Los años setenta de la gente común. Sebastián Carassai
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La segunda forma en que se manifestaron la resignación y la deserción fue mediante la ironía o el cinismo. Llamó mi atención el repertorio de chistes que los entrevistados recordaron a propósito de mis preguntas sobre cómo percibían, en aquellos años, sucesos como el triunfo de Cámpora, la masacre de Ezeiza o la muerte de Perón. Para las elecciones de 1973 en Tucumán, por ejemplo, circulaba un cuento sobre el último gobernador peronista de la provincia, Luis Cruz (1952-1955). “Era un bruto, pero bruto, lo más bruto que he visto en mi vida”, recordó María Emilia Palermo prologando el chiste, y continuó:
¿Cómo se llamaba? Bueno… es Cruz el apellido, no me acuerdo el nombre. Era peronista, era ferroviario. ¿Cómo es que le decían, la burla…? Había un cuento muy lindo: estaba en la estación, porque en esa época se viajaba en tren, entonces la hija que estaba ya más educada, estudiando idiomas, le dice: “Au revoir, au revoir, papa” [y el gobernador le responde:] “No hija, no voy a robar más nada”.
El cuento que recuerda María Emilia condensa elementos ya mencionados: el peronismo inculto (Cruz había sido un obrero ferroviario, sin instrucción formal), inmoral y corrupto. En la burla, el ex gobernador peronista no sólo aparecía incapaz de comprender el saludo en francés de su hija sino que confesaba, sin que nadie se lo hubiera pedido, haber sido corrupto.
Más sintomático aún que los chistes con que las clases medias antiperonistas procesaban lo irrefutable de la hora, resulta la actitud cínica. Viendo escenas de la muerte de Perón, Carlos Etcheverría recordó:
Esto fue un show. Nos divertimos mucho. A mí me llamó un amigo mío –yo compartía un departamento con él en ese entonces y él era secretario de un senador radical– y entonces me llama y me dice: “A las dos y media anuncian la muerte de Perón” […] Una cosa así. Porque ya había muerto, pero iban a avisar que moría –seguramente estarían enseñándole el versito a Isabel, para hacérselo repetir–. Y bueno, naturalmente, por supuesto, salí a comprar cosas, que era un hábito que cada vez que aparecía una marchita en una radio todo el mundo salía a comprar. Ese fue un hábito, una costumbre; es decir: “hay revolución, a comprar fideos”, es la parte graciosa. Salí del banco, yo estaba en mi departamento acá en Buenos Aires, y nos encontramos con este [el secretario del senador radical] y otros amigos más, no peronistas, por supuesto. “¿Y qué hacemos?” “¡Vamos a dar una vuelta con el auto!” “¡Pero está todo cortado!” Y, entonces, este [el secretario del senador] agarra y dice: “Dejá, yo pongo la placa del Senado de la Nación y vamos”. Agarró, puso la chapa del Senado en el parabrisas del auto, íbamos y estaba la gente, con lluvia, haciendo cola, por la avenida 9 de Julio y Corrientes, y nosotros por Corrientes con el auto. Y [los peronistas que ordenaban el tránsito nos] dicen: “¡Que pasen los compañeros del Senado!”. Eran peronistas, de cuello duro. ¿Sabés por qué distinguía a los peronistas de los radicales? Porque vienen con el cuello duro y la corbatita bien formal. O sea, es decir, los otros son más normales. Estos no, bien almidonaditos. Esos eran peronistas. Era una lógica. No te olvides que tuvimos un senador, creo que fue en el 73, en Santa Fe, que no sabía ni leer ni escribir.
La muerte de Perón generó, durante varios días, una interminable procesión de gente que se acercó a despedirlo. Carlos y sus amigos lo vivieron como un espectáculo. Como él manifiesta, no fueron allí movidos por la condolencia ni la curiosidad. “Fue un show, nos divertimos mucho”, comenzó diciendo. Luego recuerda la ineptitud de Isabel, el hábito de salir a comprar provisiones ante cualquier revolución, el hecho gracioso de que los peronistas que organizaban el tránsito los hayan confundido con “compañeros”, y finalmente el “almidonamiento” de los empleados peronistas del Senado –rasgo que denota su incultura–. La escena de un grupo de muchachos antiperonistas recorriendo calles atestadas de peronistas, sin embargo, tiene una significación que va más allá del supuesto entretenimiento. La actitud de Carlos y sus amigos ante la muerte de Perón, al igual que los chistes que en 1973 se contaban sobre el gobernador inculto tucumano (y varios más sobre Cámpora, Isabel y otros miembros del equipo peronista), fueron formas de sublimar una realidad que gustaba poco y frente a la cual no se podía hacer mucho más que refugiarse en la ironía o el cinismo.
