Las Iglesias ante la violencia en América Latina. Andrew Johnson
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Como corresponde, este apartado lo encabezan dos capítulos escritos por historiadores. El de Patrick William Kelly parte de una considerable indagación en fuentes primarias para reexaminar el papel que a lo largo de la historia ha tenido la defensa en el ámbito internacional de los derechos humanos por parte de las Iglesias. En un análisis que se enmarca en el nuevo campo de la historia transnacional, demuestra cuidadosamente de qué manera los activistas religiosos abandonaron en la década de 1970 el enfoque humanitario para utilizar abiertamente conceptos y prácticas de los derechos humanos. De manera convincente señala que sus iniciativas contra las dictaduras militares de Brasil y Chile —ambas examinadas en capítulos posteriores— marcan un importante punto de inflexión. Con perspectiva histórica, Virginia Garrard-Burnett describe qué reacciones religiosas suscitó la violencia en la Centroamérica de las décadas de 1970-1980, proporcionando un revelador y matizado examen de las tensiones existentes entre la simpatía por los levantamientos armados y la no violencia cristiana. Mediante un análisis de las diferentes trayectorias nacionales del período, insiste en que la defensa de los derechos humanos debe mucho a la teología de la liberación y a las estrategias de acompañamiento pastoral que, “profundamente basadas en una demanda básica de respeto y de justicia y en la dignidad fundamental de cada ser humano”, condujeron al deseo de compartir las experiencias de los pobres. También aporta una reveladora interpretación del papel de los actores religiosos en los procesos regionales de paz de la década de 1990, situando ambos elementos en sus contextos regional e internacional.
Los cuatro capítulos siguientes, realizados por científicos sociales con perspectiva histórica, analizan casos nacionales (Chile y Brasil) en los que la Iglesia destacó en su defensa de los derechos humanos, así como otro caso (el de Argentina) tristemente famoso por su complicidad en una represiva dictadura. Alexander Wilde arroja nueva luz sobre el hecho de que las creencias y las prácticas religiosas condujeran a la Iglesia católica chilena a una situación de relativa unidad en la defensa de los derechos humanos durante la dictadura de Pinochet. Wilde observa una clara dinámica entre las iniciativas tomadas por grupos de orientación religiosa y su aceptación y legitimación por parte de una jerarquía sensible a las mismas. También señala que en Chile, en ese período, las estrategias pastorales de acompañamiento otorgaron una nueva base a los conceptos de la teología de la liberación: una acción que fomentó “valores de tolerancia, respeto, solidaridad y participación” y que condujo a tácticas notables de no violencia activa, contribuyendo a legitimar la transición democrática. El capítulo de María Soledad Catoggio es un ejemplo de lo que está produciendo una nueva generación de expertos en la Iglesia católica y la violencia política en Argentina. En un sintético análisis de la historia política de este país durante el siglo xx, la autora reexamina hábilmente de qué manera las diferentes reacciones que suscitó el peronismo generaron divisiones internas en la Iglesia, que, durante una serie de gobiernos democráticos fallidos y golpes militares, malbarató aún más su “solidaridad corporativa”. En tanto que ciertos sectores reaccionarios católicos apoyaban muchos de los objetivos políticos y tácticas violentas de la dictadura militar de la década de 1970, se perseguía a sacerdotes, monjas y seglares sospechosos de simpatías izquierdistas. Muy al contrario que en Chile, la jerarquía eclesiástica argentina no los consideró mártires ni les ofreció una verdadera protección pública, aunque sí intervino en muchos de esos casos: Catoggio elabora una útil y original clasificación de ocho estrategias distintas de defensa.
