El ministerio de la bondad. Elena Gould de White

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El ministerio de la bondad - Elena Gould de White Biblioteca del hogar cristiano

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pues de estos tres, te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?”, él contestó: “El que usó de misericordia con él”.

      “Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo”. Muestra la misma tierna bondad hacia quienes se hallan en necesidad. Así darás evidencia de que guardas toda la ley (PVGM 312, 313).

      Cualquiera que está en necesidad es nuestro prójimo. Cualquier ser humano que necesita nuestra simpatía y nuestros buenos servicios es nuestro prójimo. Los dolientes e indigentes de todas clases son nuestros prójimos; y cuando llegamos a conocer sus necesidades, es nuestro deber aliviarlas en cuanto sea posible (TS 3:269).

      Con esta parábola queda establecido para siempre el deber del hombre hacia sus prójimos. Debemos cuidar cada caso de sufrimiento y considerarlo como propio, como agentes de Dios para aliviar a los necesitados hasta donde nos sea posible. Debemos ser colaboradores junto con Dios. Hay quienes manifiestan gran aflicción por sus parientes, sus amigos y protegidos, pero que fallan en ser buenos y considerados con quienes necesitan bondadosa simpatía, que necesitan consideración y amor. Con corazones fervientes preguntémonos: ¿Quién es mi prójimo? Nuestros prójimos no son solamente nuestros íntimos y amigos especiales; no son simplemente quienes pertenecen a nuestra iglesia o piensan como nosotros. Nuestros prójimos son toda la familia humana. Debemos ser buenos con todos los hombres y especialmente con quienes son de la familia de la fe [Gál. 6:10]. Debemos dar al mundo una demostración de lo que significa cumplir la ley de Dios. Debemos amar a Dios por sobre todo y a nuestros prójimos como a nosotros mismos (RH, 1-1-1895).

      La verdadera religión desfigurada. El sacerdote y el levita habían ido a adorar al templo, cuyo servicio fue indicado por Dios mismo. El participar en ese servicio era un noble y exaltado privilegio, y el sacerdote y el levita creyeron que, habiendo sido así honrados, no les correspondía ministrar a un hombre anónimo que sufría a la orilla del camino. Así descuidaron la oportunidad especial que Dios les había ofrecido, como agentes suyos, de bendecir a sus semejantes.

      Muchos están hoy cometiendo un error similar. Dividen sus deberes en dos clases distintas. La primera clase abarca las grandes cosas, que han de ser reguladas por la ley de Dios; la otra clase se compone de las cosas llamadas pequeñas, en las cuales se ignora el mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” [Sant. 2:8]. Esta esfera de actividad se deja librada al capricho, y se sujeta a la inclinación o al impulso. Así el carácter se malogra y la religión de Cristo es mal interpretada.

      Existen personas que piensan que es degradante para su dignidad ministrar a la humanidad que sufre. Muchos miran con indiferencia y desprecio a quienes han permitido que el templo del alma yaciera en ruinas. Otros descuidan a los pobres por diversos motivos. Están trabajando, como creen, en la causa de Cristo, tratando de llevar a cabo alguna empresa digna. Creen que están haciendo una gran obra, y no pueden detenerse a mirar los menesteres del necesitado y afligido. Al promover el avance de su supuesta gran obra, pueden hasta oprimir a los pobres. Pueden colocarlos en duras y difíciles circunstancias, privarlos de sus derechos o descuidar sus necesidades. Sin embargo, creen que todo eso es justificable porque están, según piensan, promoviendo la causa de Cristo (PVGM 314, 315).

       Los requerimientos de la ley de Dios son de mucho alcance. El dejar sin alivio el sufrimiento de nuestro prójimo es una infracción a la ley de Dios. Dios llevó al sacerdote por ese camino con el propósito de que con sus propios ojos pudiera ver un caso que necesitaba misericordia y ayuda; pero el sacerdote, aunque desempeñaba un santo oficio, cuya obra era impartir misericordia y hacer lo bueno, se hizo a un lado. Su carácter quedó expuesto en su verdadera naturaleza delante de los ángeles de Dios. Como ostentación él podía hacer largas oraciones, pero no podía guardar los principios de la ley: amar a Dios con todo su corazón y a su prójimo como a sí mismo. El levita era de la misma tribu que la herida y golpeada víctima. Todo el cielo miró cuando el levita pasaba por el camino, para ver si su corazón podía ser tocado por la humana aflicción. Cuando contempló al hombre quedó convencido de lo que debía hacer; pero como no era un deber agradable, deseó no haber pasado por ese camino, para no haber necesitado ver al hombre herido y golpeado, desnudo y agonizante y necesitado de la ayuda de sus semejantes. Él siguió de largo, persuadiéndose a sí mismo de que eso no le incumbía y que no necesitaba preocuparse por el caso. Pretendiendo ser un expositor de la ley, un ministro de las cosas sagradas, sin embargo, se fue por el otro lado.

