Interculturalidad, arte y saberes tradicionales. Bertha Yolanda Quintero Maciel
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El mundo conversacional en estos espacios es el mayor exponente de ese espacio minúsculo que ocupa un solo ser humano, pero que a la vez es parte del espacio de otros seres humanos. De esta forma las personas no solamente completan redes sociales físicas de diversa densidad, longitud e intensidad relacional, sino que se despliegan en amplios espacios inmateriales, de pensamiento y significación, inabarcables e inconmensurables. Es la materia que circula por el lenguaje: nombres comunes y propios.
Si entendemos esa semiósfera dinámica e inestable, pero portadora de un ethos, que no es otra cosa que los valores morales, sociales y espirituales que comparte un grupo humano, podemos pasar a preguntarnos si ese ethos es político, y en caso de serlo qué poder puede ejercer ante la censura, la opresión y la memoria impuesta por el régimen fascista del general Franco.
Primeramente, se constata la enorme amnesia que se cernió sobre la generación niña y joven de la primera posguerra, que vienen a ser las cohortes nacidas entre 1930 y 1945. Al acabar la Guerra Civil se hizo tabla rasa de toda la legalidad histórica anterior y se impuso una memoria institucional, que no por ser parcial y agresiva para con el bando perdedor dejó de influir en los nombres del mundo,37 entre otras cosas. Se operó entonces una aculturación que arrasó la toponimia onomástica y hasta el nombre de las Vírgenes. Y esto no es una cuestión baladí, porque detrás de los nombres hay significados, derivados no de su lógica interna, sino del conocimiento construido en torno a los nombres. Pero al mismo tiempo observamos en la narrativa oral, conversacional o testimonial las inercias de los viejos nombres de personas, lugares y cosas. Puede tratarse, en ocasiones, de un gesto atávico, pero puede incrustarse en el nombre su defensa férrea, porque conlleva identidad y dignidad de ser. En ello ya hay ideología, resurge en su forma más primaria, y por ello quizás más profunda la política.
La estructura social de las capas populares, que son las generadoras de narrativas basadas en lo genealógico y biográfico, a primera vista diríamos que es la red familiar, pero el espacio más extenso de la experiencia, que da sentido a lo vivido y narrado, es el vecindario. Pedro Ibarra al hablar del sentido de vivir en un barrio (él se refiere a los años sesenta del siglo xx) lo define como “estar preocupado y concernido por las condiciones de vida colectivas de ese barrio por hacer algo por su transformación”, y añade que “participaban de una identidad vecinal aquellos que con mayor o menor intensidad estaban en actividades dirigidas a mejorar o transformar el barrio”.38
No le falta razón al autor, pero la conciencia vecinal del movimiento urbano, adquirida por la generación posterior a la estudiada para este trabajo y que podemos tachar de “sesentista”39 en toda regla, se basa ya en un entramado de asociaciones de barrio, que de alguna manera institucionaliza el sentido de pertenencia primaria, convirtiéndolo en grupo de pertenencia secundaria, con todo lo que esto significa, a nivel social y su correspondiente narrativa. En esta distinción, sin embargo, no hallamos la respuesta a si ha habido un cambio de sentido o simplemente un nuevo marco de actuación.
Para George Steiner, “los modos de la inteligibilidad son radicalmente conservadores, se basan en las raíces”,40 lo que no invalida la idea de que “el lenguaje humano cambia y evoluciona en sus referencias, en sus imágenes y ejemplos con la materia del mundo”.41
Aun así, la narrativa de la primera generación posterior a la Guerra Civil ha contado la materia cambiante del mundo siempre de una forma genealógica-biográfica, lo que nos hace preguntarnos si la raíz de la estructura narrativa del contar, conversar y hablar de las capas populares no depende tanto del qué sino del quién. Y al parecer, ese quién es la base de sociedades donde su estructura social cotidiana está muy poco institucionalizada.
Podemos intuir que una estructura vecinal sin asociaciones ni otros mecanismos cohesionadores desde el qué optara por una narrativa que engarzara la convivencia de la forma más física posible: el encuentro con el otro.
