Las Iglesias ante la violencia en América Latina. Andrew Johnson

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Las Iglesias ante la violencia en América Latina - Andrew  Johnson

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hecho de que la religión hiciera suyo el discurso de los derechos humanos durante el período autoritario dejó a las Iglesias y democracias actuales un legado patente pero limitado. Sus detractores señalan que los “derechos”, cuando se conciben jurídicamente y para la protección del individuo, son instrumentos endebles para combatir las formas de violencia cotidianas; que la violencia actual, aún sin forma definitiva y “ambigua”, impide establecer las distinciones aparentemente claras del pasado entre víctimas y verdugos, y que incluso el concepto de “víctima” utilizado por el movimiento de defensa de los derechos humanos está deshistorizado, que reduce a las víctimas a una categoría legal. Es preciso destacar que, como evidencia este volumen, existe una considerable semejanza entre los detractores de los enfoques que parten de las ciencias sociales y los religiosos (véanse los capítulos de Albro y Theidon). Fundamentalmente, en ambos casos sus críticas apuntan a algunos límites que presentan los conceptos liberales —en los que se basa el movimiento de defensa de los derechos humanos—, al enfrentarse a las realidades violentas que se viven actualmente en Latinoamérica. Por ejemplo, ninguna opinión pública considera que la violencia criminal sea un problema de “derechos humanos”. En realidad, aunque estos conlleven la protección de los derechos de los delincuentes (véanse los capítulos de Brenneman y Johnson), la población se muestra muy partidaria de políticas de mano dura.

      Hoy en día, por razones relacionadas tanto con el entorno como con las propias Iglesias, las reivindicaciones de orden religioso se centran menos que antes en los “derechos humanos”, que tenían más relieve cuando los regímenes gobernaban recurriendo a la “violencia de Estado”, que en sistemas más abiertos como las democracias electorales actuales. Dentro de la propia esfera religiosa, las reivindicaciones basadas en los derechos humanos también parecen limitadas, tanto por las jerarquías socialmente más conservadoras que han acompañado el atrincheramiento institucional de la Iglesia católica como, en el caso de las Iglesias evangélicas y pentecostales, por teologías, éticas y espiritualidades menos proclives a la acción social. No obstante, los derechos humanos siguen siendo un importante referente para los activistas católicos en contextos postransicionales (véanse los capítulos de Queiroz y Wilde) y en conflictos sociales actuales, que van desde la violencia que sufren los migrantes centroamericanos en México (véase el capítulo de Frank-Vitale) hasta la combinación de violencia política y criminal de Colombia (véanse los capítulos de Tate y Pachico), pasando por los emblemáticos enfrentamientos entre comunidades locales y grandes empresas por los recursos naturales (véase el capítulo de Arellano-Yanguas). Hay actores relacionados con Iglesias que, desde iniciativas frecuentemente ecuménicas, continúan informando a la gente de los derechos que por ley tienen, sobre todo en el caso de poblaciones rurales, mujeres y comunidades indígenas (Burdick, 2004; Cleary, 2007; Cleary, y Steigenga, 2004; y los capítulos de Levine y de Tate).

      Con diversos grados de participación activa, las Iglesias también han defendido los “derechos humanos”; han visto en ellos un ideal amplio con vertientes sociales, económicas y culturales que, según ellas, participa del repertorio de derechos necesario para llevar la vida plena que Dios quiso para la humanidad (véanse los capítulos de Levine y Wilde). Los derechos civiles y políticos fundamentales, así como el derecho a la integridad física y a la propia vida, fueron los más defendidos durante las décadas de 1970 y 1980, y por desgracia siguen siendo objeto de especial preocupación en la América Latina actual. Dentro de la Iglesia católica ha pervivido una forma de entender los derechos humanos amplia y holística, que, aunque se aprecia en sus manifestaciones públicas, resulta más limitada en la práctica. En ciertas circunstancias el conflicto social ha atizado unas transformaciones teológicas que, como demuestra Arellano-Yanguas tan perspicazmente en su capítulo sobre Perú, otorgan legitimidad religiosa a la defensa de los derechos humanos relacionados con nuevos problemas como los medioambientales. Hoy en día, en muchos lugares de Latinoamérica se están produciendo conflictos de ese tipo entre comunidades locales e industrias extractivas, y el recurso de una concepción de los derechos humanos amplia y de corte religioso augura la colaboración con nuevos aliados y la influencia en las agendas públicas a través de una práctica pastoral de índole social (cf. Levine, y Wilde, 1977).