Un tercer modo que asumieron las actitudes de resignación y de deserción se observa en la satisfacción de presentarse como una minoría social condenada a perder electoralmente. El sustrato de este pensamiento reside en el orgullo de la persona culta, quien cree de su lado el privilegio de la razón, aunque no sea mayoría. A continuación presento tres testimonios en los que puede observarse esta modalidad. Los dos primeros diálogos acontecieron en Tucumán; el primero lo mantuve con Ricardo Montecarlo, y el segundo con Dora Giroux, ambos nacidos en la década de los cuarenta.
¿En esta época, en 1973, usted ya conocía a Alfonsín?
Ricardo: El líder era Balbín en los setenta. Él [Alfonsín] estaba como un segundo hasta que le ganó. Lo que pasa es que, llega un momento de elecciones [1983], y la posibilidad de ganarle al peronismo alguna vez en la vida fue determinante. Porque yo toda mi vida fui perdiendo, perdiendo, perdiendo. Yo siempre votaba al perdedor. Ganar una vez, uno hasta se siente… una satisfacción personal… Pero bueno, [Alfonsín] se equivocó muy fiero en la parte económica, muy fiero.
Dora: Pero mi gran retorno a la democracia fue con Alfonsín, en el 83, eso fue [como decir] “por fin”. Y con Perón fue más suave, con Cámpora fue como más suave [se refiere a la sensación de haber retornado a la democracia]. No sé por qué exactamente. No sé si era porque era sabido que iba a ganar Perón; pero yo no estaba, aun antes de las elecciones, tan de acuerdo, no estaba de acuerdo con que lo elijamos a Cámpora para que lo haga volver a Perón.
¿No lo votaste a Cámpora?
Dora: ¡No, no! No lo voté a Cámpora, no lo voté a Perón, gracias a Dios. Me cortaría la mano. No lo voté a Menem ni a ninguno de ellos. Yo te digo, no voté a nadie de los que estuvieron en el gobierno, nunca.
Ambos entrevistados subrayan que forman parte de una minoría destinada estructuralmente a perder, en tanto ninguno de los dos estuvo dispuesto a votar a un candidato peronista. Ricardo justifica su voto por Alfonsín, en 1983, de un modo negativo: no lo votó por Alfonsín ni por sentirse radical. Lo votó “por la posibilidad de ganarle al peronismo alguna vez en la vida”. Lo que me interesa resaltar es que Ricardo se presenta como alguien que durante toda su vida electoral, hasta Alfonsín, venía perdiendo sistemáticamente. Lo mismo sucede en el testimonio de Dora: no votó ni a Cámpora, ni a Perón, ni a Menem; es decir, siempre votó candidatos que perdieron las elecciones (“No voté a nadie de los que estuvieron en el gobierno”). Dora omite recordar que, en realidad, sí apoyó a alguien que alguna vez ganó: en 1983 dio su voto a Alfonsín. De hecho, según ella misma cuenta, ese fue su “gran retorno a la democracia”. Pero en el relato que hace de sí misma, espontáneamente, el recuerdo de su voto al radicalismo victorioso cede ante el impulso de presentarse como alguien que no votó nunca un gobierno que haya resultado electo.
En el relato de Linda Tognetti, de Correa, este discurso adquiere mayor intensidad:
¿Te acordás a quién votaste en el 73?
A Cámpora no; a Perón después tampoco.
La fórmula radical la encabezaba Balbín.
A Balbín habré votado […] ¿A quién voté? Yo voté a Frondizi, creo, voté a Illia, que sigue siendo para mí lo demócrata, lo voté a Alfonsín. De los que ganaron, solamente a Alfonsín, no te preocupes…
Este diálogo ilustra claramente el sentimiento de