –dijo ella entonces.
–Creí que había muerto y que había vuelto atrás en el tiempo uno o dos siglos –dijo él sonriendo.
Ella se levantó y se acercó a la cama, así que Dev añadió:
–Parece como si te hubieran sacado directamente de Jane Eyre.
Sorprendentemente, ella no se ruborizó.
–¿Te gusta mi falda? –le preguntó girando sobre sí misma–. Me la hice yo misma y estoy muy orgullosa de ello. Tardé mucho.
–Es preciosa.
Maggie sonrió.
–Sí, bueno, tal vez no lo sea. Es preciosa a la luz de las velas, pero está llena de fallos. Pero para ser un primer intento, no está tan mal y sólo me la pongo por las noches. Aquí no hay mucha compañía, así que no me la critican mucho. ¿Cómo te encuentras?
Dev se lo pensó un momento antes de responder.
–Fatal.
–¿Te duele la cabeza?
–No te preocupes por ella. Ya te dije que no me voy a morir en tu casa.
Luego, al ver la cara de preocupación de Maggie, añadió:
–Bueno, puede que no esté muy bien, pero ha mejorado.
–Me alegra oírlo –dijo Maggie sonriendo–. Puede que sea una buena enfermera, pero soy una pésima enterradora. La tierra por aquí es dura como la piedra. Me costó mucho hacer un hoyo cuando una de mis cabras murió, ¡y tú eres el doble de grande!
–¿Sí?
La idea de esa chica cavando tumbas en su rocosa isla era demasiado. Dev parpadeó e hizo un esfuerzo para volver a la realidad.
–¿Y Dominic? –preguntó ansiosamente–. ¿Cómo está? No parecía estar herido.
–Y no lo está. Sólo afectado. Ha cenado algo y ahora está dormido, con Lucy a su lado. Ha llorado un poco por su ordenador, pero Lucy es una buena medicina. Por esta noche he dejado a un lado los principios de enfermera, que dicen que no se deben compartir las almohadas con los perros.
–¿De verdad eres enfermera?
Maggie sonrió.
–¿Y por qué no lo iba a ser?
–Bueno, para empezar, porque no veo por aquí ningún hospital.
–Estudié en Melbourne. Y luego trabajé en obstetricia, pediatría, urgencias y psicología. En lo que fuera.
–Entonces, ¿por qué estás aquí?
–Este es mi hogar –dijo ella sencillamente–. Pero estudié para enfermera, y de eso voy a ejercer un poco ahora. Tengo que darte unos puntos en esa herida de la cabeza.
–Estás de broma…
–No te dolerá.
–Siempre dicen eso.
–¿Te refieres a los médicos?
–No, a la enfermera de mi colegio. Lo decía siempre que nos ponía inyecciones. Acabas de usar su mismo tono de voz.
–Nos lo enseñan en la facultad. Ahora vamos, deja que te cosa o llamaré a la caballería.
–¿A las cabras?
–No, a un helicóptero ambulancia. Pero ahora que lo pienso, las cabras son también una buena amenaza. ¿Qué te parecería tener treinta cabras en tu dormitorio?
Ella se inclinó entonces y abrió una caja al lado de la cama.
–Vamos, veinte puntos o treinta cabras. ¿Qué prefieres?
–No necesito veinte puntos.
–Dieciocho entonces. De verdad, hay que hacerlo y yo soy más que capaz. Si lo dejamos así, terminarás con una cicatriz de una pulgada de ancho. Debería haberlo hecho antes, pero habías dejado de sangrar y estaba preocupada por Dominic. Y tampoco quería hacer nada hasta estar convencida de que no te estabas muriendo de una hemorragia interna.
–¿Y no lo estoy haciendo?
Maggie sonrió.
–¿A ti qué te parece? Todavía me gustaría que te hicieran una radiografía, pero tus constantes vitales están bien. Te las he estado controlando cada cuarto de hora.
–¿Sí? ¿Qué constantes has estado controlándome?
–Bueno, si respirabas o no. Eso siempre es un buen comienzo. Pero tu tensión arterial también estaba bien…
–¿Me has mirado la tensión arterial?
–Sí. Te gustará saber que pareces estar tan fuerte como un caballo. Así que hice lo que querías y les dije a los chicos del helicóptero que no se molestaran en venir. Me lo agradecieron mucho porque tienen mucho trabajo con los accidentes de carretera. Al parecer, con eso de la huelga de pilotos, todos los locos del país están tratando de matarse con formas alternativas de volver a casa.
–¿Es eso lo que crees que soy yo? ¿Un loco?
–No tengo ni idea de lo que eres –dijo ella mientras preparaba la anestesia local.
–¿De verdad estás cualificada para hacer eso? –le preguntó él nerviosamente al ver la aguja.
–Soy muy buena costurera. Has sido tú quien ha admirado mi falda. Y ahora, yo no tengo ni idea de quién eres tú, ni tú de quien soy yo, pero tal vez tengamos que confiar un poco el uno en el otro. Así que relájate y déjame trabajar.
Él le hizo caso por fin y, cuando se tumbó de nuevo sobre la almohada, ella le preguntó:
–¿Puedo empezar ya?
–Sí.
–¿Confías en mí?
–No