Los años setenta de la gente común. Sebastián Carassai
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Aquella última esperanza que una porción de las clases medias depositó en la capacidad de Perón para resolver la situación, sin embargo, duró menos que este en el gobierno, del que lo alejó la muerte el 1º de julio de 1974. Su fallecimiento selló un período tan breve como inédito: por primera vez los principales impugnadores de la legitimidad peronista no habían sido los sectores medios tradicionalmente antiperonistas, ni los partidos que históricamente los representaban, sino facciones internas del propio peronismo. Tanto Perón como las diferentes alas del peronismo habían llegado a la convicción de que, políticamente, fuera del movimiento había aliados y adversarios, pero sólo adentro había enemigos. Paradójicamente, entonces, el Perón que mayor apoyo ciudadano conquistó a lo largo de toda su historia fue el más frágil en términos de sus posibilidades políticas intrínsecas. Cuando logró crear un ambiente oficialista en el país, sufrió una violenta oposición en el oficialismo.
A partir de la muerte de Perón, la relación entre gobierno peronista y clases medias no hizo otra cosa que empeorar. La ineptitud manifiesta de Isabel, su oscuro ministro López Rega, el inédito ajuste económico de 1975 y la violencia política (que la Alianza Anticomunista Argentina, conocida como Triple A, llevó a estándares desconocidos hasta entonces), crearon una situación general que reafirmaba los prejuicios y actualizaba las peores memorias que las clases medias guardaban del peronismo. Si tanto aquellos prejuicios como esas memorias habían sido puestos entre paréntesis en las elecciones de septiembre de 1973, al menos por el sector de las clases medias que votó a Perón, ahora encontraban condiciones para retornar con feroz actualidad. Tan solo un año y medio después de la muerte de Perón, el titular del Senado de la Nación y referente del peronismo de entonces, Ítalo Luder, declaró que su partido debía “recuperar imagen ante los estamentos de clase media, porque es ahí donde el Justicialismo ha sido objeto de cuestionamientos”.[48] Clases medias y peronismo estaban una vez más reafirmados en veredas opuestas.
El otro rostro del antiperonismo[49]
En marzo de 1976 otro golpe de estado puso fin al gobierno de Isabel Perón e inició el denominado Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), liderado por el general Jorge Rafael Videla. Este nuevo intento de reestructuración de la sociedad desde arriba, al tiempo que orientó su política económica por la senda liberal más que desarrollista, distó de los anteriores proyectos militares por el modo y el alcance que dio a su accionar represivo. Más adelante habrá ocasión de analizar cómo atravesaron las clases medias este período. Ahora me focalizo en las actitudes que asumieron frente a la segunda experiencia peronista en el poder y al pronunciamiento castrense que la dio por concluida.
La celebración masiva de las clases medias del derrocamiento de Perón en 1955 fue síntoma evidente de que los antiperonistas no se habían resignado a un país peronista. Habían opuesto resistencia, pero la euforia inmediatamente posterior a su hundimiento mostró hasta qué punto la victoria militar era también suya. El 24 de marzo de 1976 no sucedió nada por el estilo; no hubo festejos, movilizaciones ni plazas desbordantes. ¿Cómo explicar este hecho, si el golpe militar de 1976 también ponía fin a un gobierno peronista, sin duda más caótico que el de 1955?
Dos actitudes consecutivas resultan fundamentales para entender el comportamiento de las clases medias antiperonistas durante el período que va desde el regreso del peronismo al poder, en 1973, hasta su declinación y caída, tres años después. En primer lugar, la resignación; más tarde, la deserción. Resignadas ante el hecho irrefutable de un país peronista, las clases medias no peronistas desertaron: abandonaron la esperanza de un país gobernado y gobernable por una fuerza sin mayoría peronista. Esa resignación era una actitud muy diferente a la del viejo antiperonismo, que se caracterizó por resistir con sigilo al gobierno peronista (1946-1955) y a sus partidarios. Si en 1955 dicha actitud se había traducido en celebraciones ante la caída del régimen, la resignación, en cambio, terminó por presentar un paisaje desértico cuando el derribado fue el gobierno de Isabel.
