Facha. Jason Stanley

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Facha - Jason Stanley

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ellos está ya presente en la política española:

      ¿Apelación a un pasado mítico? ¡Check! Desde el Imperio español o la «conquista» de América reivindicada con orgullo por la derecha, hasta el franquismo que algunos siguen considerando un tiempo «de extraordinaria placidez», incluida la propia Transición como milagro y el bendito consenso que nunca debimos perder.

      ¿Ideología patriarcal, antifeminismo? ¡Doble check! Ahí están las intoxicaciones contra la Ley de violencia de género, el mito de las denuncias falsas, Vox llamando a combatir el «feminismo supremacista», el PP y Ciudadanos insistiendo en que ni feminismo ni machismo, sino igualdad.

      ¿Irrealidad, teorías de la conspiración, fake news? ¡Las tenemos también! Mucho antes de que viniese a Europa Steve Bannon y que la ultraderecha descubriese las redes sociales, ya tuvimos aquí a una parte de la derecha política y mediática jugando a inventarles autorías pintorescas a las bombas del 11-M. Por no hablar de la financiación venezolana e iraní de Podemos, o la diaria intoxicación catalanófoba.

      ¿Ansiedad sexual, homofobia y neoconservadurismo? Sobran los ejemplos, desde las manzanas y las peras de una ex alcaldesa madrileña, hasta el matrimonio que como su nombre indica solo puede ser de un hombre y una mujer, la defensa de la familia tradicional y la mujer-mujer.

      ¿Victimismo? Vamos para bingo: españoles oprimidos en Cataluña, en Euskadi y hasta en Baleares, hombres oprimidos por la Ley de violencia de género, católicos oprimidos por el laicismo y por la invasión de ciudadanos con otras creencias, taurinos y cazadores oprimidos por el «totalitarismo animalista»...

      Podríamos seguir nuestro checklist con la bandera del orden público (¡prisión permanente, legislar en caliente, Ley mordaza, problemas sociales convertidos en problemas de orden público!), o la meritocracia como coartada para una última vuelta de tuerca neoliberal (el discurso de los «esforzados» frente a los «vagos», encarnado en esa manida frase de «los españoles que se levantan a las seis de la mañana», que por cierto no es exclusiva de la derecha). Y por supuesto la xenofobia o el antisindicalismo, que circulan por la agenda política y mediática con alegría desde hace muchos años.

      Capítulo aparte merece la ofensiva contra la hiperbólica «dictadura de lo políticamente correcto», mezclada en interesado tótum revólutum con los recurrentes debates sobre los «límites del humor» o los recortes legales y judiciales a la libertad de expresión. En el pulso que toda sociedad democrática mantiene permanentemente para ensanchar o estrechar los cauces de lo decible (y lo risible), los nuevos populistas son capaces en una misma frase de rechazar la corrección política, burlarse de los colectivos oprimidos y humillados, criminalizar la disidencia (incluida la disidencia humorística) y proponer nuevas formas de censura. Al tiempo, logran ellos así ensanchar a su manera los límites de lo decible: aquello que años atrás era rechazado, inadmisible, en poco tiempo pasa a ser normal, admisible, reproducible.

      Lo mismo sucede con las llamadas «guerras culturales», que se juegan en el terreno de los símbolos y valores. Las confrontaciones suelen terminar con la izquierda en retirada atolondrada (incluso cuando es ella la que planta batalla), mientras derecha y ultraderecha instalan el campamento en medio del campo abandonado y reclutan nuevos seguidores que en pleno desconcierto se agarran a lo seguro.

      La lectura española del libro de Stanley debería añadir otro elemento de preocupación: las posibles derivas fascistas del discurso político no arrancan aquí desde cero. En España el terreno está más que sembrado, históricamente sembrado. Hay que recordar una vez más que la española es la única democracia de Europa que no se construyó sobre la derrota del fascismo. Es decir, la única democracia que no nació antifascista. Aún más: el único país donde «antifascista» levanta más recelo (asimilado a violento, radical y antidemocrático) que el propio término «fascista». Término que, por otro lado, se emplea con toda ligereza en España: lo mismo a una ley antitabaco que a un presidente catalán, o al propio feminismo (feminazi). Solo encuentra milindres cuando se emplea contra... los verdaderos fascistas.

