El ministerio de la bondad. Elena Gould de White

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El ministerio de la bondad - Elena Gould de White Biblioteca del hogar cristiano

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dirá también a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles: Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis. Entonces también ellos le responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, o en la cárcel, y no te servimos? Entonces les responderá, diciendo: De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis. E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna” (Mat. 25:41-46).

      Jesús se identifica con la gente que sufre. “Yo tenía hambre y sed. Yo era forastero. Yo estaba desnudo. Yo me hallaba enfermo. Yo me encontraba en prisión. Mientras ustedes disfrutaban del abundante alimento extendido sobre sus mesas, yo padecía hambre en la choza o en la calle, no lejos de ustedes. Cuando cerraron sus puertas delante de mí, mientras estaban desocupadas vuestras bien amuebladas habitaciones, yo no tenía dónde reclinar mi cabeza. Vuestros guardarropas estaban repletos de trajes y vestidos para cambiarse, en las cuales se habían malgastado innecesariamente mucho dinero, que podrían haber dado a los necesitados; yo estaba desprovisto de ropa adecuada. Mientras disfrutaban de salud, yo estaba enfermo. La desgracia me arrojó en la cárcel y me aherrojó con grillos, deprimiendo mi espíritu, privándome de libertad y esperanza, mientras ustedes andaban de aquí para allá, libres”. ¡Cómo se identifica aquí Jesús mismo con sus discípulos sufrientes! Se pone en lugar de ellos. Se identifica como si él hubiera sido en persona el doliente. Noten, cristianos egoístas: Cada descuido del pobre necesitado, del huérfano, del que no tiene padre, es un descuido de Jesús en persona.

      Conozco a personas que hacen gran profesión de piedad, cuyos corazones están tan encasillados en el amor al yo y el egoísmo, que no pueden apreciar lo que estoy escribiendo. Toda su vida han pensado y vivido únicamente para sí mismos. No entra en sus cálculos el hacer un sacrificio para el bien de otros, el perjudicarse por favorecer a otros. No tienen la menor idea de que Dios requiere esto de ellos. El yo es su ídolo. Semanas, meses y años preciosos pasan a la eternidad, sin que se registre en el Cielo que hayan realizado actos de bondad, de sacrificios por el bien de otros, de alimentar al hambriento, vestir al desnudo o amparar al forastero. No es agradable hospedar a forasteros al azar. Si supieran que son dignos todos los que buscan compartir sus bienes, entonces podrían sentirse inducidos a hacer algo en ese sentido. Pero hay virtud en correr cierto riesgo. Quizá hospedemos a ángeles (TI 2:23-25).

      1. El lector debe tener en cuenta que la expresión “obra médico-misionera”, frecuentemente empleada por Elena de White, iba mucho más allá de los límites de un servicio médico profesional, y abarcaba todos los actos de misericordia y bondad desinteresados.–Los compiladores.

      CAPÍTULO

      La parábola del buen samaritano

      Ilustración de la naturaleza de la religión verdadera. En la historia del buen samaritano, Cristo ilustra la naturaleza de la religión verdadera. Muestra que ésta no consiste en sistemas, credos o ritos, sino en la realización de actos de amor, en hacer el mayor bien a otros, en la bondad genuina...

      La lección no se necesita menos hoy en el mundo que cuando salió de los labios de Jesús. El egoísmo y la fría formalidad casi han extinguido el fuego del amor y disipado las gracias que podrían hacer fragante el carácter. Muchos de quienes profesan su nombre han perdido de vista el hecho de que los cristianos deben representar a Cristo. A menos que practiquemos el sacrificio personal para bien de otros en el círculo familiar, en el vecindario, en la iglesia y en dondequiera que podamos, cualquiera sea nuestra profesión, no somos cristianos (DTG 460, 465).

      ¿Quién es mi prójimo? Entre los judíos la pregunta “¿Quién es mi prójimo?” causaba interminables disputas. No tenían dudas con respecto a los paganos y los samaritanos. Éstos eran extranjeros y enemigos. ¿Pero dónde debía hacerse la distinción entre el pueblo de su propia nación y entre las diferentes clases de la sociedad? ¿A quién debía el sacerdote, el rabino, el anciano considerar como su prójimo? Ellos gastaban su vida en una serie de ceremonias para hacerse puros. Enseñaban que el contacto con la multitud ignorante y descuidada causaría impureza, que exigiría un arduo trabajo quitar. ¿Debían considerar a los “impuros” como sus prójimos?

      Cristo contestó esta pregunta en la parábola del buen samaritano. Mostró que nuestro prójimo no significa una persona de la misma iglesia o la misma fe a la cual pertenecemos. No tiene que ver con la raza, el color o la distinción de clase. Nuestro prójimo es toda persona que necesita nuestra ayuda. Nuestro prójimo es toda alma que está herida y magullada por el adversario. Nuestro prójimo es todo el que pertenece a Dios (PVGM 310).

       Ilustrado con la parábola. Cristo estaba hablando a una gran multitud. Los fariseos, esperando pescar algo de sus labios que pudieran usar para condenarlo, enviaron a un letrado ante él con la siguiente pregunta: “¿Haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?” Cristo leyó en el corazón de los fariseos como en un libro abierto, y su respuesta a la pregunta fue: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees? Aquél, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. Y le dijo: Bien has respondido, haz esto, y vivirás”. El doctor de la ley sabía que con su propia respuesta se había condenado a sí mismo. Él sabía que no amaba a su prójimo como a sí mismo. Pero deseando justificarse, preguntó: “¿Y quién es mi prójimo?”

      Cristo contestó a esta pregunta con el relato de un incidente, cuyo recuerdo estaba fresco en las mentes de sus oyentes (Manuscrito 117, 1903).

      Dijo: “Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto”.

      Viajando de Jerusalén a Jericó, el viajero tenía que pasar por una sección del desierto de Judea. El camino conducía a una hondonada desierta y rocosa que estaba infestada de bandidos, y que a menudo era escenario de actos de violencia. Fue allí donde el viajero resultó atacado, despojado de cuanto de valor llevaba y dejado medio muerto a la vera del camino. Mientras yacía en esa condición, pasó por el sendero un sacerdote; vio al hombre tirado, herido y magullado, revolcándose en su propia sangre, pero lo dejó sin prestarle ninguna ayuda. “Pasó de largo”. Entonces apareció un levita. Curioso de saber lo que había ocurrido, se detuvo y observó al hombre que sufría. Estaba convencido de lo que debía hacer, pero no era un deber agradable. Deseó no haber venido por ese camino, de manera que no hubiese visto al hombre herido. Se persuadió a sí mismo de que el caso no le concernía a él, y él también “pasó de largo”.

      Pero un samaritano, viajando por el mismo camino, vio al que sufría, e hizo la obra que los otros habían rehusado. Con amabilidad y bondad ministró al hombre herido. “Viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él. Otro día, al partir, sacó dos denarios y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamelo; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese”. Tanto el sacerdote como el levita profesaban piedad, pero el samaritano mostró que él estaba verdaderamente convertido. No era más agradable para él hacer la obra que para el sacerdote y el levita, pero por el espíritu y por las obras demostró que estaba en armonía con Dios.

      Al dar esta lección, Cristo presentó los principios de la ley de una manera directa y enérgica, mostrando a sus oyentes que habían descuidado el cumplir esos principios. Sus palabras eran tan definidas y al punto, que quienes escuchaban no pudieron encontrar ocasión para cavilar. El doctor de la ley no encontró en la lección nada que pudiera criticar. Desapareció su prejuicio

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