Hacia 1973, el paso del tiempo, la proscripción del peronismo, el fracaso de la Revolución Argentina y un Perón moderado y dialoguista colaboraron en atenuar lo que he designado como una “sensibilidad antiperonista”. Aunque en buena medida el peronismo seguía simbolizando mucho de lo que estos sectores medios impugnaban, en esta nueva coyuntura una inmensa mayoría de la sociedad aceptó el retorno al orden constitucional sin proscripciones. Pero esta aceptación estuvo acompañada por aquellas actitudes de resignación y deserción. En 1973, los peronistas eran mayoría (seguían siéndolo) y ganarían con comodidad casi cualquier elección, tanto a escala nacional como a escala provincial y local. Más allá de votar y perder, las clases medias antiperonistas nada podían hacer. Analizaré a continuación algunos de los diferentes modos que adoptaron en la vida cotidiana ambas actitudes. Haré foco, especialmente, sobre tres: el ensimismamiento, el cinismo o la ironía, y el orgullo de ser minoría.
Viendo imágenes de la batalla protagonizada por diversas facciones peronistas en Ezeiza, cuando se esperaba el arribo de Perón, Jorge van der Weyden dijo “yo le debo un mueble a Perón”. Interrumpí la proyección y mantuvimos el siguiente diálogo:
¿Cómo que le debe un mueble?
Claro, hubo tantos días feriados que me hice un sofá en casa, tuve tiempo… Esto fue una vergüenza nacional, una de las tantas…
Usted no veía en la llegada de Perón ninguna esperanza, de ningún tipo…
Bueno, yo no sé. Trato de ser imparcial, pero me doy cuenta que soy muy antiperonista [se ríe]. No, es cierto. Será porque lo viví en aquel momento, lo mamé de entrada […] Yo estuve en mi casa haciéndome un mueble gracias a Perón.
Porque le habían dado un asueto…
Tres días, cuatro… Que baja, que no baja, y yo me hice un sofá. Yo le agradezco eso.
Una de las cosas que llamó mi atención en esta anécdota fue que, unos meses antes, había escuchado de Linda Tognetti, en Correa, un testimonio que era fácil asociar al de Jorge. El diálogo con Linda se dio así:
¿Y acá, en el pueblo, pasó algo cuando murió Perón?
Se debe haber hecho alguna ceremonia, yo no participé de ninguna. Yo me pinté una máquina de coser. Aproveché esos días, ¡no sabía qué hacer! Música sacra en la radio, en la tele todo el velatorio de Perón. O sea, mirándolo ahora, como mirar lo que fue el velatorio de Evita y todo eso, está bien, pero vos lo mirás como una película. Pero cuando vos encendés el televisor y lo ves, como ves ahora el fútbol las 24 horas seguidas, te mata. Entonces yo me lijé y barnicé la máquina de coser de mi mamá. ¡Y nunca había barnizado!
Tanto el regreso como el velatorio de Perón generaron hechos multitudinarios. En esas movilizaciones se hacía evidente la realidad del peronismo como un hecho social irrefutable, mayoritario y, en cierto sentido, omnipresente. Estos acontecimientos paralizaron el país. Resultaba prácticamente imposible mantenerse ajeno a ellos si uno establecía algún contacto con el mundo, si encendía la radio o la televisión, si salía a la calle. Jorge y Linda cerraron la persiana de sus respectivos mundos. No quisieron oír más detalles acerca de algo que les resultaba tan innegable como insoportable. Se dedicaron a trabajar en sus casas, en una actitud típica de la conciencia servil en la dialéctica hegeliana: imposibilitados de gozar el mundo, se resignaron a trabajar, como si buscaran transferir toda su negatividad al sofá y a la máquina de coser, intentando arrancar de ese trabajo una conciencia libre de las ataduras que la realidad material imponía. Los hechos que provocaron estas actitudes eran manifestaciones concretas del país peronista. Ante esa evidencia,