      Aquí, cualquier nuevo discurso antidemocrático encuentra rápido arraigo social en la mentalidad residual que dejaron cuarenta años de dictadura franquista, cuyo marco interpretativo sigue siendo utilizado a diario por no pocos ciudadanos cuando se trata de discutir el conflicto territorial, los asuntos de orden público o el poder de la iglesia católica. El fascismo que viene no será franquista, ni falta que le hace: no necesita vincularse a la experiencia fascista más reciente (aunque no desaproveche la ocasión de rechazar la exhumación del dictador o el cambio de nombre de una calle), porque cuenta con la adhesión entusiasta de todo ese «franquismo sociológico» que nunca nos ha abandonado.

      Stanley también viaja en el tiempo con su libro. Se mueve entre la primera mitad del siglo XX y estas primeras décadas del XXI, no para hacer imposibles paralelismos, sino para aprender lecciones que nos permitan resistir. Y una de las primeras lecciones que más deberíamos atender es la facilidad y rapidez con que el pensamiento fascista se abre paso en democracia: mientras insistimos en minusvalorar su peligro («no es para tanto», «son los cuatro fachas de siempre», «no nos pongamos dramáticos, no vivimos en los años treinta») y malgastamos energías en disputas terminológicas y estratégicas (como la reciente bronca en la izquierda española sobre identidades y clases) que solo consiguen dividirnos, el fascismo va ganando terreno, desplazando el discurso de otras fuerzas políticas, tensando los límites de lo admisible y ganando adhesiones por la vía emocional y con su oferta de soluciones simples para problemas complejos.

      Y es que aún traigo otra mala noticia desde el futuro, donde al menos vemos las cosas un poco más claras que vosotros: el nuevo fascismo no está solo en nuevos y no tan nuevos partidos. Su ascenso electoral e institucional es posible porque se levanta sobre un fascismo estructural, que ya estaba ahí. Que nunca se había ido. Ese «fascismo eterno», en palabras del ya citado Eco. Esa corriente subterránea que solo necesita el momento propicio, la crisis, el desencanto cíclico de las siempre desencantables clases medias (reales o aspiracionales, y que suelen formar la base social de todo fascismo).

      Habría que hacer otra checklist de pensamientos fascistas, pero esta vez no para verificar la salud de las instituciones, los partidos o los medios, sino para chequearnos a nosotros mismos. Cuánto fascismo se nos ha metido ya dentro sin darnos cuenta. Porque sus votantes no son necesariamente (aunque también los haya, y muchos) fascistas militantes sino fascistas ocasionales, coyunturales, de los que quizás no estemos tan alejados.

      Podríamos llamarlo, en términos reconocibles, «franquismo sociológico», pero no todo es herencia nacionalcatólica, desmemoria y falta de educación democrática. Hay mucha mentalidad cuasi fascista que ha ido calándonos más recientemente. Actitudes e ideas que se van normalizando, que forman parte de ese desplazamiento del discurso que logran los extremistas cuando empujan. Lo vemos especialmente claro en la crisis de refugiados de los últimos años. La indiferencia por su suerte, cuando no el abierto rechazo a su acogida, la normalización de aberraciones como los CIE, las deportaciones masivas o los centros de detención en el norte de África, han infectado por igual las instituciones europeas, los partidos democráticos y las mentalidades ciudadanas, abriendo una puerta por donde el fascismo circula como un viento irresistible.

      Hace un par de años lo advertía el entonces Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad Al-Husein, a cuenta precisamente de la crisis de refugiados en Europa: «La retórica del fascismo ya no se limita a un submundo secreto, se está convirtiendo en parte del discurso cotidiano normal». En efecto, una parte del argumentario ultra está cada vez más naturalizado. Es asumido por los partidos democráticos, que extreman posturas con intención de quitarle argumentos al fascismo (spoiler: nunca funciona). Y también provoca cada vez menos rechazo entre ciudadanos que nunca se dirían simpatizantes del fascismo, pero que se van deslizando casi inadvertidamente hacia sus posiciones. Cuando el fascismo llega

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