      Oculto en la columna de la nube, el Señor Jesús había dado dirección especial en cuanto a la ejecución de los actos de misericordia hacia el hombre y la bestia. Al paso que la ley de Dios requiere supremo amor a Dios y desinteresado amor para con nuestros semejantes, sus requerimientos más abarcantes también atañen a los animales que no pueden expresar con palabras sus necesidades y sufrimientos. “Si vieres el asno de tu hermano, o su buey, caído en el camino, no te apartarás de él; le ayudarás a levantarlo” [Deut. 22:4]. El que ama a Dios no solamente amará a sus prójimos, sino que mirará con tierna compasión a las criaturas que Dios ha hecho. Cuando el Espíritu de Dios está en el hombre, él lo dirige para que alivie a toda criatura que sufre (RH, 1-1-1895).

      Fueron olvidados los principios de la ley de Dios. El sacerdote y el levita no tenían excusa para su indiferente frialdad de corazón. La ley de misericordia y bondad estaba claramente establecida en las escrituras del Antiguo Testamento. Precisamente, les incumbía atender casos como el de aquel que ellos fríamente habían pasado por alto. Si ellos hubieran obedecido la ley que pretendían respetar, no habrían pasado por alto al hombre sin prestarle su ayuda. Pero habían olvidado los principios de la ley que Cristo, oculto desde la columna de la nube, había dado a sus padres cuando él los guiaba a través del desierto...

      ¿Quién es mi prójimo? Esta es una pregunta que todas nuestras iglesias necesitan comprender. Si el sacerdote y el levita hubieran leído de una manera inteligente el código hebreo, su actitud hacia el hombre herido habría sido muy diferente (Manuscrito 117, 1903).

       Condiciones para heredar la vida eterna. Las condiciones para heredar la vida eterna son claramente establecidas por nuestro Salvador de la manera más simple. El hombre que estaba herido y despojado representa a quienes son el objeto de nuestro interés, simpatía y caridad. Si descuidamos los casos de los necesitados e infortunados que nos son dados a conocer, no importa quiénes puedan ser, no tenemos seguridad de la vida eterna, ya que no hemos contestado las demandas que Dios ha puesto sobre nosotros. No nos compadecemos ni apiadamos de la humanidad porque ellos sean parientes o amigos nuestros. Seremos hallados transgresores del segundo gran mandamiento, del cual dependen los otros seis últimos mandamientos [del Decálogo]. Cualquiera que ofendiere en un punto, es culpado de todos. Quienes no abren sus corazones a las necesidades y los sufrimientos de la humanidad, no abrirán sus corazones a las demandas de Dios que están establecidas en los primeros cuatro preceptos del Decálogo. Los ídolos reclaman el corazón y los afectos, y Dios no es honrado y no reina supremo (T 3:524).

      Vuestra oportunidad y la mía. Hoy día Dios da a los hombres la oportunidad de mostrar si aman a sus prójimos. El que verdaderamente ama a Dios y a su prójimo es aquel que manifiesta misericordia hacia los desheredados, los dolientes, los heridos, los que se están muriendo. Dios insta a cada hombre a empeñarse en realizar la obra que ha descuidado, a que restaure la imagen moral del Creador en la humanidad (Carta 113, 1901).

       Cómo podemos amar a nuestros prójimos como a nosotros mismos. Podremos amar a nuestros prójimos como a nosotros mismos solamente cuando amemos a Dios por sobre todo. El amor de Dios traerá frutos de amor hacia nuestros prójimos. Muchos piensan que es imposible amar a nuestros prójimos como a nosotros mismos, pero únicamente ése es el fruto genuino del cristianismo. Amar a otros es levantar en alto a nuestro Señor Jesucristo; es caminar y trabajar teniendo en vista un mundo invisible. De esta manera hemos de contemplar a Jesús, el autor y consumador de nuestra fe [Heb. 12:2] (RH, 26-6-1894).

      LA NORMA DEL NUEVO TESTAMENTO

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