Las Iglesias ante la violencia en América Latina. Andrew Johnson

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Las Iglesias ante la violencia en América Latina - Andrew  Johnson

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las Iglesias, sobre todo la católica. Una de sus principales aportaciones fue la propia aceptación de que tales derechos —ciertos valores fundamentales para la vida humana, universales e inherentes a su condición— debían consagrarse por ley. A lo largo de la historia, las Iglesias habían apelado a principios teológicos y morales, pero a los defensores religiosos de los derechos humanos la ley y las instituciones judiciales les proporcionaron formas nuevas y concretas de protegerlos. Este compromiso también inauguró la posibilidad de establecer alianzas con otros actores de la sociedad civil, como el Colegio de Abogados de Brasil o ciertos políticos democráticos de Chile (véanse los capítulos de Queiroz y Wilde). Siempre que una minoría de actores religiosos combativa (potencialmente catalizadora) daba ese paso, hacía suya una idea fundamentalmente laica que calaba tanto entre los religiosos como entre los que no lo eran (véanse los capítulos de Levine y Kelly). La aceptación del carácter universal de los derechos humanos también fue más allá de los “derechos de la Iglesia”, que para sí reclamaba la institución eclesiástica (aunque esa perspectiva histórica mantuvo su solidez en Argentina: véanse los capítulos de Catoggio y Morello). Cuando la Iglesia defendía los derechos humanos, redefinía su relación con el Estado. Sin dejar de proclamar la autonomía de su misión religiosa, ahora denunciaba las acciones violentas de los organismos públicos, calificándolas de violaciones de los derechos humanos fundamentales. En realidad, lo que planteaba era que el Estado, por su propia naturaleza, era absoluta y legalmente responsable de proteger esos derechos.

      El hecho de que los derechos humanos se plasmaran en leyes trajo consigo un compromiso implícito con la no violencia. Los estudiosos solo están comenzando a examinar cómo se hizo explícito y activo el compromiso católico con esos derechos (Green, 2010; Keck, y Sikkink, 1998; Méndez, y Wentworth, 2011; Moyn, 2010; Neier, 2012; Stites Mor, 2013).[3] Como ya se ha dicho, durante el período autoritario la Iglesia se mostró dividida en sus respuestas ante la violencia política y estatal. Principios fundamentales de la fe bíblica proclives a la no violencia —“no matarás”, “bienaventurados los pacíficos”— tuvieron que interpretarse en un entorno violento concreto (como ya había ocurrido, en realidad, durante dos mil años). En las décadas de 1970 y 1980 se entendió y justificó, con insólita frecuencia, que los conflictos violentos registrados en Latinoamérica eran fruto de la pugna entre ideas políticas seculares —la revolución marxista de clase contra la seguridad nacional—, muy influidas por la Guerra Fría. El período también se caracterizó por lo que retrospectivamente parece una fe sorprendentemente mayoritaria en la eficacia de la violencia para alcanzar o impedir cambios sociales fundamentales. Los revolucionarios armados de Centroamérica y Sudamérica se animaron con el derrocamiento violento de las corruptas dictaduras de Cuba (1959) y Nicaragua (1979), en tanto que a los reaccionarios los alentó el éxito de los golpes militares registrados en Brasil (1964), Chile (1973) y Argentina (1976), así como el frecuente apoyo de las políticas estadounidenses. En este contexto regional, parecía quijotesco reivindicar los derechos humanos, el derecho y la no violencia. Pero era precisamente ese entorno en el que las Iglesias se esforzaban por definir sus reacciones ante la violencia partiendo de sus propios valores religiosos.

