Visión de futuro. Steven Johnson
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Resulta que muchas decisiones difíciles contienen a su vez otras decisiones que tienen que tomarse por separado y, a menudo, en algún tipo de secuencia predeterminada, como en la incursión de Abbottabad. Para tomar la decisión correcta, hay que averiguar cómo estructurarla correctamente, lo cual constituye en sí mismo una capacidad importante. En el caso de la persecución de Bin Laden, la CIA tuvo que tomar una decisión sobre quiénes iban a estar dentro del recinto y después tuvo que tomar una decisión sobre cómo atacarlo. Pero cada una de esas decisiones estaba compuesta por dos fases distintas, a veces llamadas fases de divergencia y consenso. En la fase de divergencia, el objetivo clave es poner sobre la mesa tantas perspectivas y variables como sea posible a través de ejercicios exploratorios diseñados para revelar nuevas posibilidades. Algunas veces esas posibilidades toman la forma de información que podría influir en la decisión final de qué camino tomar; en otras ocasiones toman la forma de caminos completamente nuevos que no se contemplaron al principio del proceso. En la fase de consenso, la exploración abierta de nuevas posibilidades invierte su curso, y el grupo comienza a reducir sus opciones, buscando un acuerdo sobre la vía correcta. Cada fase requiere un conjunto distinto de herramientas cognitivas y modelos de colaboración para tener éxito. Por supuesto, la mayoría de nosotros no separamos las dos fases en nuestra cabeza en absoluto. Simplemente examinamos las opciones, celebramos algunas reuniones informales y tomamos una decisión, ya sea a través de algún tipo de votación a mano alzada o de una evaluación individual. En la persecución de Bin Laden, la CIA estableció deliberadamente una fase de divergencia en ambas etapas de su investigación sobre ese misterioso recinto. Pocas semanas después de que Panetta oyera por primera vez hablar de la «fortaleza» en las afueras de Abbottabad, su jefe de personal ordenó al equipo que concibiera veinticinco maneras diferentes de identificar a los ocupantes del recinto. Se les dijo expresamente que ninguna idea era demasiado loca. Después de todo, se trataba de la fase exploratoria. El objetivo era generar más posibilidades, no estrechar el campo. Los analistas se mostraron muy dispuestos a proponer planes poco probables. «Una idea era lanzar bombas fétidas y malolientes para hacer salir a los ocupantes del complejo –escribe Bergen–. Otra era jugar con el supuesto fanatismo religioso de los habitantes del recinto y transmitir por unos altavoces exteriores lo que pretendía ser la ‘‘voz de Alá’’ diciendo: ‘‘¡Se te ordena que salgas a la calle!’’». 5 Al final, se propusieron treinta y siete formas de obtener acceso subrepticio al recinto. La mayoría de ellas resultaron ser totalmente inútiles para identificar a los ocupantes, callejones sin salida en la fase exploratoria. Pero algunos de los esquemas terminaron abriendo nuevos caminos. Uno de esos caminos llevaría finalmente a la muerte de Osama Bin Laden.
LA RACIONALIDAD ES LIMITADA
¿Qué tienen las decisiones complejas que las hacen tan difíciles? Durante la mayor parte de los dos siglos anteriores, nuestra comprensión de la toma de decisiones giró en gran medida en torno al concepto de «elección racional» de la economía clásica. Cuando la gente se enfrentaba a un punto de decisión en su vida, ya sea que se tratara de comprar un coche, mudarse a California o votar a favor de abandonar la Unión Europea, evaluaban las opciones que tenían a su disposición y consideraban los beneficios y costes relativos de cada resultado potencial (en el lenguaje de la economía), es decir, la «utilidad marginal» de cada una de ellas. Y luego simplemente escogían al ganador: el camino que llevaría al destino más útil, el que satisfacía sus necesidades o producía la mayor felicidad con un coste mínimo.
