Facha. Jason Stanley
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Stanley apunta bien por dónde debe ir esa resistencia. Señala varias formas de respuesta al fascismo, pero yo destaco una de ellas, que veo especialmente oportuna. Entre las resistencias posibles, el pensador norteamericano apunta a una de sus principales bestias negras, contra las que todo fascista se revuelve, a menudo violentamente: los sindicatos. Habla en concreto del caso norteamericano, pero aquí también nos vale.
Esperad, que ya veo sonrisitas y cejas levantarse. En el caso español, el descrédito sindical, al que sin duda han contribuido algunas organizaciones sindicales y en la que lleva años fajándose la derecha política y mediática, es una de las grandes victorias previas del fascismo. Pero por el lado optimista, el crecimiento en los últimos años de nuevas formas de resistencia laboral entre aquellos colectivos en peor situación para organizarse, dentro o fuera de los sindicatos clásicos, es un elemento de esperanza.
El sindicato representa todo lo contrario que el fascismo. Su esencia es siempre antifascista. Es la forma que los trabajadores tienen de combatir colectivamente todo aquello que el fascismo usa como abono de crecimiento rápido: el individualismo, la atomización, la fractura social, la desigualdad, el miedo, la falta de futuro. Frente al «sálvese quien pueda», que es el lema de nuestra época, digamos mejor: o nos salvamos juntos, o no se salva nadie.
Contra el fascismo que ya está aquí no podemos ser espectadores. Tampoco fiarlo todo a la fortaleza e infalibilidad de la democracia, de las instituciones, los partidos o los intelectuales. Tampoco confiar en el triunfo natural de la razón y la verdad, que no bastan frente a las emociones y las falsedades que emplean los ultras en su avance. Si algo nos enseña el pasado es que el triunfo del fascismo siempre se entiende años después: en el momento parece inadvertido, no lo vemos venir, no creemos que pueda pasarnos a nosotros. Siempre es demasiado tarde.
Vienen tiempos que nos exigirán ser antifascistas. En todos los ámbitos, todos los días. Lo mismo organizándonos con nuestros compañeros de trabajo y vecinos, que educando a nuestros hijos. Si el fascismo se beneficia del miedo, quitémonos el miedo, construyamos seguridad colectiva frente a la intemperie en que nos quieren dejar. Si el fascismo explota la debilidad comunitaria ofreciendo identidades fuertes y excluyentes, recuperemos comunidad, abierta, incluyente, fraterna. Si el fascismo coge la bandera del malestar, de los perdedores de la globalización, no se la regalemos tan fácilmente.
Al fascismo, sea nuevo o viejo, merezca o no tal nombre, no lo van a frenar la democracia, ni la Constitución, ni la Unión Europea, ni Jason Stanley ni mil libros como este. Lo vamos a frenar nosotras, nosotros. Vamos.
ISAAC ROSA
Para Emile, Alain, Kalev, Talia
y su generación
Introducción
Mis padres tuvieron que huir de Europa como refugiados, y yo crecí con las historias de una heroica nación que contribuyó a la derrota de los ejércitos de Hitler y a la llegada de una época de democracia liberal jamás vista en Occidente. Hacia el final de sus días, ya muy enfermo de párkinson, mi padre insistió en visitar las playas de Normandía. Apoyado en el hombro de su mujer, mi madrastra, cumplió uno de los sueños de su vida: pisar aquellas playas en las que tantos jóvenes americanos habían sacrificado la vida con valentía para derrotar al fascismo. Pero aunque mi familia celebrara y honrara aquel legado americano, mis padres también sabían que el heroísmo y la idea de libertad no siempre han significado lo mismo en Estados Unidos.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, el aviador Charles Lindbergh representaba a la perfección el heroísmo americano por su intrepidez (fue el primero en cruzar el Atlántico en solitario) y su entusiasmo por la tecnología. Aprovechó su fama y condición de héroe para conseguir un papel destacado en el movimiento America First, opuesto a la participación de Estados Unidos en la guerra contra la Alemania nazi. En 1939, en un ensayo llamado «Aviation, Geography, and Race» en la revista más americana de todas, la Reader’s Digest, Lindbergh abrazaba algo que se parecía mucho al nazismo en América:
Es hora de abandonar nuestras disputas y de volver a levantar nuestras blancas murallas. La alianza con las razas extranjeras solo nos traerá la muerte. Nos corresponde proteger nuestro legado frente a mongoles, persas y moros si no queremos que un inmenso mar extranjero nos engulla.1
También en 1939, en el mes de julio, Manfred, mi padre, que tenía entonces seis años, escapó de la Alemania nazi por el aeropuerto berlinés de Tempelhof con su madre, Ilse, después de llevar meses escondidos. Llegó a la ciudad de Nueva York el 3 de agosto de 1939: en su ruta al puerto, su barco pasó por delante de la Estatua de la Libertad. Tenemos un álbum familiar de los años veinte y treinta. En la última página hay seis fotografías en las que poco a poco se va haciendo visible la Estatua de la Libertad.
El movimiento America First fue la imagen pública del sentimiento profascista estadounidense de aquella época.2 En los años veinte y treinta, muchos americanos compartían las ideas de Lindbergh contrarias a la inmigración, especialmente la no europea. La Ley de inmigración de 1924 limitaba estrictamente la entrada al país, y buscaba restringir el acceso de quienes no fueran de raza blanca y de los judíos. En 1939, Estados Unidos aceptó a tan pocos refugiados dentro de sus fronteras que es un milagro que mi padre fuera uno de ellos.
En 2016, Donald Trump resucitó aquel «America First» como eslogan y, ya desde su primera semana en el cargo, su Gobierno hizo todo lo posible para prohibir la entrada en el país de inmigrantes (incluso de refugiados), en especial de los países árabes. Trump, además, prometió que deportaría a los millones de sin papeles centroamericanos y sudamericanos y que pondría punto y final a la ley que evita la deportación de los niños que emigraron con ellos. En septiembre de 2017, el Gobierno de Trump limitó el número de refugiados que podrán entrar en Estados Unidos en 2018 a 45 000, el más bajo desde que los presidentes establecieran esas cuotas.
Trump aludía directamente a Lindbergh con aquel «America First», pero su campaña también buscaba regresar a un momento indeterminado de la historia para que Estados Unidos recuperara su pasado esplendor: «Make America Great Again» [‘Hagamos que América vuelva a ser grande’]. Pero ¿a qué momento pasado se refiere exactamente la campaña de Trump? ¿Al siglo XIX, cuando en Estados Unidos se esclavizaba a la población de raza negra? ¿A la época de las leyes de Jim Crow, cuando en el sur los negros no podían votar? Una entrevista a Steve Bannon (responsable principal de la estrategia política de Trump), publicada el 18 de noviembre de 2016 en la revista Hollywood Reporter, nos da una pista. En ella, el asesor comenta que «esta nueva época será tan emocionante como los años treinta». En pocas palabras: quiere volver a la época en que Estados Unidos simpatizaba más con el fascismo.
Últimamente, ha calado una especie de nacionalismo de extrema derecha en muchos países del mundo: Rusia, Hungría, Polonia, la India, Turquía y, ahora, Estados Unidos. Generalizar sobre este tema siempre es polémico, porque la situación de cada país es única. Sin embargo, hoy en día esta generalización se hace necesaria. He elegido la etiqueta «fascismo» para referirme al ultranacionalismo de distinto tipo (étnico, religioso, cultural), en el que la figura de un líder autoritario representa a la nación