      El Concilio Vaticano II puso en marcha cambios teológicos fundamentales que retaban a la Iglesia católica a acometer un aggiornamento: una reformulación de su misión religiosa en el mundo contemporáneo. Animó a los creyentes a ponderar cómo había que entender e ir aplicando al devenir histórico verdades, doctrinas y prácticas imperecederas: era lo que el Concilio denominaba interpretar “los signos de los tiempos”. En 1968, en la ciudad colombiana de Medellín los obispos latinoamericanos reclamaron una colaboración más activa con las fuerzas sociales laicas, con el fin de apartar los obstáculos que impedían a la mayoría de los habitantes de la región vivir con más plenitud y libertad. Haciendo suya la expresión de Pedro Arrupe, padre general de los jesuitas, adoptaron una “opción preferencial por los pobres” que otorgó a la nueva orientación social del Concilio un enfoque más concreto en la región. “Medellín” también es famosa por haber atizado el desarrollo de la teología de la liberación: un nuevo corpus de pensamiento religioso centrado en la respuesta que los cristianos debían dar a un entorno caracterizado históricamente por la injusticia, la desigualdad y la pobreza, que en ese período definía el enfrentamiento violento de proyectos políticos opuestos. Los liberacionistas ampliaron el concepto de “pecado” y, haciendo que rebasara el ámbito individual para llevarlo al análisis social, interpretaron que el marco social latinoamericano del momento incurría en un “pecado institucional”. En este sentido los influían las ciencias sociales que entonces se desarrollaban en la región, sobre todo el análisis marxista, pero también, y merece la pena señalarlo, el pensamiento no marxista de la época, muy dado a identificar los obstáculos “estructurales” que encontraba el “desarrollo”.

      Estas tendencias teológicas instaban a los cristianos a participar en la acción social o, desde un punto de vista religioso, a dar testimonio activo en un mundo violento. En concreto, el notable desarrollo y la influencia de la teología de la liberación catalizaron el debate religioso sobre la violencia. En su momento se prestó mucha atención a si fomentaba o incluso legitimaba el apoyo de la Iglesia a la insurgencia guerrillera. Desde posiciones absolutamente divergentes, dos grupos de católicos coincidieron en que este era el núcleo de la teología de la liberación. Se trataba tanto de laicos de inspiración religiosa y de clérigos revolucionarios que habían tomado las armas (de los cuales el más famoso fue Camilo Torres; cf. los capítulos de Garrard-Burnett y Levine) como de sus adversarios teológicos, es decir, de seglares y clérigos católicos, reaccionarios y “antiseculares” (véase el capítulo de Morello), que rechazaban las reformas conciliares, justificando la violenta represión estatal.[4] Sin embargo, retrospectivamente, está claro que la inmensa mayoría de la Iglesia —sus jerarquías y fieles— se situaba entre esos dos grupos, ocupando un abanico de grados de simpatía política por uno u otro tipo de violencia, pero tendiendo, con el tiempo, a confluir por diversas razones en torno al concepto de los derechos humanos y, en algunas circunstancias, a defenderlos activamente.

      Hoy en día podemos apreciar mejor por qué la teología de la liberación contribuyó, tanto teóricamente como en la práctica, a los derechos humanos y cómo se diferenciaba de ellos. Los liberacionistas legitimaron la idea de que la fe había que vivirla mediante la acción social y que estaba bien que los cristianos colaboraran con fuerzas políticas laicas y progresistas. En términos más generales, la teología de la liberación condujo a la aceptación del conflicto social como dimensión inherente al necesario cambio (e incluso como motor del mismo). Sin embargo, no aceptó sin ambages la no violencia como principio y como método, ni tampoco vio en la ley un instrumento para alcanzar una mayor justicia social, y estos dos elementos fueron la primera piedra del movimiento de defensa de los derechos humanos. La teología de la liberación también reflejaba el pensamiento sociológico imperante en las décadas de 1970 y 1980, que insistía más en las estructuras y las fuerzas sociales que en los derechos y la experiencia del individuo, perspectiva esta esencial para el movimiento de defensa de los derechos humanos que surgiría durante ese período.

      Para la Iglesia católica, la causa de los derechos humanos universales sirvió para distinguir claramente entre su misión pastoral y su actividad política. Está claro que, en un sentido general, los “derechos humanos” eran algo “político”, ya que afectaban tanto a la legitimidad como al poder político en los ámbitos nacional e internacional. Pero durante las décadas de 1970 y 1980 la Iglesia pudo hacerlos suyos, al ver en ellos una forma de superar la política en su habitual sentido partidista. La insistencia del movimiento de defensa de los derechos humanos en la violencia que ejercía el Estado durante la época autoritaria facilitó el establecimiento de una diferenciación religiosa entre el apoyo “pastoral” a esos derechos y la participación política “partidista” (véanse los capítulos de Levine, Queiroz y Wilde).[5] Esta distinción se vio reforzada por la experiencia de la Iglesia en esos años, cuando el compromiso primordial de atender las heridas del sufrimiento humano llevó a los cristianos a compartir dicho sufrimiento. Miles de cristianos fueron perseguidos por su fe y cientos se convirtieron en mártires —el más famoso fue el arzobispo salvadoreño Óscar Romero, audaz partidario de la

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