Sentidos de ciudad. Alejandra García Vargas

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Sentidos de ciudad - Alejandra García Vargas Antropología, estudios culturales y relaciones de poder

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también las de ausencia de relaciones necesarias (también garantizada), a favor de relaciones no necesariamente necesarias. Esa posición implica que las relaciones son reales, que hay una realidad material, en la que es imposible separar un modo “real” de uno discursivo ya que la realidad es “una articulación compleja de muchos tipos diferentes de elementos o acontecimientos” (Grossberg, 2012, p. 40).

      c) El contextualismo (Restrepo, 2010) y la coyunturalidad (Grossberg, 2006), reunidos metodológicamente en el análisis situacional, entendido como “una exploración dialogada con los procesos empíricos” (Grimson, 2011, p. 35) en la que diversas cuestiones epistemológicas y teóricas, como por ejemplo la pregunta por la relación sujeto-estructura, se resuelven casuísticamente ya que lo que efectivamente existe son situaciones en las cuales esas relaciones varían significativamente (por ejemplo, el análisis de la circularidad que pone en práctica Ginzburg, 1996 [1976], o las ya mencionadas mediaciones de Jesús Martín-Barbero, 1998). Los Estudios Culturales producen un “conocimiento situado” que Grossberg (2012) explica en términos de “un mapa producido por la trayectoria que se sigue, un mapa que ‘fabrica’ lo real” (p. 33)

      Esa forma de operar es probablemente una de las causas del desasosiego de Alexander (2000) cuando critica a la Escuela de Birmingham en términos de las definiciones sobre las relaciones entre cultura y sociedad, sin atender a las consideraciones que se producen vastamente en la obra de estos autores, porque esas definiciones no se reducen a explicaciones singulares ni se ubican como perspectivas o categorías previas sino que se producen en términos de mapas informados por una “autorreflexividad rigurosa acerca de los modos en que ‘caminamos’ a través de los mundos en los que siempre estamos involucrados” (Grossberg, 2012, p. 33).

      Por lo tanto, las relaciones entre cultura y sociedad se analizan en una coyuntura, que Grossberg define como

      una descripción de una formación social como fracturada y conflictuada, sobre múltiples ejes, planos y escalas, en búsqueda constante de equilibrios o estabilidades estructurales momentáneos a través de una variedad de prácticas y procesos de lucha y negociación. (2006, p. 4)

      La idea de “coyuntura” implica focalizar las especificidades históricas sin renunciar a explicar ordenamientos amplios, lo que permite comprenderlas y eludir tanto el provincianismo como la subsunción de lo localizado en dinámicas o modelos explicativos generalizantes.

      Indiqué al inicio de este apartado que el conjunto teórico-metodológico invocado implica, en segundo lugar, la problematización de la geopolítica del conocimiento vinculada al etiquetado de las prácticas epistemológicas en los sitios de producción con efecto de “centro” (Rivera Cusicanqui, 2010). En el último punto de definición del campo de los Estudios Culturales se responde parcialmente tal inquietud, ya que la producción contextualista permite salir del dilema mediante la propuesta de Nelly Richard (1997) de indicar el lugar de enunciación: hacer estudios culturales desde y sobre Latinoamérica.

      Con producción social del espacio nos referimos al espacio como resultado de procesos y prácticas materiales que producen y reproducen la vida social (Harvey, 2005 [1997]). La noción de proceso alude a formas y condiciones específicas en las que estos procesos y prácticas se producen. La actividad de producción/reproducción de la vida social, por su parte, indica que la configuración del espacio conlleva conflictos sociales de distinta naturaleza (Lefebvre, 1991).

      La sedimentación histórica de estos procesos enmarca ciertas prácticas (incluidas las significativas que le son inherentes) para el uso del espacio en una ciudad, que es heterogéneo y conflictivo (Caggiano, 2012). Al mismo tiempo, esos usos espacializan (Segura, 2015). En ese sentido, Jess y Massey (1995) proponen recuperar el postulado marxista sobre la historia para pensar que “es la propia gente la que hace los lugares, pero no siempre en circunstancias que ella misma haya elegido” (p. 134).

