Los años setenta de la gente común. Sebastián Carassai
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Poco antes de que Perón resultara electo por una abrumadora mayoría, Félix Luna –quizás el historiador de mayor influencia en las clases medias menos politizadas– escribió que el jefe justicialista se reuniría esta vez no sólo con “esa cuota de infinita fe por parte de los suyos”, sino también con un elemento novedoso, independiente del sufragio: “Los sectores que no son peronistas también lo apoyarán en la medida que su gobierno progrese hacia los objetivos que marcó aquel pronunciamiento suprapartidario [se refiere a La Hora del Pueblo]”.[40] Si en los años del surgimiento del peronismo este líder había sido para las clases medias “el candidato imposible” y, ya avanzado su gobierno, se había convertido en “el tirano”, continuaba Luna, este tercer Perón aparecía ahora como alguien capaz de ahorrar a la nación “desbordes innecesarios y precipitaciones costosas”, oponiendo “a las urgencias de sus vanguardias juveniles” sus exhortaciones a la mesura.
Perón mismo promovió esta imagen moderada de sí, eliminando de su discurso la tradicional asociación entre la entidad “pueblo” y el colectivo “trabajadores” –típica de la retórica peronista hasta 1955–. No casualmente en uno de sus mensajes en la CGT, a menos de un mes de haberse hecho cargo de la presidencia, Perón memoró con elogios al Napoleón que luego de la Revolución Francesa se encontraba “como ‘el jamón del sándwich’, entre dos fuerzas que lo vigilaban y que lo podían destituir en cualquier momento”.[41] En aquel contexto, Napoleón –dijo Perón–, “un hombre extraordinario en todos los órdenes […] llamó a la burguesía [que] estaba en la barrera mirándolos a todos desde afuera”. Napoleón era una alegoría del propio Perón. Él era quien en la Argentina de 1973 se sentía en esa situación y apostaba a realizar un llamado similar al realizado por su admirado político francés.
Este hecho ayuda a comprender que su ataque a las juventudes radicalizadas de adentro y de afuera de su movimiento haya tenido su contrapartida en la reivindicación del espacio esencialmente burgués y domesticador de la familia. En un tiempo en que las universidades se habían convertido en calderas revolucionarias, el líder justicialista ensalzaba la educación del hogar. “Entre el nacimiento y los seis años de edad”, dijo Perón en 1973,
los niños forman el subconsciente. Esa es la tarea de la madre, y cuando yo veo que ese chico, que tiene cinco o seis años, sale a la calle y me hace la V de la Victoria con sus manitos, yo pienso lo siguiente: “Esto se debe a la acción de la mamá”. Por eso he querido desde aquí rendir un homenaje a esas madres que en el hogar han sabido dar a sus hijos una orientación suficiente. Nosotros queremos nada más que se formen hombres buenos, porque pensamos que para darle armas culturales a un hombre, lo fundamental es que sea bueno. ¡Dios nos libre de un malvado con muchos medios intelectuales para poder perjudicar a sus semejantes! Esa es la primera escuela social y política que tienen los argentinos; en primer término, los hogares, y en segundo, las madres.[42]
Si para regresar al país la juventud radicalizada había sido promovida, para gobernarlo Perón necesitaba su disciplinamiento. Ahora era necesario apelar a los espacios y referentes típicos de la seguridad burguesa: no quería universidades sino hogares, no convocaba a los intelectuales sino a las madres, no necesitaba hombres revolucionarios sino “buenos”. En el célebre discurso que pronunció desde los balcones de la casa de gobierno, la tarde del 1º de mayo de 1974, regresó sobre el tipo de pueblo que la hora de la patria reclamaba. “Queremos un pueblo sano, un pueblo satisfecho y alegre, sin odios, sin divisiones inútiles, inoperantes e intrascendentes”, dijo Perón mientras terminaba de retirarse de la plaza la juventud radicalizada de su movimiento.[43]
Caído Cámpora, las elecciones de septiembre de 1973 constituyeron la ocasión para probar este ensanchamiento, no del peronismo, sino de la convicción de que la coyuntura política del momento, que en mucho se parecía a una guerra civil al interior de ese movimiento, sólo podía descomprimirse si el padre se sentaba de nuevo a la cabecera de la mesa y su palabra volvía a tener fuerza de ley, especialmente para sus hijos más rebeldes. El 12% más que alcanzó la fórmula Perón-Perón en los comicios de septiembre de 1973[44] respecto de la presentada en marzo de ese año no dejó lugar a dudas acerca de la íntima (o quizás, última) esperanza que una porción de la clase media tradicionalmente antiperonista depositó en la capacidad de negociación del líder. Sólo de él podían esperar la conquista de un armisticio en una guerra que algunos de sus votantes juzgaban gobernable únicamente por el mismo general que, poco tiempo atrás, había colaborado a promoverla.
Las llamadas “formaciones especiales” y los sectores juveniles militantes que veían en ellas su vanguardia fueron quizá los únicos que, en este contexto, hubieran preferido un Perón más propio de los años cincuenta, uno que liderara una fracción del pueblo para arremeter, esta vez sin contemplaciones, contra el otro. Perón, en cambio, prefería, en lo económico, el pacto entre empresarios y obreros y la apertura de mercados en la Europa capitalista, y en lo político, la “democracia integrada” y el acuerdo con la oposición; en suma, “ir hacia el centro”, como afirmó el diario La Opinión días antes de las elecciones de septiembre,[45] una dirección poco tentadora para los grupos radicalizados que sólo podían interpretar ese rumbo bajo la figura de la traición.
Para una parte de la opinión pública, en cambio, no era Perón quien había traicionado a la juventud radicalizada, sino esta última quien había edificado un Perón inexistente. En el invierno de 1974, distinguiendo las diferentes lealtades que había recibido el líder justicialista en las elecciones, un analista político escribió que “mientras el apoyo de los trabajadores no surgía de quimeras, los jóvenes juzgaron que Perón había regresado por ellos y para ellos, defendido por las armas de los milicianos”.[46] Para visiones como estas, esos jóvenes habían tomado nota demasiado tarde de que, desde hacía tiempo, venían trabajando para un líder de centro, un hombre del orden y del sistema. “Ni por casualidad advirtieron”, continuaba el analista, “que el caudillo justicialista volvía protegido por los blindados del ejército, y que una legión de hombres prácticos celebraba la restauración peronista como la victoria del orden y de la sensatez política”. En síntesis, mientras que los jóvenes militantes, provenientes en su mayoría de familias antiperonistas, hacia fines de los años sesenta comenzaron un éxodo de clase hacia un líder que soñaban revolucionario y obrerista, Perón hizo un camino inverso. Ya de regreso en el país, elaboró una retórica que rescataba como nunca antes las significaciones asociadas a las clases medias que siempre le habían sido hostiles, cifrando en la posibilidad de seducirlas la obtención de un consenso inédito que relegase a los sectores radicalizados al confín solitario de la inadaptación y la irracionalidad.[47] En parte, el éxodo de Perón se manifestó en el castigo, desde el estado, a los propios hijos díscolos de las clases medias antiperonistas. Estos, paradójicamente, huyendo de una sensibilidad