Las Iglesias ante la violencia en América Latina. Andrew Johnson
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La idea de una sociedad civil en la Iglesia puede sorprender a aquellos que permanecen atados a una concepción exclusivamente jerárquica de la Iglesia católica, en la cual el poder, la autoridad y el conocimiento va de arriba hacia abajo. Desde este punto de vista, el papa sabe más que los cardenales, los cardenales más que los obispos, los obispos más que los sacerdotes, los sacerdotes más que las monjas, las monjas más que los laicos, y así sucesivamente. Pero este no es el único modelo existente de Iglesia. No toda la autoridad (ni siquiera en la Iglesia católica) es autoritaria en su concepción y práctica.[6] Recobrando las viejas tradiciones, los documentos centrales del Concilio Vaticano II enfatizaban que la Iglesia es más que las instituciones y funciones legalmente definidas: es el Pueblo Peregrino de Dios haciendo su camino a través de la historia. Los creyentes comunes y corrientes son también “la Iglesia” y tienen puntos de vista y valores de cuantía independiente. Como cuestión empírica, la Iglesia católica combina la centralización con la diversidad y la descentralización. Múltiples grupos y voces disfrutan de autonomía considerable, independientemente de las presiones de los prelados o funcionarios del Vaticano. Entre los grupos relevantes están las congregaciones religiosas de hombres y mujeres, instituciones educativas (incluyendo las universidades), publicaciones periódicas, casas editoras, así como varias organizaciones y coaliciones de laicos. Muchas políticas y posiciones públicas de los papas san Juan Pablo II y Benedicto XVI, así como su énfasis repetido en la unidad y la disciplina, pueden entenderse como el esfuerzo por reinar en esta diversidad y controlar estas voces. Dicho de manera sencilla, estos esfuerzos no tuvieron éxito.[7]
Estas evidentes pluralidades y complejidades significan que las referencias convencionales a “la Iglesia y el Estado” ya no proporcionan un marco de análisis adecuado, si es que alguna vez lo fueron. Hay demasiados actores con participación en este proceso, no solo las Iglesias como organizaciones, sino también múltiples grupos cuya afiliación a las Iglesias institucionales es mucho más relajada que lo que sugieren los modelos tradicionales (Levine, 2012). En la práctica, la forma en que los líderes de la Iglesia responden a los grupos afiliados a la Iglesia o a los grupos de inspiración cristiana es fundamental para la evolución de la práctica de los derechos. Las posibilidades van desde el rechazo y la marginación (Argentina), al apoyo y la protección (Brasil, Chile), con muchos puntos entre estos dos extremos. Como si fuera poco, a veces se producen fuertes divisiones dentro de la jerarquía de la Iglesia, así como entre los obispos y las órdenes religiosas.
En todo caso, las tradiciones legales y teológicas de las grandes religiones nunca son estáticas: se genera un proceso continuo de argumentaciones, renovaciones y redescubrimientos que hacen relevantes las viejas ideas en las nuevas y cambiantes circunstancias (Appleby, 2000). En el caso particular de los derechos en América Latina, los líderes y activistas han encontrado inspiración en múltiples fuentes: en encíclicas papales recientes (Pacem in Terris, Mater et Magistra, Evangelii Nuntiandi), en los documentos del Concilio Vaticano II, en las conclusiones de las reuniones regionales de los obispos católicos de Medellín y Puebla, en las cartas pastorales de obispos individuales y conferencias episcopales nacionales, así como se señaló anteriormente, en los elementos de la teología de la liberación que proporcionan las bases para el derecho junto con las líneas del programa de acción (Levine, 2006a, 2006b, 2009, 2010, 2012).[8]
En su reciente historia del movimiento por los derechos humanos, Neier (2012: 27) plantea que el concepto de los derechos humanos requiere el compromiso con tres principios: “… que el derecho es natural y por lo tanto, inherente a todos los seres humanos y no sólo a los que los poseen a partir de sus relaciones con una entidad particular o régimen político; que todos son iguales con los mismos derechos y que los derechos son universales y por lo tanto aplicables en todas partes”. Wolterstoff (2012: 43) apunta que la idea de los derechos humanos naturales está basada en la concepción de la ley natural que daban por sentado los padres de la Iglesia, y estos incluyen no solo lo que pudiéramos llamar derechos civiles sino también el derecho a la tierra, a la salud, a una vida decente y digna. Así que los derechos han sido construidos a través de la socialización y tienen sentido en el contexto de la comunidad. El reclamo de derechos está basado en el valor intrínseco del individuo, lo cual descansa en la ley natural, en la creencia de que los seres humanos han sido creados a imagen de Dios: “todos los seres humanos son portadores del imago dei, no sólo ciertos tipos de seres humanos, sino, todos ellos” (Wolterstorff, 2012: 55). San Pablo amplía esta visión general cuando declara abiertamente que no existe la parcialidad en Dios, pues él ofrece la fraternidad a todos.