      Con sentidos de ciudad (García Vargas, 2006) nombramos la posibilidad de acción de los practicantes del espacio urbano, en su dimensión significativa. Retomamos en esa categoría el concepto de “sentido del lugar” que Rose (1995) incorpora para dar cuenta de cómo los diversos sitios resultan significativos porque son el foco de emociones y sentimientos personales y colectivos, experiencias que a su vez están insertas en configuraciones más amplias de relaciones sociales.

      Por la extensión de los debates y posiciones en torno al “sentido” en las Ciencias Sociales en general, y en el campo de la comunicación en particular, es necesario explicitar el “sentido de los sentidos (de ciudad)” en este trabajo. Entendemos que los sentidos de ciudad son heterogéneos, pueden ser diferentes y procurarse simultáneamente en varias escalas, y forman parte de un contexto mayor que los vincula con un conjunto específico de relaciones de poder, sociales e históricas, observables en una configuración cultural.

      Es así que los sentidos de ciudad se relacionan con la producción social del espacio porque permiten abordar la tensión entre la interpretación recibida sobre la ciudad y la experiencia urbana práctica (Segura, 2015) de quienes la habitan, ya que remiten a las sentimientos y razones cotidianos sobre la ciudad de hombres y mujeres situados social y espacialmente en geografías del poder (Massey, 1995), quienes al mismo tiempo (re)producen esas asimetrías.

      Los sentidos de ciudad toman forma o son conformados, en gran medida, por las circunstancias sociales, culturales y económicas en las que se encuentran las personas y, al mismo tiempo, espacializan sus experiencias, ya que producen espacios. Es así que se producen y circulan en una trama de relaciones de poder, desigualdad y resistencia espacializada y espacializante a la que a su vez alimentan. Remitimos a esa trama mediante la noción de “configuraciones culturales” (Grimson, 2011).

      Las configuraciones culturales, para Grimson (2011), son campos de posibilidad (sobre pasado y futuro; sobre lo que está dentro y lo que está afuera; sobre outsiders y miembros); tienen una lógica de interrelación entre las partes; e implican una trama simbólica común (algunos principios de división del mundo, y una lógica sedimentada de la heterogeneidad). En una configuración cultural, “las clasificaciones son más compartidas que los sentidos de esas clasificaciones (…) Por ello, la disputa acerca del sentido de las categorías clasificatorias es una parte decisiva de los conflictos sociales” (Grimson, 2011, p. 185).

      Los sentidos de ciudad, al clasificar y ordenar el espacio urbano, sus actores y relaciones, permiten observar conflictos centrales de la sociedad y la cultura contemporáneas. Dado que consideramos que la cultura masiva es una dimensión constitutiva de lo social, proponemos analizarlos en narrativas audiovisuales de producción local. Se entiende a las narrativas audiovisuales como el “saber, oficio y práctica que comparten los productores y las audiencias” (Rincón, 2006, p. 94). El autor sostiene que la narrativa es una matriz de comprensión y explicación de las obras de la comunicación. Se afirma la narratividad como una racionalidad intrínseca que busca hacer legibles los mensajes a través de estrategias de organización del discurso audiovisual; como formas del relato que comparten procedimientos comunes y referencias arquetípicas vinculantes a partir de los referentes conocidos. Las narrativas audiovisuales televisivas, por su parte, son centrales en la organización del saber social, por su pregnancia y accesibilidad.

      Es así que la configuración propuesta permite vincular la identidad al espacio, y notar el carácter procesual de ambos términos, ya que –al decir de Hall (1995) las relaciones que se han superpuesto durante el tiempo en un lugar producen una intensa “sensación de vida” (p. 180), de modo que aunque un lugar no sea literalmente necesario para pensar la cultura, parece ofrecer una especie de “garantía simbólica de pertenencia” (p. 180) que alienta las identificaciones. Rose (1996) señala tres maneras “básicas” de conexión entre sentidos

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