      En el presente libro, una de las cuestiones primordiales es averiguar por qué los derechos humanos entraron a formar parte de la misión religiosa de las Iglesias, pero nuestra investigación nos ha conducido hacia otra vertiente igualmente importante de su vida como comunidades de fe: a la concepción que de sí mismas conlleva el hecho de que tengan en cuenta la violencia al ejercer su ministerio pastoral. Esos ministerios van más allá de la incorporación de un concepto laico como el de los derechos humanos, ya que constituyen realmente la interfaz entre la fe vivida y un mundo violento.

      Ministerios y acompañamientos pastorales

      El ministerio pastoral, tradicionalmente entendido como “cuidado de las almas”, experimentó un giro decididamente social a comienzos del siglo xx, tanto en la Iglesia católica como en las protestantes. Para responder a los profundos cambios sociales y económicos que trajeron consigo la industrialización y la urbanización, surgieron nuevas teologías que, invocando el objetivo de la “justicia social”, apuntaban hacia una relación más estrecha de la religión con valores y estructuras del mundo laico. Estimularon la creación de nuevos ministerios eclesiásticos de corte social como Acción Católica (especialmente influyente en Europa y Latinoamérica), así como la participación de Iglesias protestantes progresistas en movimientos de reforma social (sobre todo en Estados Unidos). Esta nueva tendencia hacia la justicia social de la primera mitad del siglo xx allanó el camino para la evolución de las Iglesias en el período histórico estudiado en este libro.

      El concepto y la práctica del “acompañamiento” pastoral surgieron de los cambios atizados por el Vaticano II y de las directrices pastorales que los obispos latinoamericanos dieron durante sínodos regionales celebrados en Medellín, Colombia (1968) y Puebla, México (1979). En 1971 los obispos colombianos —que se consideran de los más conservadores del hemisferio— proclamaron un activo ministerio pastoral, crítico con la misión religiosa de la Iglesia: “si el mensaje cristiano sobre el amor y la justicia no manifiesta su eficacia en la acción por la justicia en el mundo, muy difícilmente parecerá creíble a los hombres de nuestro tiempo” (citado por Pachico, las cursivas son mías). La teología de la liberación, aunque a menudo enfrentada a obispos de toda la región, también hizo suya la idea de que, tal como la expresa Levine, “la auténtica fe necesita que los creyentes (y la Iglesia) compartan la experiencia de los pobres y de los que no tienen acceso al poder, apoyen y empoderen a las víctimas y de construir el reino de Dios a partir de ahora”. En líneas generales, si la Iglesia quiere acompañar a los pobres debe estar presente en las circunstancias concretas de su vida. Como útilmente aclaran Garrard-Burnett y Arellano-Yanguas, una relación pastoral con los pobres no constituye una manifestación del dominio político por parte de los clérigos, que deben apoyar a la comunidad, no dirigirla. El acompañamiento de la Iglesia debe ser el de un testigo (y cuando las circunstancias conllevan una violencia extrema, parece especialmente pertinente utilizar la expresión de “testigo misericordioso” de Tate).

      Tal como se utiliza en este libro, en capítulos dedicados tanto al pasado como al presente, “acompañamiento” designa una política pastoral activa de las Iglesias, que propugna su presencia entre los pobres. En “los pobres” se incluye a quienes viven en la pobreza, pero también a aquellos que carecen de los recursos —sociales, culturales, institucionales, espirituales— necesarios para llevar una vida más plena. Además de la presencia física, el “acompañamiento” pastoral también conlleva un movimiento junto a los pobres a lo largo del tiempo. Interpreta en un contexto histórico el mandato del padrenuestro —“Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad”—, convirtiéndolo en un compromiso con la plasmación de los designios divinos para la humanidad terrenal que, leyendo los “signos de los tiempos”, actúa en consecuencia a la luz de la fe.

      La aparición del acompañamiento pastoral en este período ha tenido consecuencias de larga duración. Cuando la Iglesia ha situado a sacerdotes,

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