Interculturalidad, arte y saberes tradicionales. Bertha Yolanda Quintero Maciel

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Interculturalidad, arte y saberes tradicionales - Bertha Yolanda Quintero Maciel

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sociales de encuentro que son paradigmáticas de lo que intentamos decir: una es el “chiquiteo” de los hombres, la otra el encuentro en el mercado, la calle o la “degustación de café” de las mujeres.36

      El mundo conversacional en estos espacios es el mayor exponente de ese espacio minúsculo que ocupa un solo ser humano, pero que a la vez es parte del espacio de otros seres humanos. De esta forma las personas no solamente completan redes sociales físicas de diversa densidad, longitud e intensidad relacional, sino que se despliegan en amplios espacios inmateriales, de pensamiento y significación, inabarcables e inconmensurables. Es la materia que circula por el lenguaje: nombres comunes y propios.

      Si entendemos esa semiósfera dinámica e inestable, pero portadora de un ethos, que no es otra cosa que los valores morales, sociales y espirituales que comparte un grupo humano, podemos pasar a preguntarnos si ese ethos es político, y en caso de serlo qué poder puede ejercer ante la censura, la opresión y la memoria impuesta por el régimen fascista del general Franco.

      Aun así, la narrativa de la primera generación posterior a la Guerra Civil ha contado la materia cambiante del mundo siempre de una forma genealógica-biográfica, lo que nos hace preguntarnos si la raíz de la estructura narrativa del contar, conversar y hablar de las capas populares no depende tanto del qué sino del quién. Y al parecer, ese quién es la base de sociedades donde su estructura social cotidiana está muy poco institucionalizada.

      Podemos intuir que una estructura vecinal sin asociaciones ni otros mecanismos cohesionadores desde el qué optara por una narrativa que engarzara la convivencia de la forma más física posible: el encuentro con el otro.

      La idea, sin duda, es poderosa, y nos permite nombrar a estas narrativas de realismo etnogenealógico, de estirpe plenamente comunitaria, que incluye a antepasados difuntos y descendientes por venir, en un espacio intersubjetivo que sostiene todo un mundo de sentido, y este sentido es político.

      La cultura como semiósfera tiene sus bases en lo intersubjetivo. Francisco Cruces insiste en ello porque “en el curso de este proceso, la externalización resultante del intercambio (en forma de canciones, imágenes, recuerdos, normas, códigos compartidos) acaba estructurándonos a nosotros mismos […]. El conjunto de esos repertorios acaba definiendo el mundo en el que vives, marca los límites de eso que podemos llamar ‘estar en casa’. La familiaridad es el sentimiento del acomodo a un sistema de interacciones”.

      Definir un mundo es una tarea indispensable para todo entramado social desprovisto de una institucionalización mínima, ya que la fuerte censura y el violento aparato represivo de la dictadura castigaron todo tipo de asociación, lo que no impidió la formación de vastas redes de solidaridad entre sus miembros.

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