Desde nuevas perspectivas, Gustavo Morello aborda un contexto argentino en el que la violencia política era ampliamente considerada legítima con un valioso capítulo que examina cuatro tipos de respuestas de los católicos. Entre ellas figura la de los “comprometidos”, que hicieron suyo el acompañamiento pastoral; los “revolucionarios”, que intentaron transformar a la Iglesia y la sociedad; los “institucionales”, que querían que la Iglesia fuera un mediador apolítico entre el Estado y la sociedad; y los “antiseculares”, que se resistieron tanto al cambio religioso como al político. Como el autor demuestra partiendo de nuevos datos, fruto de encuestas con supervivientes de torturas, ese último grupo recurrió profusamente a doctrinas y rituales preconciliares para justificar la violencia del Estado. Por el contrario, Rafael Mafei Rabelo Queiroz analiza Brasil y los cimientos religiosos y jurídicos del importante movimiento de defensa de los derechos humanos surgido durante la dictadura. Su capítulo proporciona un original y esclarecedor análisis de los procesos que reunieron a los dirigentes eclesiásticos y a destacados abogados brasileños, convirtiendo el respeto legal a los derechos humanos en una de las bases de la oposición democrática. Partiendo de informaciones obtenidas en nuevas entrevistas, el autor señala que la alianza entre esos dos grupos se basó más en una experiencia compartida que en valores comunes. Su trabajo concluye con un sugerente planteamiento: esas iniciativas sentaron las bases de las reformas carcelarias y de las políticas de justicia y verdad oficiales aplicadas después de la transición.
La segunda parte del libro analiza las respuestas religiosas que suscitó la violencia en las democracias actuales. La defensa de los “derechos humanos” figura entre los componentes de esas respuestas, pero ahora en un nuevo panorama político y religioso. Al contrario que en la primera parte, donde los derechos humanos son una dimensión del conflicto entre Iglesia y Estado visible en el nivel nacional, los siete capítulos de la segunda se centran en realidades locales y regionales, aludiendo solo en segundo término a factores nacionales e internacionales. Este énfasis pone de relieve cuál es la vanguardia de los estudios actuales y, en mi opinión, encaja con las iniciativas que pretenden comprender nuestro contexto actual, bastante diferente al anterior. También contrasta con la mayoría de las investigaciones que se han hecho sobre el período revolucionario-autoritario anterior, en las que se da cuenta de experiencias más inmediatas (e incluso íntimas) y de procesos subyacentes en las respuestas religiosas a la violencia. En esta segunda parte se da un equilibrio prácticamente perfecto entre los casos centrados en la Iglesia católica, y los referentes a las evangélicas y pentecostales; lo cual refleja la masiva presencia de estas dos últimas en la Latinoamérica actual. La disposición de los siete capítulos de esta parte pretende estimular el debate sobre los elementos comunes y dispares de las tradiciones y la práctica religiosas, así como acerca de las diversas manifestaciones de la violencia en cada contexto.
El capítulo de Elyssa Pachico constituye una vigorosa introducción a estas cuestiones. Es el primero de los tres dedicados a Colombia, un país que durante medio siglo ha sufrido múltiples tipos de violencia, y se enmarca en una perspectiva histórica de amplio espectro que plantea la constante y prolongada presencia de los jesuitas en una región profundamente conflictiva. Pachico analiza de forma original un innovador programa pastoral de quince años que vincula la paz con el desarrollo, explicando que este ministerio conjuga una base espiritual con una orientación práctica. La autora examina un abanico de estrategias pastorales que, con el fin de construir la paz “desde abajo”, afrontan las causas últimas de la pobreza y la violencia, fomentan el desarrollo económico empoderando a la comunidad y apelan a todas las partes interesadas, incluso a los violentos. Aunque ciertos aspectos de este programa se han reproducido en otras regiones colombianas, la autora apunta claramente sus limitaciones. Perú, que, al contrario de Colombia, está en gran medida libre de violencia política en la actualidad, es el escenario del capítulo de Javier Arellano-Yanguas. Su análisis sugerente y conceptualmente refinado del acompañamiento pastoral católico en pequeñas comunidades que se enfrentan a industrias extractivas constituye una notable aportación al estudio actual del conflicto social. Arellano-Yanguas, diferenciando claramente entre el acompañamiento y otras posibles respuestas de la Iglesia (ausencia, mediación y liderazgo) a conflictos locales de ese tipo, analiza los diversos medios que utiliza el clero para “escuchar” a las comunidades. Su estudio le permite apuntar una hipótesis que merece investigarse en otros entornos: “la existencia de esa espiritualidad del acompañamiento filtra la dimensión ideológica de la teoría de la liberación y genera un tipo característico de participación de la Iglesia que respeta el liderazgo de las comunidades locales”. Lo mismo puede decirse de la provocadora conclusión de que, en los conflictos