[9] Esta naturaleza de los derechos, inherente a los individuos, expresado en las relaciones sociales, pero no dependientes de las reglas particulares de las comunidades y los sistemas políticos, inalienables y universales y que van más allá de los derechos civiles y políticos a todas las áreas de la vida, es crítica en torno al significado de los derechos tal como se ha evolucionado en la teoría y la práctica de la experiencia reciente de las Iglesias en América Latina. La importancia de los derechos en la teoría y la práctica recientes de la Iglesia latinoamericana plantea una pregunta obvia. En la mayor parte de la historia humana, se les ha dicho a la mayoría de las personas que no tienen derechos. Entonces, ¿cómo cobran conciencia de que existen los derechos humanos y de que ellos tienen estos mismos derechos? ¿Qué los hace pensar que es posible reclamar y ejercer tales derechos —que existen aliados y formas de hacerlo? ¿Cómo se visibilizan las Iglesias como aliados confiables en este esfuerzo? La pregunta se trata de las ideas y más específicamente, de cómo se vincula la comprensión de la fe con el compromiso con los derechos. La relación entre las ideas es importante, pero por supuesto que las ideas no existen dentro de un vacío. También necesitamos preguntar: ¿quién articula esas ideas, quién se las transmite al público, quién hace que las ideas funcionen en términos prácticos, cómo se traducen en las normas de una comunidad?
Para que las ideas sobre los derechos adquieran una presencia social significativa, para que lleguen a formar parte de las leyes y las prácticas institucionales, deben suceder varias cosas. Los conceptos de derechos necesitan ser creados y legitimados por las Iglesias y otras instituciones. Además, alguien —tal vez la misma persona que articula el concepto— debe propagar el mensaje, traduciéndolo en una forma accesible para llevarlo al público. Los que reciben el mensaje también necesitan captar el sentido de que lo que articulan las palabras no es solo bueno sino también posible. Esto requiere confianza en los agentes portadores del mensaje, y también una convicción de que no están solos. La experiencia de la solidaridad es crítica en hacer que los reclamos individuales tomen un significado social ordenado.
Algunos ejemplos pueden ayudar a comprender este caso. Con el apoyo del Consejo Mundial de Iglesias (cmi), la Conferencia de los Obispos Católicos Brasileños imprimió dos millones de copias de la Declaración Universal de los Derechos Humanos para ser distribuidas a las congregaciones a través del país.[10] A nivel de base, del trabajo con los campesinos y el Movimiento de los Sin Tierras, la Comisión Pastoral de la Tierra de la Iglesia Católica de Brasil ha trabajado ardua y largamente para informar a los campesinos en relación con sus derechos. Cuando las primeras delegaciones campesinas fueron a discutir reclamaciones de tierras con los funcionarios del gobierno, se les pidió que demostraran cuáles eran sus derechos. Al no encontrar palabras se fueron desanimados. Dada esta experiencia, equipos de la Comisión Pastoral de la Tierra elaboraron manuales y folletos detallando con precisión cómo se especificaban en la legislación los derechos sobre la tierra. Estos manuales fueron ampliamente difundidos y fueron objeto de muchas discusiones en reuniones de campesinos. Daba una justificación legal a la creencia general de que Dios hizo la tierra para todos, no solo para unos pocos terratenientes. Esta convicción reforzada con la solidaridad colectiva amplió la capacidad de los campesinos para hacer y defender sus reclamaciones en lo adelante. La Comisión Pastoral de la Tierra fortalece esta capacidad desplegando equipos de abogados y amplias redes de agentes pastorales dedicadas a trabajar con las reclamaciones desde el comienzo de su lucha (Carter, 2003, 2010; French, 2007; Rodríguez, 2009). Los ejemplos pueden ser multiplicados indefinidamente: la cuestión está en que la experiencia de los derechos es multidimensional, uniendo la