Si tuviéramos que especificar un momento de nuestra historia intelectual en el que los cimientos clásicos comenzaron a desmoronarse por primera vez, posiblemente nos referiríamos al discurso que Herbert Simon pronunció en Estocolmo en 1958 al aceptar el Premio Nobel de Ciencias Económicas. El trabajo de Simon había explorado todas las formas en que el marco de la «decisión racional» ocultaba la realidad mucho más oscura de las decisiones tomadas en el mundo real. Para que la elección racional tuviera sentido, se necesitaban cuatro importantes saltos de fe:
El modelo clásico requiere el conocimiento de todas las alternativas que están abiertas a la elección. Requiere un conocimiento completo de las consecuencias que se derivarán de cada una de las alternativas o la capacidad de calcularlas. Exige seguridad en la evaluación actual y futura de estas consecuencias por parte de los responsables de la toma de decisiones. Requiere la capacidad de comparar las consecuencias, sin importar lo diversas y heterogéneas que sean, en términos de alguna medida consistente de utilidad.
Piensa en una decisión como la de enterrar Collect Pond en estos términos clásicos. ¿Estaban a la vista de los responsables de la toma de decisiones todas las opciones posibles? ¿Eran plenamente conscientes de las consecuencias de cada una de las posibles vías? Por supuesto que no. Podrías ser capaz de reducir una decisión a un conjunto fijo de alternativas con consecuencias razonablemente predecibles si estuvieras decidiendo si vas a comprar pizza congelada o solomillo para la cena de esta noche. Pero en una situación tan compleja como a la que se enfrentaron los residentes de Manhattan hacia finales del XIX, la elección racional no es tan fácil de calcular. Simon propuso complementar la fórmula elegante (pero reduccionista) de la elección racional con la noción de lo que él llamaba «racionalidad limitada»: los responsables de la toma de decisiones no pueden simplemente desear que desaparezcan la incertidumbre y la indefinición de las opciones a las que se enfrentan. Tienen que desarrollar estrategias que aborden específicamente esos obstáculos.
En los más de sesenta años que han transcurrido desde el discurso de Simon, investigadores de muchos campos distintos han ampliado nuestra comprensión de la racionalidad limitada. Ahora entendemos que las decisiones con visión de futuro son complejas por muchas razones. Implican múltiples variables interactivas. Exigen un pensamiento que abarque un espectro completo de experiencias y escalas diferentes. Nos obligan a predecir el futuro con diversos niveles de certeza. A menudo presentan objetivos contradictorios u opciones potenciales útiles que no son visibles a primera vista. Y son vulnerables a las distorsiones introducidas por el pensamiento individual del sistema 1 y por las deficiencias del pensamiento grupal. Hay ocho factores principales que contribuyen a la dificultad de tomar decisiones con visión de futuro:
1. Las decisiones complejas implican múltiples variables
Cuando reflexionamos sobre una de esas decisiones clásicas de experimentos de laboratorio, como «elige entre novecientos dólares seguros o el 90 % de posibilidades de conseguir mil», existen maneras sutiles en las que nuestro cerebro nos conduce a elecciones irracionales; pero no hay factores ocultos en la elección, no hay capas por debajo que haya que descubrir. Incluso el elemento impredecible (el 90 % de probabilidad) está claramente definido. Pero en una elección difícil, como en los casos de qué hacer con Collect Pond o cómo determinar si Bin Laden estaba viviendo oculto en Abbottabad, puede haber cientos de variables potenciales que podrían repercutir en la decisión y en sus consecuencias finales. Incluso las decisiones relativas a los asuntos personales pueden implicar un número significativo de factores: la lista de pros y contras de Darwin calculó el efecto del matrimonio en su vida social con «hombres en los clubes», su deseo de tener hijos, su estabilidad económica, su necesidad de compañía romántica, sus ambiciones intelectuales y más aspectos. Y en muchas decisiones complejas, las variables clave no son evidentes al principio, sino que hay que descubrirlas.
2. Las decisiones complejas requieren un análisis de conjunto
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