Lo que la otra persona dice va a añadir no un nuevo caudal informativo, lógico-verbal, sino que va a dimensionar la base biográfica del hablante, que el receptor vuelve a organizar en su red interna de conocimiento del mundo a través de la experiencia social-oral del otro, lo que implicaría, otra vez volviendo a Collangwood, que “la condición de posibilidad del historiar humano se cifra en una forma compartida de racionalidad”, y “esta forma vinculante de racionalidad se plasmaría, al cabo, en la vida íntima del individuo, en sus intenciones, deliberaciones y acciones”.42 Diríamos que no sabemos cosas sino personas.
El doctor en filosofía Francisco Cruces estima que “este proceso de negociaciones e intercambios no sólo construye un mundo, también construye a los sujetos que intervienen”,43 a lo que podemos añadir esa idea de Koselleck de “la consignación semántica de determinados estratos de experiencia,44 un conjunto más o menos desentrañable de horizontes de expectativas”.45
La idea, sin duda, es poderosa, y nos permite nombrar a estas narrativas de realismo etnogenealógico, de estirpe plenamente comunitaria, que incluye a antepasados difuntos y descendientes por venir, en un espacio intersubjetivo que sostiene todo un mundo de sentido, y este sentido es político.
La cultura como semiósfera tiene sus bases en lo intersubjetivo. Francisco Cruces insiste en ello porque “en el curso de este proceso, la externalización resultante del intercambio (en forma de canciones, imágenes, recuerdos, normas, códigos compartidos) acaba estructurándonos a nosotros mismos […]. El conjunto de esos repertorios acaba definiendo el mundo en el que vives, marca los límites de eso que podemos llamar ‘estar en casa’. La familiaridad es el sentimiento del acomodo a un sistema de interacciones”.
Pero vayamos a la cuestión más urgente de esta investigación, la inquietante tesis de si este mundo conversacional, de memoria y lenguaje, es político o no. Considerando político el mundo comunitario compartido por tres o más generaciones cruzados por lazos de parentesco, vecindad y amistad, su más genuina manifestación es el ethos sociovecinal, que es político en la medida que porta significados y sentido del mundo que cohesionan al grupo social46 a partir de una memoria común y un relato propio.
Definir un mundo es una tarea indispensable para todo entramado social desprovisto de una institucionalización mínima, ya que la fuerte censura y el violento aparato represivo de la dictadura castigaron todo tipo de asociación, lo que no impidió la formación de vastas redes de solidaridad entre sus miembros.
Todo ello forzó la imagen social de un mundo-problema, donde la supervivencia negaba todo atisbo de creatividad social. Solemos tener un punto de vista parecido con casi todas las sociedades en guerra,47 incluidas las actuales, donde usualmente nos fijamos sólo en la excepcionalidad, lo que muestra la sensibilidad de la sociedad que quiere ayudar, pero evita una mirada real.
Las redes de solidaridad,48 según nuestro punto de vista, no las crea la enormidad de un problema, sino que es más bien lo contrario, es la red social comunal la que puede afrontar un problema real, es decir, la identidad comunitaria es anterior a la aparición del problema. Ello nos lleva a plantear la inquietante cuestión de si la guerra primero y la dura y violenta posguerra después pudieron desintegrar la comunidad vecinal tal y como estaba constituida con anterioridad.
Ha sido un lugar común en la historiografía pensar que la feroz represión creó un enorme paréntesis en todo lo que pudiera asemejarse a lo político. En gran medida fue así, porque hasta la misma fisonomía (extensión, densidad e intensidad relacional) de la red social física fue extorsionada con la desaparición física de sus miembros, las pérdidas de casas y trabajos, los movimientos de gente por temor a la represión,49 etcétera. Pero nos preguntamos: ¿no hubo ningún elemento de continuidad? ¿La capacidad de resiliencia sólo afectó a la necesaria supervivencia física? ¿Qué ocurrió con la figuras, imágenes y sentidos, no diríamos inmemoriales,